Tres imágenesen torno a una politización posible

(Texto presentado por el Colectivo Situaciones en el 2º seminario de reflexión “Murmullos de la política” organizado por la revista Pampa el 9 y 10 de diciembre de 2010)
 Quisiéramos sintetizar nuestro desconcierto, nuestra no necesariamente ingrata inquietud respecto del presente, a partir de tres imágenes (o momentos) y una pregunta.

I.

La primera imagen está vinculada a la revuelta de 2001; una imagen conformada por las innumerables líneas y colores, cuerpos y afectos que compusieron el ciclo de luchas que, desde mediados de la década del ’90 y hasta 2003 y bajo la forma de un potente e indeterminado Movimiento de movimientos, reorganizó los modos de vínculos posibles entre las vidas (nuestras vidas) y lo político. Movimiento de movimientos cuya paradójica dinámica lo hacía tanto destituyente de las lógicas políticas que lo antecedían como creativo impulsor de renovadas experiencias de politización social, de originales (aunque precarios y frágiles) modos de organización e institución social, de nuevas formas de vida en común. Un movimiento bifronte que al tiempo que evidenciaba el agotamiento de las lógicas políticas dominantes a lo largo del siglo XX, abría un campo de interrogantes en relación al tipo de instituciones, de vínculo y de protagonismo social acorde con las subjetividades contemporáneas.


No queremos extendernos sobre esta imagen dado que, a pesar de su complejidad, estimamos que sabemos más o menos de qué estamos hablando. Sólo quizás, agregar que, en nuestro caso, este momento se relaciona inexorablemente con aquello que llamamos investigación militante, es decir, con el ensayo de nuevos modos de plantear los problemas de la transformación social en estrecho vínculo con las situaciones concretas de lucha y pensamiento que por entonces se esparcieron a lo largo y ancho del país: movimientos de desocupados, de hijos de desaparecidos, de campesinos, experiencias alternativas de educación, de comercialización y consumo, de problematización de las formas de vida urbana, etc. Esto nos exigió, obviamente, la invención de nuevos conceptos e imágenes, la creación de todo un vocabulario que le diera fuerza y consistencia a este desafío. Así, poder destituyente, nuevo protagonismo social y contrapoder fueron algunas de las nociones claves que nos permitieron explorar, en ese momento, hasta qué punto las luchas sociales no precisan de una superestructura política “externa” (que les venga de fuera), sino que en lo social activo se desenvuelven las posibilidades de una nueva politización. Se trataba, en síntesis, de poner en juego una radicalidad política que no tuviera tanto que ver con una posible toma del poder estatal sino más bien con una lógica insurreccional y de contrapoder, una imagen de democracia por abajo fundada en un diálogo colectivo en el que cada movimiento de resistencia planteaba preguntas (sobre la justicia, el trabajo, la memoria, la tierra, la ciudad) y proponía, a quien se sintiera involucrado, elaborar verdades prácticas, teorías e instituciones donde procesar la radicalidad de esas preguntas.

II-

La segunda imagen, previsiblemente, es la que se fue dibujando en estos últimos siete años, desde el súbito advenimiento de Néstor Kirchner a la presidencia de la Nación  hasta su no menos súbita partida; pasando, obviamente, por los modos en que  su figura y sus políticas (y más que su figura y su políticas, las proyección de éstas sobre nuestros amigos y compañeros, sobre nosotros mismos, sobre nuestras preguntas y sobre nuestras certezas) afectaron nuestra percepción de lo político. Una suerte de escisión (individual y colectiva) producida por el fenómeno kirchnerista pasó a adueñarse de la escena política: a la velocidad del instante, el completo arco de partidos, de movimientos, de grupos de todo tipo y color, incluso de familiares y amigos se tensó hasta la fractura, la descomposición o la mutación repentina.

Esta segunda imagen da cuenta, también, de un momento de innovación política, pero esta vez por arriba. Es evidente: sin dicha innovación no había modo de contener las fuerzas destituyentes surgidas en los años precedentes; sin creatividad no había modo de gestionar el estado de excepción abierto con el comienzo del nuevo siglo. En Argentina (pero también en gran parte de Latinoamérica) surgía una nueva gobernabilidad como emergente directo del Movimiento de movimientos; emergencia que no es herencia ni continuación, pero tampoco llana negación. La ola de los llamados gobiernos progresistas en la región dispone a una serie de paradojas y dilemas que abre una temporalidad y una escala nueva para la investigación militante.

