La degradación de la política
Por Alejandro Horowicz
Europa tuvo desde la II Guerra Mundial un nivel de crecimiento económico considerable, que permitió a sus ciudadanos gozar de un razonable nivel de consumo y bienestar. Es la primera vez en más de medio siglo que ese piso está siendo puesto en cuestión.
La degradación de la política europea ha abandonado
el terreno de las hipótesis, para ingresar al de las “patéticas miserabilidades
cotidianas”. No sólo la policía tiene que impedir que miles de manifestantes
italianos irrumpan en una universidad privada, Bocconi, estrechamente ligada al
premier Mario Monti; además decenas de inmigrantes extranjeros fueron obligados
a bajar del transporte público griego por simpatizantes de Laos, grupo xenófobo
de la ultraderecha, para recibir una dura advertencia acompañada de garrotazos.
Las cosas recién se están poniendo en marcha, dado que Laos integra el nuevo
gabinete de unidad nacional. Es decir, tecnócratas dispuestos a avanzar en
dirección del ajuste sin mayores consideraciones, en un país donde dos de cada
tres se oponen y están dispuestos a resistir en las calles.
En España el mismo debate se libra aun en terreno electoral.
La esperada victoria del Partido Popular sobre los socialistas servirá de marco
para un nuevo avance de la derecha. En un país donde 5 millones de parados
insumen 40 mil millones de euros del presupuesto nacional (un promedio de 670
por cabeza) durante 24 meses, se corre el serio riesgo de poner fin a este
subsidio. Es que Mariano Rajoy sostuvo: “Sólo podemos tener el modelo de
bienestar que nos permiten nuestros ingresos.” El líder de los populares se
abstuvo de hacer mayores precisiones sobre su “programa de austeridad”, pero si
algo delata a los conservadores de toda laya es su voluntad de equilibrar las
cuentas públicas con el modelo de los contadores. Vale decir, reduciendo “el
gasto” y punto.
Una cosa es el seguro de desempleo cuando los afectados
son unas decenas de miles y otra cosa es el 21% de la población activa de la
península, mientras la destrucción del empleo prosigue su marcha. Alfredo Pérez
Rubalcaba, líder de los socialistas españoles, se ofrecía como único garante
del “Estado de Bienestar”. Si bien es cierto que su partido redujo el salario
de los funcionarios públicos y elevó la edad jubilatoria, no lo es menos que
recorta a menor velocidad que la exigida por Angela Merkel, pero recorta.
Entonces, el electorado español que ha soportado el desarrollo de la crisis
bajo el gobierno de Rodríguez Zapatero, y que ha comprobado la ineficacia de su
gradualismo socialista, comprobará que el recorte sin anestesia de los
populares sólo golpeará aun más brutalmente sin remediar nada.
En verdad el futuro gobierno español, tanto como el
actual, está atado de pies y manos. Una política contracíclica –donde el Estado
asuma el papel de principal estímulo de la actividad económica– requiere
reducir el impacto de la deuda pública sobre la actividad productiva. Y esa no
es ni puede ser una determinación “nacional”. Es que supone evaluar cuánto
vale, en términos de mercado, un euro de deuda. Esta es la madre de todas las
cuentas, ya que sin ella se trabaja sobre una hipótesis imposible: la deuda es
cobrable tal cual es. Mientras esta consigna opera, mientras se trata de
ejecutar políticas que permitan ese cobro, el desguace del Estado de Bienestar
no puede interrumpirse, porque es preciso achicar el gasto para pagar.
En cambio, un sinceramiento de las cuentas públicas
pone límite a la destrucción, y habilita una política de reactivación
económica. Así como se acepta, mal y tarde, que una quita del 50% de los
títulos griegos resulta imprescindible, en el momento en que se trata de
papeles en default, si se redujeran todas las deudas en un 25% y fuera
garantizado su pago con un titulo de la Unión Europea al 2%,
recuperarían la iniciativa política. Es que la necesidad de aplacar a los
mercados termina transformándose en dictadura de mercado, y esa dictadura
avanza sobre el sistema político en su conjunto degradándolo.
