Acerca de la escritura contemporánea
Por Juan Pablo Hudson
En una
película de la que nunca supe el nombre, aunque supongo que era inglesa, porque
tiene en mi memoria la iluminación de las películas inglesas, que parecen
siempre filmadas en la década del setenta, el plano se acercaba, lentamente, a
un visor de una cámara de fotos apostada sobre un pie; cuando llegaba hasta el
pequeño recuadro de vidrio, éste apuntaba hacia una mancha oscura que tenía
justo enfrente, a unos pocos metros; segundos más tarde, a medida que una mano
iba ajustando, con cuidada y efectiva parsimonia, el zoom y el foco de la
cámara, la imagen se iba tornando cada vez más nítida hasta que pronto se podía
reconocer -aunque todavía de manera muy vaga- el contorno de unos cuerpos
sentados en lo que parecía ser un banco o una tarima; finalmente, luego de los
últimos retoques dados con el zoom y el foco, brotó un plano general con toda
nitidez: aquella mancha oscura se transformó en una familia compuesta por dos
ancianos vestidos de frac, tres chicos con los pelos rubios que le caían sobre
la cara, una pareja de recién casados vestidos con sus trajes de boda, un
matrimonio de unos treinta y cinco años con cara de impostada alegría, y un
sacerdote con una sotana reluciente. Estaban sentados en un banco de plaza
amarillo, enorme y antiguo, junto a un árbol frondoso y una pileta detrás.
La resolución de esta escena, me lleva a pensar en uno de los sentidos posibles que podemos encontrar en la escritura contemporánea; y no hablo de escritores, hablo de la escritura como una práctica que, desde hace años, se convirtió en un ejercicio diario como consecuencia del surgimiento y la masificación de las nuevas tecnologías. No es azarosa, en este sentido, la vinculación inicial que intento hacer con la fotografía. Si algo ha ocurrido con ambos ejercicios –escribir y fotografiar- es que perdieron sus sitiales de privilegio para devenir en una práctica cotidiana realizada cada vez por más personas. Si tuviéramos que rastrear los rasgos de nuestra época a través de imágenes, de ninguna manera haría falta recurrir a fotógrafos profesionales ni mucho menos a los catálogos de museos o galerías. Tan sólo tendríamos que ingresar en alguno de los programas de la web para convertirnos en algo así como arqueólogos espontáneos de un vasto, riquísimo y, claramente, lisérgico reservorio de retratos vivos de una generación; aún incluso cuando –de acuerdo a la hipótesis de Bourdieu- “nada tiene más reglas y convenciones que la práctica fotográfica y las fotografías de aficionados”. Así y todo –quizás justamente por eso- tendríamos ante nosotros un alucinante fresco de la época: formas de vestir, cortes de pelo, arquitectura urbana, interiores de casas y edificios, espacios verdes, vida nocturna, objetos cotidianos, experiencias militantes, familias, movilizaciones políticas, tribus urbanas, razas de perro, lugares de veraneo, comidas, parejas, adolescentes, bebés, viejos, bares, esquinas, por sólo enumerar algunos puntos de una inmensa tipología de imágenes.
La resolución de esta escena, me lleva a pensar en uno de los sentidos posibles que podemos encontrar en la escritura contemporánea; y no hablo de escritores, hablo de la escritura como una práctica que, desde hace años, se convirtió en un ejercicio diario como consecuencia del surgimiento y la masificación de las nuevas tecnologías. No es azarosa, en este sentido, la vinculación inicial que intento hacer con la fotografía. Si algo ha ocurrido con ambos ejercicios –escribir y fotografiar- es que perdieron sus sitiales de privilegio para devenir en una práctica cotidiana realizada cada vez por más personas. Si tuviéramos que rastrear los rasgos de nuestra época a través de imágenes, de ninguna manera haría falta recurrir a fotógrafos profesionales ni mucho menos a los catálogos de museos o galerías. Tan sólo tendríamos que ingresar en alguno de los programas de la web para convertirnos en algo así como arqueólogos espontáneos de un vasto, riquísimo y, claramente, lisérgico reservorio de retratos vivos de una generación; aún incluso cuando –de acuerdo a la hipótesis de Bourdieu- “nada tiene más reglas y convenciones que la práctica fotográfica y las fotografías de aficionados”. Así y todo –quizás justamente por eso- tendríamos ante nosotros un alucinante fresco de la época: formas de vestir, cortes de pelo, arquitectura urbana, interiores de casas y edificios, espacios verdes, vida nocturna, objetos cotidianos, experiencias militantes, familias, movilizaciones políticas, tribus urbanas, razas de perro, lugares de veraneo, comidas, parejas, adolescentes, bebés, viejos, bares, esquinas, por sólo enumerar algunos puntos de una inmensa tipología de imágenes.