Mucho más tiempo e información necesitaríamos para elaborar una mirada “fina” (local y regional) sobre los modos de vínculo (mucho más creativos y singulares que lo imaginado, aunque no por ello poco problemáticos) entre estos nuevos gobiernos “progresistas” de América Latina y los movimientos que combatieron (e, incluso, derrotaron) al neoliberalismo durante los años ’90. Es evidente que tanto las hipótesis de cooptación como las de fusión, legado y continuación se evidencian pobres e imprecisas. Qué tan ingenuo sería sostener que las experiencias de politización de los ’90 encontraron su encarnación en el kirchnerismo como concebir a los gobiernos conformados en 2003 y 2007 como meros continuadores de la políticas neoliberales contra las que aquellos movimientos se constituyeron. Con todo, tengamos para nosotros algunas cuestiones ciertamente complejas que ahora sólo enunciaremos:

-          los dispositivos de gobernabilidad puestos en funcionamiento en estos últimos años apuntaron tanto al reconocimiento (parcial, complejo, variable pero efectivo) de los movimientos que protagonizaron la resistencia al neoliberalismo y a las luchas de los años ‘70 (sobre todo, en las políticas de  Derechos Humanos) como a la reparación de un conjunto de injusticias y problemáticas sociales. Reconocimiento y reparación se constituyeron, entonces, en todo un modo de percepción y vínculo con la sociedad y sus organizaciones, en una respuesta eficaz al rechazo social al neoliberalismo, pero también en toda una interpretación de la política, de sus dinámicas y “actores”.

-          El modo de gestión del kirchnerismo (en línea con esa interpretación de la política, de sus dinámicas y actores) estuvo muy lejos de alentar la politización y la autoorganización social. Pero, tal como dice un amigo rosarino, esto sólo se puede sostener al precio de aceptar al mismo tiempo cómo la emergencia del kirchnerismo puso de manifiesto un conjunto de límites propios de la dinámica de los movimientos; límites latentes y preexistentes, aunque velados por la intensidad de su embestida.

-          En esas condiciones, ensayamos la noción de impasse de los movimientos para dar cuenta de cómo la imaginación política que había caracterizado a la década pasada parecía agotada y de cómo las condiciones (políticas o subjetivas) sobre las que habíamos urdido nuestro pensamiento se volvieron fangosas, promiscuas, difíciles de aprehender. Nos encontramos frente a la experimentación de una crisis de los lenguajes, de las palabras claves, del período previo. En el envés de la trama, era evidente la restitución de un lenguaje político más tradicional y, sobre todo, la constatación de un nuevo poder mediático capaz de modular las percepciones colectivas en el que las palabras brotan desencarnadas sin un proceso de elaboración capaz significar su materialidad concreta en sentidos diferentes al consumo espectacularizado. Las preguntas que nos habían organizado se marginalizan o, sencillamente, se tornan incomprensibles, al tiempo que se restituye la autoridad de palabra a los  especialistas y las disciplinas.

-          En ese escenario, se trata, para nosotros, de desentrañar qué sucede cuando el lenguaje de los movimientos y de las prácticas colectivas autónomas pasa a circular en instancias macropolíticas. Sus efectos no son lineales ni homogéneos: van de lo compensatorio a lo confiscatorio, de lo reparatorio a la neutralización, con una cantidad de matices importantes. Se constata entonces la necesidad de un cambio de lugar de enunciación que tiene como punto de partida, a- asumir un nivel evidente de desorientación, b- politizar cierta tristeza, pero también, c- descubrir qué nuevas posibilidades expresivas se abren en este período pleno en ambivalencias discursivas.

-          La tentación, nunca del todo resuelta, es pensar al proceso surgido desde 2003 como un cierre por arriba de aquello que habíamos abierto por abajo: el kirchnerismo como captura, control y clausura de aquellas dinámicas de politización social. Pero, al mismo tiempo, es evidente que la revuelta de 2001 permanece como condición material de esa dinámica de gobierno; que lejos de cerrarse, opera como piso de toda configuración social y política existente, incluso para las lecturas —por momentos hegemónicas— que sólo podían (o querían) leerlo negativamente, como pura crisis. El estado de excepción no podía ser cerrado, sino, segundo a segundo gestionado, dado que la excepción se volvió regla y condición.

