El fin de la diversidad (y otras buenas noticias)

"No queremos que nos persigan, ni que nos prendan, ni que nos discriminen, ni que nos maten, ni que nos curen, ni que nos analicen, ni que nos expliquen, ni que nos toleren, ni que nos comprendan: lo que queremos es que nos deseen".
Néstor Perlongher

¡Viva la diversidad!
Carolina Píparo


Lo sabemos: la política no puede reducirse, bajo ninguna circunstancia, a una acumulación de hechos, sean estos positivos (el peronismo fue mucho más que un conjunto de Derechos laborales vueltos leyes) o negativos (el nazismos excedió por completo al conjunto de sus de genocidios). No puede rebajarse, jamás, a ser una práctica de la cuantificación, de la enumeración, del inventario. No puede quedar librada al mundo de los porotos ni del pase de lista. La política, incluso para invocarla, debe alojar en sus entrañas un plus (aquel que tuvieron el peronismo y nazismos, por ejemplo, pero también los más diversos partidos y movimientos del siglo XX). El plus que sella una diferencia, un salto hacia lo impensado, hacia lo invisible, hacia lo irrepresentable. De ningún modo un conjunto de medidas (por más progresistas o compañeras que sean), en ningún caso una suma de hechos han logrado conformarse en ese plus. Nunca hay salto hacia lo impensado. ¿Estamos de acuerdo?


Sin embargo, al menos en esta noche en la que me encuentro algo solo, no puedo sino hacerlo de ese modo.

(“Percanta que me amuraste // en lo mejor de mi vida, //dejándome el alma herida // y espina en el corazón”, tarareo sin pensar mientras relojeo por la ventana cómo día a día la noche en Buenos Aires se vuelve más desierta, más inmóvil… una bogotización desenfrenada, pienso, y recuerdo aquella consigna oficial que sintetizaba de modo exquisito la campaña contra la inseguridad desplegada en aquella ciudad: “Los  niños buenos se acuestan temprano, a los demás los acostamos nosotros")

No puedo evitar, decía, referirme al proceso de transformación que estamos transitando, una vez más, en esos términos. Quizá sea ésta la última vez que lo haga. Ojalá. (¿Ojalá?). Pero no puedo dejar pasar por alto un hecho de los muchos, pero de los más singulares o, por lo menos, de los menos publicitados; un hecho, compañeros, que, sin la menor duda, constituye uno de los logros centrales de la gestión k del mundo; un logro que dicha gestión no alcanzó sola —muchas cuestiones, en suma, la exceden—, pero que sin su empeño y dedicación jamás hubiese sido posible. Estamos hablando, compañeras y compañeros, de la crisis del discurso de la diversidad y de la tolerancia.

Efectivamente, cualquier curioso puede relevar cómo —quizás entre piquetes y cacerolas, pero, también, a partir de un Estado que regresa y de una Política en sentido fuerte que se pone en marcha— algunos tópicos centrales y recurrentes de los defenestrados ’90 se fueron diluyendo, evaporando; cualquier interesado puede relevar cómo las nociones y consignas comienzan a ser otras, a ser nuevas, a dibujar paisajes diferentes. En ese marco, estos dos conceptos claves de la última década del siglo pasado, estas dos nociones fundamente de la subjetividad político-urbana-neoliberal pierden peso, presencia, materialidad, hasta casi desintegrarse. Estamos haciendo referencia, compañeros y compañeras, a piedras preciosas de la ideología de la derrota, a dos pilares del decálogo de la dominación encumbrado bajo el amigable alias de Consenso de Washington. Ser tolerante implicaba aceptar con resignación altísimos niveles de deterioro social y económico; aceptar la diversidad era festejar al otro en tanto otro, pero sin preocuparse por entablar con éste nada verdaderamente común.

Diversidad y tolerancia, entonces, comienzan a perderse, en una de esas pérdidas felices, como cuando uno pierde la virginidad o cuando uno pierde el celular como paso primero y necesario para adquirir uno mejor y más moderno. Pero ¿cómo fue que esto sucedió, Compañeros? ¿Cómo fue que pasó cas sin que nos diéramos casi cuenta?