Pero
volvamos a la escritura. Hablemos de los pequeños y continuos textos en el
facebook, del laconismo extremo, obsesivo, del tuiter, lo relatos en los blogs.
La publicación de textos ha dejado de ser una propiedad exclusiva de aquellos
que sueñan -o forjan- una carrera en el mercado editorial. Entre el vendaval
2.0 me interesan las crónicas de la vida cotidiana en primera persona: esas
frases mínimas tan recurrentes como “Tomando mate con amigas en casa: felicidad
total”, “Me levanté re loca, mañana rindo sociología”, lo mismo que las
crónicas de un fin de semana, de las vacaciones, poesías auto referenciales,
pensamientos eruditos, citas de teóricos, hipótesis, relatos compungidos,
bizarros, románticos, y toda una serie de escritos dispersos, mayormente acotados,
que arman un cadáver exquisito tan caótico como innegable de la época.
Pienso
en ese sentido en el diario que escribía mi hermana en un cuaderno de Sarah Kay
y que cerraba con un pequeño -pero infalible- candadito que nunca pudieron
doblegar mis manos mientras ella estaba en su clase de gimnasia jazz, también
en los diarios de Pavese, de Gombrowicz, de Ana Frank, de Kafka, de Pizarnik,
de Virgina Woolf, de Cheever, y entiendo al diario íntimo como un dispositivo
de enunciación lo suficientemente abierto, sin mayores exigencias formales más
que el respeto del calendario (al decir de Blanchot), discontinuo, en el que
sus autores narran situaciones, sensaciones y pensamientos surgidos en
determinados períodos de la vida. Paula Sibilia (2009) afirma en su libro “La
intimidad como espectáculo” que a través de la escritura de diarios íntimos,
también de cartas, “el sujeto moderno podía bucear en su oscura vida interior,
podía embarcarse en fascinantes viajes auto exploratorios”. Las personas
escribían “para afirmar su yo, para auto conocerse y cultivarse, imbuidos (…)
por el espíritu romántico de sumergirse en los misterios más insondables de sus
almas”.
El
diario íntimo, sin embargo, no es el antecedente prehistórico del blog o,
incluso, del propio facebook. En principio porque el primero, a diferencia de
los otros, no requiere más que de lectores imaginarios, o, para el caso de los
que los publican post-mortem, no requiere más que de lectores póstumos; la
soledad de la escritura (ese cuarto propio del que hablaba Virginia Woolf) y el
ocultamiento pudoroso de lo escrito –ese candadito de mi hermana así lo
atestigua- eran su marca constitutiva. Por el contrario, la serie de pequeños
textos que pululan en blogs, facebook, tuiter, sólo adquieren sentido a partir
de la búsqueda, el encuentro y el intercambio con interlocutores inmediatos. De
hecho se escriben directamente pensando en que van a ser leídos y mayormente
comentados al instante.
Ahora
bien, si hiciéramos el ejercicio de compilar, a la manera de pacientes
biógrafos, las diferentes publicaciones que alguien realizó a lo largo de los
años en la web tendríamos ante nosotros historias de vida construidas en el
marco de una red de contactos. Estoy convencido, en este sentido, que los
personajes de los diferentes cuentos que integran “Los Hijos de Seymour” (tal
como su autor, Martín Kaissa) serían activos publicadores 2.0. Me imagino, por
ejemplo, al protagonista de “Eso que sangra” escribiendo en el facebook: “Bajón
total anoche después del recital: calle Sarmiento llena de sangre y después un
pibe en la peatonal con las venas cortadas”; o el blog cínico, bardero, drogón,
del protagonista de Dolores, quien escribe veinte años después del episodio de
la merca: “Con Dolores conocí la pala, ayer palmó de un ataque, juro que nunca
lo vi tan duro al hijo de puta, jaja”.