-          Volvamos, un minuto más, a los Movimientos: si, tal como decíamos, hace unos años, las distintas hipótesis propuestas parecían insuficientes para explicar el vínculo entre gobernabilidad y movimientos, hoy podría decirse que, a nivel latinoamericano, los movimientos se volvieron parte indispensable y activa de la gobernabilidad. 

Nuestro desafío, en estas condiciones, es el de repensar la cuestión de la autonomía en un escenario “posneoliberal” (no tanto en el sentido de una superación lineal del neoliberalismo, pero sí en tanto nueva fase caracterizada por el reconocimiento de actores no neoliberales) y “neodesarrollista”. Es decir, gran parte del entramado político-discursivo de los gobiernos progresistas de América Latina –pero, también de las organizaciones sociales y movimientos que los sostienen– se sustenta en la recuperación, en condiciones extremadamente diferentes, de imágenes propias de los ciclos de lucha que los antecedieron y su inserción en un esquema de desarrollo derivado del nuevo lugar de los países del cono sur en el mercado global.

Con todo, la dinámica propiamente política (o macro-política) se presentó durante estos últimos años bajo la forma de una radical polarización, una dicotomización absoluta de los posicionamientos políticos: agudizada al extremo en ocasión de la disputa con “el campo” por las retenciones, la cuestión se armaba a partir de un asfixiante “con nosotros” o “contra nosotros”, o con el gobierno nacional o con la oligarquía. ¿Cómo conjurar esa sensación de asfixia? ¿Cómo no neutralizar, en estas condiciones, la capacidad de problematización autónoma? ¿Cómo no dejarse encandilar por los discursos de la vuelta de la políticavuelta de la militancia, vuelta del estado y relevar la complejidad de esos retornos, en tanto fenómenos contemporáneos al impasse en la producción de innovación práctica y teórica desde abajo?

En ese marco, comenzamos a ensayar una noción de infrapolítica para intentar pensar un conjunto de procesos que esta dinámica polarizadora ignora. Nos preguntamos, ¿cómo dar cuenta de prácticas y resistencias “menores”, usualmente imperceptibles a la mirada cotidiana “normalizada”, y extrañas, en principio, a la lógica de la polarización tal como recién la describimos? ¿De qué modo aprehender esas delgadas líneas que  componen modos de vida en común, líneas capaces problematizar las pasiones que hoy modelan nuestra existencia (el miedo, la soledad, la necesidad de seguridad y los miles de etcéteras que una vida caben); pasiones que se gestionan imperfectamente tanto en lo que llamamos espacio de lo “privado” como en las declinaciones no menos imperfectas de lo “público”? ¿Cómo dar cuenta (con qué imágenes, con qué conceptos) de esos nudos que enlazan lo social, lo político y lo individual y que, en su singularidad, no se dejan traducir al lenguaje de lo obvio? ¿Cómo politizar estos nudos? ¿Cómo definir el espacio (vital, subjetivo, metropolitano) en el que el miedo troca en coexistencia –sin dudas compleja, pero ya no aterrada por los fantasmas de los estereotipos mediáticos– con los demás, con los otros? ¿De que forma enunciar el lento entretejerse de las vidas urbanas allí donde no hay proximidad a priori, allí donde la ciudad no supone la existencia de “vecinos” (de una amabilidad sustentada en el hecho de ser próximos físicamente), sino más bien de cómplices en una guerra civil de modos de vida disfrazada de normalidad, allí donde es necesario inventar modos de vínculo que no pasen por el miedo ni por los estereotipos? ¿Qué lenguaje utilizar cuando el de la militancia política (aquel que, mientras traduce vidas explotadas en representación política, aspira a convencer sobre un proceso de cambio posible, sobre un conductor posible) se evidencia a todas luces insuficiente?

