La eficacia carancha




Vale la pena echarle un vistazo a “Carancho”, la reciente película de Pablo Trapero. La narración se centra en una Argentina cruda que actúa como doble fondo de todos los discursos e imaginarios que hay sobre el país. Como si en esa verdadera red material de prácticas (que combinan el abandono, la desidia, la corrupción, la pobreza y la ilegalidad) se tramase toda la energía (económica, productiva, social) sobre la que se apoya el país formal, discursivo y mediático. Ningún personaje de la película es nítido. Pese al gesto concesivo del director por implantar una historia romántica, de heroísmos personales y personajes taquilleros (Darín) para conquistar espectadores, o la placa que aparece al principio alertando sobre las muertes en accidentes como “flagelo social”, hay una lógica de hierro que parece invencible. Los caranchos (merodeadores de desgracias) no son perversos “tiempo completo” aunque, claro, son fagocitados incesantemente por la maquinaria carancha que exige su reproducción perpetua. Su eficacia se centra en el tipo de normalidad (excepcional) en la que se asienta. Un tiempo circular urdido por episodios violentos y fatalidades que se alimenta de la precariedad de la vida. Una razón económica implacable que enlaza “víctimas” y “victimarios” y que opera sobre el fondo del asfalto conurbano, regado de cuerpos ensangrentados, baldíos y desarmaderos; en las oscuras oficinas o bares de San Justo, teatro de las operaciones clandestinas; y en los pasillos hospitalarios plagados de cuerpos desechos, médicos sombies que no pueden sostener su cotidianeidad, y bandas que se mueven entre la basura hospitalaria acumulada en los pisos.

Trapero relata con escenas muy cuidadas la amalgama de vidas que se dan cita en la eficacia carancha. La ausencia de un “final feliz” relativiza las propias debilidades de la película. Y, a la vez, nos invita a pensar cuáles son las huídas posibles de los entramados sombríos sobre los que se despliegan las vidas contemporáneas.

ROGELIO BRUMA