En
efecto, si armáramos historias de vida a partir de este tipo de publicaciones
se tornaría indispensable -a diferencia del extinto diario íntimo- incluir los
comentarios y las respuestas de los contactos. No hay posibilidades de separar
la escritura 2.0 de esos mínimos intercambios. Los textos en estos territorios
devienen públicos no sólo porque están a la vista de todos sino porque de esa
escritura participa, habitualmente, más de una persona.
Alan
Pauls en su ensayo sobre el diario íntimo, afirma que quienes lo escriben no lo
hacen “para saber quiénes son; lo escriben para saber en qué están
transformándose”. ¿Hoy en día para qué narramos y publicamos una tarde con
amigos en el Parque España, o los pormenores de unas vacaciones en Villa
General Belgrano? ¿Por qué se torna necesario convertir a las vivencias diarias
en relato escrito, pero sobre todo: por qué la necesidad de compartirlas con
otros al instante? ¿Mero exhibicionismo? ¿Ambición de visibilidad total? ¿Fin
de la intimidad ante la desaparición de la frontera entre lo público y lo
privado? Un amigo me aporta por mail una idea: más que pensar a la intimidad
actual en términos de la
Anterior pero ahora expuesta a través de las nuevas tecnologías,
habría que ver qué es lo más oculto, lo que se guarda, lo que se protege, o se
esconde en la actualidad. Tampoco me parece exacto pensar a estas vías de
expresión como nuevos dispositivos confesionales (poder eclesiástico y médico
en el XVIII, médico y pedagógico en el XIX y ahora nuevas tecnologías en el
XXI). La confesión remite a la expresión de algo oculto, a una intimidad que se
revela ante la incitación o la imposición de un dispositivo de poder. La
escritura contemporánea –sin desconsiderar el exhibicionismo como marca actual-
implicaría menos la confesión de algo íntimo a un público (si ciertos facetas
antes resguardadas salen a la luz masivamente es porque perdieron, socialmente,
la categoría de íntimas) sino un modo de elaboración posible –en algunas
versiones de manera desesperada- de lo que nos ocurre en la vida cotidiana.
Walter
Benjamín da cuenta de una diferencia entre el mundo premoderno y el
advenimiento del mundo burgués: en el mundo premoderno “se sabía exactamente el
significado de la experiencia”. Allí tenemos una clave de ingreso: el hecho de
no saber a priori qué ni cómo se construye una experiencia. Escribir quizás
posibilite hoy abordar esa pregunta, pero no desde una posición
teórico-académica, sino como un problema concreto de nuestras existencias
urbanas. La escritura autobiográfica desde siempre no solo testimonia sino que
también organiza e incluso concede realidad a la propia existencia (Sibilia,
2009). Esta herramienta prolifera en la actualidad no sólo porque existen mayores
canales de expresión sino porque las cosas, lo que nos pasa, no traen
incorporadas un sentido intrínseco sino que requieren de una operación
subjetiva que permita elaborarlos en cada situación. El sujeto moderno buscó
esos sentidos con avidez en la lectura solitaria de las grandes novelas
(SIbilia, 2009). Justamente, la pobreza narrativa que se le endilga –desde una
moralina académica- a los escritos circulantes hablan menos del renombrado
empobrecimiento del vocabulario y las formas, que de personas que no tienen
ninguna pretensión estética sino la necesidad de construir y encontrar, a
través de la escritura, sentidos posibles a las situaciones diarias: pareja,
amigos, trabajo, tiempo libre, futuro, etc. Sin una operación activa, cohesiva,
en diálogo con otros, dispuesta a darle consistencia, las escenas cotidianas
corren el serio riesgo de ir sucediéndose sin más, o derribándose y obviándose
unas a otras, en el marco de nuestras vertiginosas formas de vida. El acto de
escribir más que un viaje exploratorio hacia nuestras oscuridades, más que un
ejercicio de autoconocimiento o una herramienta única que permite atraer lo más
interior de lo interior que es la intimidad, deviene en un ejercicio que
intenta -en una especie de edición online- procesar y moldear las múltiples
vivencias que nos llegan en crudo, torpemente, velozmente. En la medida en que
lo escribo y comparto con otros voy reconociéndome en eso que me está pasando o
acaba de ocurrirme. En este punto, ligarse con otros, encontrarse a través de un
comentario, una respuesta, o ese nimio pulgar arriba a modo de me gusta en el
facebook, no son un efecto residual de la escritura sino su parte constitutiva.