Se vuelve necesaria, así, una perspectiva que posibilite pensar la politicidad actual, una politicidad muy distinta tanto de las imágenes que nuestra memoria nos trae del 2001 como de lo que vemos en los medios masivos de comunicación, una politicidad que acompaña y a la vez resiste por abajo a la política. Así, la infrapolítica acompaña a la política, pero a distancia. Hace política y, al mismo tiempo, desconfía de la política. Y es en esa desconfianza donde radica su heterogeneidad, su forma singular de actuar: sabe combinar una racionalidad pragmática que prevalece (en el sentido que su lógica es de uso, de fuerzas, de tácticas) con una dimensión ética (en el sentido que su punto de partida consiste en declarar que un estado de cosas nos resulta intolerable). La noción de infrapolítica intenta dibujar una línea de salida, de escape, del impasse y, a la vez, dialogar y pugnar con la (macro) política.

Solo por intentar ser más gráficos, mencionemos algunas experiencias de politización que, sin ser indiferentes, no brotan ni se resumen en la polarización, ni en el dispositivo de enunciación propiamente kirchnerista:

-    Experiencias en escuelas donde la idea de gestión social busca producir una  perspectiva compleja redefiniendo el espacio de lo público quitándolo de la exclusividad de la forma de propiedad estatal.

-      Talleres textiles que derivan de una nueva forma de subordinación de la fuerza de trabajo a esquemas de explotación sostenidos en prácticas comunitarias y migrantes. Allí se experimentas formas complejas de resistencia que dicen mucho sobre nuestro ser social actual.

-    Luchas contra los guetos urbanos que nos confinan a circuitos entre “iguales” bloqueando la problemática y ambivalente potencialidad política del vínculo entre heterogéneos.

-     Micropolíticas de las cooperativas que replantean la idea del trabajo emanada de los programas oficiales que, bajo el paradigma del salario y el empleo sustraen las capacidades políticas restableciendo el corte clásico entre lo “social” y lo “político” produciendo una forma de subordinación que calca el modo de explotación de la precariedad.

-   Gatillo fácil cuya estructura se mantiene intacta respecto a las fuerzas represivas que libran una guerra sistemática de baja intensidad contra los pibes de las periferias. Las resistencias al gatillo fácil replantean los modos de vivir en la ciudad, y restituyen el significado político de esas muertes que se producen en los pliegues de los modos de acumulación actual y en la separación entre lo “social” y lo “político”.

-    Luchas novedosas desde lo gremial que buscan replantear las formas de trabajo contemporáneas mientras cuestionan el sistema de representación gremial y de toma de decisiones heredado del sindicalismo tradicional del siglo XX.

-    Lucha contra el neo-extractivismo que cuestionan los modos en los que se sostiene “el modelo” que tanto se busca profundizar. Son luchas que van directamente al hueso de la explotación de los recursos naturales bajo el paradigma del crecimiento económico y la distribución de sus dividendos. Hay allí una crítica radical a las formas económicas y sociales y los modos de vida que de este “neodesarrollismo” se desprenden. 

Lo fundamental de estas experiencias es, quizás, que retoman un valor de autonomía no doctrinario. La autonomía es aquí un rasgo de la lucha: tanto una premisa como, de modo inmanente, un horizonte.  En ese marco, la investigación militante (y la edición militante, también) tiene como desafío compartir estos mismos rasgos.

III-

La tercera imagen aún no llega a calificar como tal. Es, más bien, una serie de impresiones, un desfile —desordenado y frenético— de instantáneas que se imprimen en nuestras retinas: una patota sindical de la CGT —con complicidad de la Policía Bonaerense y de la Federal mata a un compañero, Mariano Ferreyra. Los efectos de esta muerte descolocan (y vuelven bastante torpe y temerario) a un gobierno que había hecho de la no represión política una de sus banderas más reconocidas. Todo esto en un contexto de máximo avance de Hugo Moyano, líder oficialista de la central sindical, de relación oscilante con la Unión Ferroviaria que perpetró el asesinato. Los efectos de esa muerte, podría hipotetizarse, se pliegan sobre otra, la del propio Néstor Kirchner, cuyo cuerpo colapsa ante el previsible esfuerzo que supone procesar la desmesura de estímulos y de energías que circulaban en torno y a través de él. Luego, un cajón centelleante en el centro de la escena, una plaza que estalla, un grupo eventual y diverso, encabezado por la viuda y Presidenta, que recibe aquella fuerza, aquella energía social. ¿Inaugura esta serie desordenada y frenética de instantáneas (a las que se podrían agregar sin duda otras muchas) un nuevo momento político? ¿En qué medida esta sucesión de hechos, que afectan centralmente al kirchnerismo, lo modifican y nos modifican? Y si sería apresurado e ingenuo sostener que esta modificación afecta a los grandes actores de este drama, ¿no es más evidente que cierta mutación de los modos de sentir —y, tal vez, de pensar— de mucha gente, de mucha gente cercana, de muchos amigos; incluso, una suerte de necesidad de “participar”, de “discutir” expresa un ademán que trae al presente cierta memoria imprecisa de las jornadas de 2001? Como dato pintoresco, pero significativo, un mensaje por Twitter, firmado por la “Gloriosa JP” que decía: “vamos organizándonos: si querés empezar a militar mandá un mail a yoquieromilitar@gmail.com” recibió, cuentan fuentes confiables, ¡700 respuestas en sólo un día!; tantas que el improvisado y oportuno convocante –un bloguero k que firma como Conurbano— tuvo que derivar los mails y la organización de esta multitud.

