Roger Money x 3
Poniendo mi granito de caca
(el caso Rogelio Aguas)
Es obvio
Como
dice nuestro amigo Pez, hoy es prácticamente imposible estar en contra del
discurso ecológico, del ambientalismo… La ecología se ha transformado en la
moral de la época (doble como toda moral, claro). Si hablamos de los megashows
el problema es otro, pero la fuerza de la obviedad es la misma: hoy son
irrefutables la maravilla, el genio, las virtudes de Roger Waters y su
espectáculo. Los nueve River, record absoluto y por lejos de convocatoria en la
historia nacional, constituyen una imagen de consenso llamativamente a tono con
el 54 por ciento del país de la Buena Gente.
Ante
tanto consenso, si no vamos a ir a verlo es mejor pasar desapercibidos, y,
llegado el caso de ser descubiertos, decir que no tenemos guita o alguna otra
imposibilidad ficticia (porque ¿no tenés guita? Dale, rata, si te va bien...).
La sola idea de que no querramos ir a verlo, de que ni siquiera si nos
regalaran la entrada iríamos a verlo, es impronunciable. Hablar mal de Roger
Waters y su espectáculo va tan a contrapelo de la obviedad circulante que da
miedo. Waters es el bien, la calidad y el mundo. ¿Cómo decir algo que no sean
elogios a Roger Waters y su espectáculo sin sentirse un resentido o un
excluido, un paria, alguien que reniega de lo común? Another brick in the wall…
Es
cierto, no ir a ver a Roger Waters da cierta sensación de quedar afuera.
¿Afuera de qué? Del amigable y cálido público argentino. De ese ser nacional
que identificamos con el mejor público de rock, el más afectuoso… Los
argentinos somos… especiales, somos únicos los argentinos, todo el mundo lo
reconoce, no hay otro público igual, el calor, el aguante, la pasión, la
capacidad de gozar, y ahí vamos entonces, cobijados en la identidad nacional, ese
universal inclusivo, el que queda fuera es porque lo elige y si elige quedar
fuera es enemigo. ¿No querés divertirte, pasarla bien como todos? Hay que
pagar, por supuesto, pero lo vale, ¡y que lindo pagar por algo que lo vale,
buena guita!
Un espectáculo impactante
Una
palabra parece ser bastante exacta cuando se trata de describir el espectáculo
de Roger Waters: impactante. Es impactante. Impactantes son los accidentes, las
peleas, las imágenes. Que impacta. Impactar es chocar contra una superficie. Es
también impresionar, conmover. Impactado, atónito, paralizado por el
espectáculo, tomado por las sensaciones que de pronto retornan del pasado
vivido. Tomado, paralizado; sujeto bien sujeto a las emisiones externas que
recibe.
Hace
un tiempo, un amigo decía algo simple y hermoso. “Las bandas que me gustan son
esas que, cuando las escucho, me permiten imaginar un mundo. Cuando escuchaba a
los Ramones de chico, por ejemplo, me imaginaba el mundo de la calle. Y no era
por el contenido de las letras (el mensaje), sino porque la música expresaba de
algún modo ese mundo o permitía que lo imaginara. Esa es la diferencia entre la
música genuina y la comercial.” Imaginamos un mundo. Imaginamos. Imaginar es un
trabajo. Cuando pienso en alguien imaginando, lo veo en movimiento, lo veo
tomando algo para sí.
Imaginar
es una actividad. Estar impactado o ser impactado es un efecto (pasividad). Dos
operaciones bien distintas, o mejor, una operación y una disposición.
Las
imágenes, la tecnología, la técnica, impactan. Sin dudas, el espectáculo de
Roger Waters es de un despliegue técnico tal que resulta fascinante. Tan
cargado, tan lleno, tan perfecto, tan completo, ¿qué más podríamos imaginar?
Nos derrota por completo.
“Yo estuve ahí”
Qué
compramos con la entrada de Roger Waters. ¿Compramos una imagen de nosotros
mismos?, ¿un tema de conversación con miles?, ¿la sensación de pertenecer a una
movida? Compramos un “Yo estuve ahí”; yo no me quede afuera. ¡Una experiencia!
El
“yo estuve ahí” describe al público y a Roger Waters, a Roger Waters como
réplica de sí mismo. Las réplicas son imágenes que se proyectan al pasado,
nunca al futuro. Un pasado donde todo estaba tan, pero tan claro… Los malos,
completa y únicamente malos, y la gran masa de nosotros, corderitos de bondad.
Hoy podemos recordarlo en una fiesta.