Lo importante es sentir que alguien puede estar de alguna manera cerca. Hay una
naturaleza relacional en la escritura 2.0 que configura de alguna manera
comunidades frágiles, discontinuas, aleatorias, pero no por eso menos
disponibles y presentes.
Imagino,
para terminar, un posible blog que abre el periodista que protagoniza “Eduardo
y el mundo” una vez que reconquistó, muchos años después, a Ana, su ex pareja.
Me lo imagino publicando lo siguiente una madrugada de insomnio mientras ella
durme a su lado:
Yo no escribo para reflejar lo que me está pasando ni mucho menos para
metaforizar alguna vivencia. No. Así no funciona la escritura para mí, por lo
menos en este último año cuando la escritura se tornó una actividad más o menos
sistemática en mi vida. Desde que convivo con Ana la escritura se tornó más
fluida y por momentos indispensable. A veces dudo si hubiéramos mantenido esta
relación sin la escritura. Recuerdo aquellas noches en las que esperaba que
ella se durmiera para levantarme, en silencio, y sentarme frente a la
computadora. Recuerdo, porque no fue hace tanto, que necesitaba escribir un tiempo
suficiente hasta sentir que el cuerpo comenzaba a alivianarse y la cabeza a
esclarecerse. Todos requisitos para conciliar el sueño en esas primeras noches,
noches demasiado largas en las que todavía mi cuerpo no se terminaba de
acostumbrar a compartir este colchón de dos metros por dos metros. Para mí la
escritura no refleja nada ni tampoco es catarsis ni es posible analizarla en
términos estéticos. Rechazo la idea de una escritura como resumen o imagen de
la experiencia. Escribí y escribo sobre Ana sin ningún intento de reflejarnos.
Escribo, necesito dejarlo en claro, para terminar de encontrarla, para empezar
a encontrarme junto a ella. La escritura me permite terminar de sentir las
experiencias vividas, porque si no las escribo es como que no las vivo, sólo
las recuerdo o las observo. La escritura funciona como la plomada en el armado
de una línea para la pesca. La necesito para lograr profundidad y estabilidad,
para que ese anzuelo, cubierto de carnada, traspase la superficie del agua y
caiga hasta prácticamente el fondo. Sin la escritura las vivencias, el
acontecer diario, eso que me va pasando, queda suspendido sobre la superficie,
pero no se introduce en mi cuerpo. Allí encuentro su sentido último: que torne
nítido aquello que es difuso; que torne más real y propia una vivencia que
parecía ajena, distante, como si la hubiera vivido otro. Ponerme a escribir
inyecta, con sus agujas, las vivencias en la carne humana. Ya no es la
experiencia necesariamente la musa o el garante de la escritura, sino que la
escritura se inscribe como una garante posible de las experiencias. Una
herramienta indispensable, quizás como el agua, la comida, el café de la
mañana, para transformar en carne y sangre la fotografías cotidianas, eso que
viví y vivo, esas vivencias que siento que no me terminan de dejar marcas en
tanto no las registre como lo estoy haciendo ahora mientras me llega desde la
habitación la respiración entrecortada de Ana, sus murmullos tenues,
misteriosos, como cada vez que duerme profundo.