En primer lugar, arriesgamos, aquel otrora estructurante discurso fue tapado (incluso, devastado) por el discurso de los Derechos Humanos. Si el discurso de la diversidad era la reapropiación despotenciada de un problematización política real durante los ‘60-’70 (el de la emergencia de los muchos en tanto muchos); el de los Derechos Humanos lo es de su homónimo de los ’80. Reapropiación despotenciada: lo actualizo sin el elemento desestabilizador. Traigo a escena el cadáver maquillado y perfumado para la ocasión. Vuelve el problema ya cerrado, ya resuelto. Y no es un problema de propietarios, sino de efectividades. Pero, también, de auto-percepciones. Si ya a fines de los ’80, el Perlongher epigrafeado denunciaba a gritos el pasaje del deseo a la tolerancia, de lo múltiple a lo diverso, ahora —con lo Derechos Humanos como centro de la problemática política— devenimos víctimas sociales de un poder (pasado, pero siempre actualizado) más que fuerzas diversas, potentes. La discusión, además, se torna una discusión de derechos. Algo (o mucho), es obvio, se pierde irremediablemente.

Un segundo motivo que podemos invocar en este soliloquio, compañeros, es el modo en que la ampliación (objetiva) del Estado desplazó a ONG’s, fundaciones y a otros tipos de organizaciones “sin fines de lucro” que ponían el acento en la diversidad como principal problema político y en la tolerancia como inexcusable virtud social. Así, grave era no abrirse a la diversidad, no ser tolerante (sobre todo, si esa diversidad estaba compuesta por brasileños que enseñan capoeira en los gimnasios o por paraguayas que ofician de mucama, pero todo daría por evitar cruzarme con peruanos con cara de secuestro o viajar sentada en el colectivo al lado de un boliviano —con el olor a ajo que tienen, por favor—. ¡Qué buena que es la diversidad! ¡Qué civilizada!

Hay un tercer motivo evidente: el sano y oportuno distanciamiento que el gobierno popular interpuso con los organismos multilaterales de crédito o financiamiento externo —como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Fondo Monetario Internacional—; distanciamiento que cortó el flujo de dinero que (vía deuda externa) alimentaba experiencias sociales que tenían una discursividad acorde a aquellas nociones. ¡A buscar otro curro, compañeros oenegeistas! ¡A volver a mamar del gran seno estatal!

Un cuarto, y ya para ir cerrando, motivo, se vincula con que nosotros somos, de modo innato, natural, ejemplos nítidos de la real diversidad, de la tolerancia hacia adentro (hacia fuera, quizás, todo sea teatro). Heterodoxia K, leí en algún mal texto (u Omnidoxia, como muy atinadamente le fue corregido). Por eso somos los ganadores. Los que mejor la vimos. Los que más rápido actuamos.

Finalmente, entendemos que los compañeros confundidos de siempre insistan con que el neoliberalismo no ha terminado, que como en la Cuba pos-revolucionaria, permanezcan aristas del régimen anterior: ningún proceso de transformación aparece concluido en pocas mañanas. Pero digan lo digan y piensen lo que piensen, al nivel que venimos desarrollando no hay perpetuidad, no hay neoliberalismo. Esa discursividad chota, vacía, expropiadora, tendiente a enmarañar y a desarmar ya casi ha dejado de existir. Ya no se puede esconder, bajo ningún principio de tolerancia, el racismo que reaparece como reacción cotidiana al miedo ni detener, bajo ninguna idea de diversidad, las inquietantes manifestaciones de discriminación diseminadas por todo el tejido social. Porque quiérase o no, si se los mira de cerca, es esa su real dinámica social: tal como sospecha Daniel Molina del lenguaje políticamente correcto, esconden la realidad más que “mejorarla”, enmascaran los conflictos.

Alcemos nuestras copas, compañeras y compañeros, entonces, y brindemos porque el Estado ha regresado y ha puesto la casa en orden.
El más puro H.T.