Una ideología de escenografía
Lo
impactante es por un lado el sonido, que ya no se remite a proyectar lo que
pasa en el escenario hacia adelante, sino que toma al estadio como diagrama
potencial de espacio sonoro, superficie envuelta, encerrada en el audio que
atraviesa los cuerpos: todo sonido es vibración. Y, por otro, lo impactante es
la pantalla: el muro, the wall, que es más ancho que la popular de river, es
todo él la pantalla donde se proyectan imágenes. Se reproduce lo que pasa en el
escenario (aunque he oído que pasan imágenes de otros shows!), cosa que
agradecemos porque la verdad es que desde la tribuna no se ven más que
manchitas apenas móviles, que asumimos son Rogelio Aguas y sus músicos. Lo
cierto es que podría ser cualquier otro, él podría no estar, y no se notaria la
diferencia; el fervor no es por verlo, es por saber que está ahí. Que ese
pedazo consagrado de mundo vino a nuestro encuentro. Y ahí estamos, acá, en el
mundo. En la historia. Él, Roger, Rogelio, es nada, es todo.
Victima de libertad
La
gigantesca pantalla emite (en realidad recibe y reflecta), aparte de la
ampliación de lo que pasa en el escenario, muchas imágenes y animaciones
pregrabadas, algunas de la iconografía original de The Wall y otras añadidas
con el tiempo, ampliando lo que forma parte de la iconografía de la obra. Esta
parte es notable: un nutrido circuito de fotos de víctimas es el fondo
escenográfico, el hilo narrativo moral del show, articulado en torno a un
pacifismo que alerta sobre los flagelos de la guerra; así, con total amplitud,
“la guerra” y “las víctimas”. Republicanos fusilados por el franquismo,
partisanos ejecutados por los fascistas, pero también niños iraquíes
desnutridos (su penuria ya tiene una relación menos directa con los opresores,
que igual quedan claros), familias paquistaníes destruidas por ataques de
aviones no tripulados, desaparecidos argentinos en la última dictadura, muertos
yankis en el atentado a las torres gemelas: víctimas y víctimas del mundo, apilándose
luminosas sobre el muro de Aguas. De la guerra un show. Cuando dedica el
recital, la fiesta músico-tecnológica, a los “desa-parecidos”, la coincidencia
con la prosperidad del consumo bienpensante kirchnerista alcanza su paroxismo.
¡Nueve rivers!
Este
licuado moral tiene un momento chispeante cuando el muro proyecta animaciones
de aviones que, en la noche, arrojan cataratas de símbolos sobre territorios
inciertos: un avion tira miles de cruces cristianas, otro miles de hoces y
martillos, otro estrellas de David, la lunita con estrella árabe, la esvástica,
y los silbidos aparecen cuando esa línea de homologación presenta una vertiente
de… ¡conchas de Shell y estrellas de Mercedes Benz! Los otros símbolos son la
formación histórica del poder moral victimista, estos, de empresas, encarnan a
los que rompen en mundo actual (aunque elije empresas holandesa y alemana, no
britanica…). La condena es unánime en el millonario show. Todos contentos. Más
que nada Waters, claro, que, con una envidiable capacidad de no aburrirse, toca
de punta a punta la gran obra que compuso hace treinta y cuatro años (solo mete
una diferencia cuando agrega a un tema un final tipo bossa’n floyd bastante triste), y representa al arquetipo del
déspota, vestido de cuero negro con las marchas militares detrás, esos
martillos de andar marcial, y, delante, una fervorosa multitud que lo vitorea,
lo sigue, le sigue el juego, en un momento se da el gusto de agarrar una
ametralladora de mentira pero que tira salvas resplandecientes, y suena, como
en el disco, atronando la atmósfera del Monumental, ametrallando al público, el
juego de Waters con un control de la situación, una capacidad de creación
técnica del escenario afectivo calculado, un dominio de la atención masiva y
una cerrazón de filas con tan efectiva diferenciación entre los que forman
parte y los que no, que serían la envidia de cualquier déspota del siglo pasado
que viene a parodiar.
Imágenes
que no insisten
Las
fotitos del megalómano chow escupen cuanta corrección política se nos venga a
la cococha: “we are against the war”. Los muertitos no inquietan, no joden, son
de lo más tolerables, nada muta (todo sigue igual diría el Pity), las imágenes
reiteran lo sabido: la gente se muere en tempos de guerra. Y la guerra es sutil
en su modo de operar, de exterminar: nos pisa los talones, nos respira en la
nuca. Andamos tan saturados que nos aguantamos la belicosidad cotidiana: hay
una guerra de modos de vida.
Una
imagen de la muerte que no hable de la vida (como tanta basura porno feisbuquiana)
no tiene ningún efecto-fuerza. Muertes sin imágenes de vida, caras con vidas
borradas; no importan. Nos queda a nosotros -en otro tono, con menos guita y
cero seguidores- mostrar que hay vida antes de la muerte. Nos queda insistir en
algo que nos afirme más allá de la conciencia. I wish you were here.