Retomemos el hilo. Entender que la existencia de
deudas “nacionales” atenta contra la sobrevivencia de una moneda común y por
eso la propuesta de Merkel (los países que deseen abandonar la zona del euro
pueden hacerlo) facilita la desintegración de la Unión Europea, y por
tanto, el futuro del euro (incluso para los países que no lo abandonen) se
vuelve incierto. No se trata de organizar la ruta de escape, sino de garantizar
la estrategia para la continuidad. La defensa de Europa supone, requiere,
impone utilizar la crisis como trampolín para un nivel de integración superior
(moneda común y sistema fiscal unificado) o caerse del mapa político.
En lugar de utilizar el Banco Central Europeo (BCE) para
defender la cotización de los títulos públicos, como instrumento de la
dictadura financiera (en caso de no defenderlos la tasa de interés crece y
cuando supera el 7% el gobierno es destituido, como en Grecia o Italia, y
sustituido por tecnócratas dóciles), utilizar su formidable poderío para
remplazar las deudas nacionales por una deuda europea única. Para seguir juntos
no tienen demasiada opción, para desintegrarse vale casi todo.
UN NUEVO
MODELO POLÍTICO. En rigor de verdad
la continuidad del matrimonio entre democracia y capitalismo de la Unión Europea está
en su peor momento. Si se quiere esa es la discusión de fondo. Y en los hechos
se formula así: un poder concentrado –los bancos– impone su necesidad como la
única que debe ser atendida. Si los bancos deben cobrar, si la lógica sistémica
depende de su existencia, la voluntad mayoritaria se vuelve una ficción
imposible de sostener.
La democracia burguesa reposa sobre una premisa
elemental: el interés mayoritario –o al menos alguna de sus versiones– puede
ser atendido en un cierto grado. Para cada época y circunstancia el “grado” se
modifica; en tiempos del presidente Lincoln ese “grado” es menor que en los
Estados Unidos del presidente Kennedy, pero en ambos existe un nivel de
intolerabilidad y rozarlo siempre resulta delicado.
Europa tuvo desde la II Guerra Mundial un
nivel de crecimiento económico considerable, que permitió a sus ciudadanos
gozar de un razonable nivel de consumo y bienestar. Es la primera vez en más de
medio siglo que ese piso está siendo puesto en cuestión. Y ese debate no suele
resolverse amigablemente. La idea de reconstruir las terribles condiciones
existenciales de los finales de la
República de Weimar no parece atinada. Allí se empolló el
huevo de la serpiente, y el costo terminó siendo la II Guerra Mundial: 80
millones de muertos y un rango de destrucción intolerable.
Ningún conflicto armado amenaza Europa, sólo se trata
de una crisis financiera y su adecuada solución política. Las salidas
democráticas impiden someterse al interés irrestricto de los bancos, y las no
democráticas plantean un rango de involución inadmisible para la compacta
mayoría. ¿La solución democrática está avanzando? Ni en Grecia ni en Italia
–más allá de las formas– la mayoría decide. El sistema de partidos –una versión
de la representación– acepta las imposiciones de la mesa chica de la Unión Europea, el
Grupo de Frankfurt, y si esa ruta tendiera a expandirse, si la necesidad
mayoritaria fuera brutalmente desconsiderada, la explosión sería inevitable. Los
observadores opinan, y comparto esa idea, que Grecia está estallando si en
España, más allá de los resultados electorales, sucediera lo mismo, el problema
cambiaría de rango. Esa posibilidad sólo puede preocuparnos, no sólo no se
avista ninguna fuerza capaz de orientar una solución superadora, sino que un
fuerte tufillo a descomposición se registra en Atenas y no sólo ahí.