La encrucijada argentina adquiere su específica tonalidad, si la pensamos inscripta en el mapa regional. En aquellos países sudamericanos donde los pilares del sistema de representación fueron seriamente cuestionados (Venezuela, Ecuador y Bolivia, por ejemplo), un mismo tipo de maquinaria política fue implementada por los gobiernos progresistas: redes extremadamente extendidas y difusas donde se tramita la simpatía popular, con centros explícitos y reducidos que concentran la capacidad de decisión e iniciativa.

La eficacia de estos gobiernos tal vez sea el premio a sus intentos por escapar de las viejas estructuras partidarias e institucionales. Al mismo tiempo, la centralización extrema del mando y la incapacidad para construir mecanismos que impulsen la democratización social, los ubica en una posición de perpetua debilidad. No son pocos quienes aseguran que sin Chávez, Correa y Evo Morales, los procesos de cambio en esos países sufrirían daños quizás irreparables.

Entre el ejercicio cotidiano de la gestión gubernamental y los impulsos autónomos de organización popular, es preciso crear instituciones políticas de nuevo tipo. Los intentos se han multiplicado: asambleas constituyentes, políticas sociales cuasi universales, partido único de la revolución, transversalidades y concertaciones electorales, son apenas algunas muestras de una experimentación que se despliega a escala continental. Pero los resultados son escasos y demasiado ambivalentes. No es casualidad que el espacio propiamente público donde se dirimen las hegemonías haya sido ocupado hasta el momento por los medios de comunicación empresariales, quienes disputan palmo a palmo las alternativas del proceso.

La aparición en escena de una gran cantidad de jóvenes que se han sentido interpelados por el lenguaje de la política es en este sentido una gran incógnita. Quienes se apuran para encontrar la manera de encuadrarlos o interpretar sus intenciones, harían mejor en darse cuenta que el destino de una generación no puede ser la mera contemplación de lo actuado. Tal vez estemos asistiendo a la emergencia de aquellas energías e inteligencias que faltaban para forzar una innovación social verdadera.

Con todo, parecen avecinarse tiempos de singular complejidad. Tiempos en los que las lógicas macro y micro se entretejan de modo imprevisible. Tiempos en los que las fuerzas políticas y sociales se reorganicen, no necesariamente de modo sosegado. Tiempos que pueden abrirse a una nueva politicidad.

Y si así fuera, ¿dónde ubicarse ante tal reorganización? ¿Cómo componerse en intimidad con esta politicidad emergente? ¿Qué lenguajes inventar en esta ocasión para, desde ese suelo común y en nuevo escenario, volver a problematizar y discutir las prácticas políticas y los modos de vida?

Quizá sea necesario, en este marco, reelaborar una noción de autonomía capaz de de ser eficaz políticamente. Quizá sea necesario volver a construir —muy artesanalmente— una  interlocución sensible, permeable, a diversos problemas, hoy sepultados bajo una  discursividad tan eficaz como pobre en sus fundamentos. Quizá sea necesario doblegar los esfuerzos por poner en discusión aquello que Luis Tapia llamó, en estas mismas jornadas, el buen vivir. Y quizá haga falta delinear esta imagen de buen vivir como modo de tensionar otras imágenes propuestas (algunas muy fuertes); imágenes que sitúan al consumo como sentido y eje organizador de una vida, imágenes que sitúan a la cultura del trabajo en el centro del escenario, imágenes que sólo pueden pensar la política a partir de un Estado que organice y dirija, imágenes que sólo pueden pensar los recursos naturales como recursos económicos.

Tiempos de singular complejidad, decimos, y de posible apertura.  El desajuste del sólido dispositivo kirchnerista puede ser una oportunidad —siempre en disputa con los sectores más retrógrados el peronismo y de las izquierdas— para nuevas y seguramente conflictivas convergencias. Los rasgos autónomos de la infrapolítica podrían encontrar, en este marco y si prima el criterio mutuo de apertura, un terreno propicio de politización en espacios promovidos, incluso, por el propio kircherismo.

Por todo esto, es posible considerar que la topología de la polarización se ha agotado en su realización. La distinción entre kirchnerismo y no-kirchnerismo se vuelve inoperante. Al conflicto entre kirchnerismo y antikirchnerismo se le sobrepone uno de mayor voltaje político: apertura –que se nutre tanto de cierto kirchnerismo y de cierto no kirchnerismo- frente a cierre (venga de donde venga, incluso de sectores del kirchernismo y del no kirchnerismo). “Dentro” y “fuera” son categorías en reformulación.

El principal espacio que necesitamos abriendo (y se está abriendo) reúne, entonces, a quienes pujamos por recrear –desde una poltización desde abajo- el proceso de constitución social, y al hacerlo encontramos nuevas posiciones posibles. El propio gobierno se encuentra en una situación paradojal en esta nueva configuración de fuerzas. Exterior, cuando se articula con lógicas de poder (de nuevo, caso Ferreyra, y tantos otros), o cuando reduce todo contacto con el desborde a tratamiento meramente gubernamental. Interior cuando invoca, empuja o asume un diálogo abierto con nuevas formas de politización que no controla ni enfrenta. La complejidad del momento es enorme. Porque el gobierno está tramado por diversas lógicas simultáneas. Se trata, quizás de sustituir las “o” (o la verdad del gobierno es o bien es otra) por la “y”, que nos permite comprender la diversidad de escenas que esta situación involucra y genera. No se trata de una “y” inocente, justificadora o desentendida, sino “y” capaz de producir un desplazamiento o de rearticular un nuevo campo de antagonismos (la “o” de las politizaciones). Los procesos de politización desde abajo y los partidarios de la “vuelta de la política” (desde arriba) entran así en un diálogo difícil, y ojalá auspicioso, pleno de dificultades por dar sentido a la “y” que debería reunirlos, y ante una “o” que podría agruparlos sin borrar importantes líneas de tensiones internas. Si los pensamos desde las dinámicas de politización desconocemos esta complejidad, el horizonte será el aislamiento y el sectarismo, así como una pérdida del sentido de la oportunidad. Si los defensores de la “vuelta de la política” (desde posiciones de gobierno) desconocen el esfuerzo serio de interlocución que el momento abre (promoviendo lenguajes y militancias estereotipadas y conduciendo todo el proceso a una simplificación puramente polarizante) colocarán ellos mismos los límites al actual momento (neodesarrollista y estatalista) castrando al actual proceso de movilización de los diferentes que proyectan un deseo y una memoria común.   

En síntesis, a lo largo de estos últimos siete años, en este extenso post-2001 (casi una década marcada por su irrupción), el dispositivo de gobierno kirchnerista ha resultado insuperable en el nivel macro-político y, para muchos, insufrible en el nivel de la micropolítica. Sin embargo, sospechamos que la  masiva plaza que se (auto) convocó a partir de la muerte de Néstor Kirchner puede abrir un escenario que, hasta hace poco, se presentaba obturado, puede ofrecer una oportunidad para redistribuir sensibilidades y modos de pensar. En esas condiciones, una infrapolítica que mantenga siempre una reserva de desconfianza sobre los modos en que se traducen las luchas a un código dominante puede, al mismo tiempo, desplegar un nuevo tipo de protagonismo capaz de aproximar más las dinámicas polarizantes por arriba a los antagonismos que podamos elaborar desde abajo. Sin confundirnos, pero sin falsos reparos.

CS, Buenos Aires, 10 de noviembre de 2010