Fuego, Fuego
(Adjudicación
de la quema de autos en la Buenos Aires de 2012)
La acumulación de autos es
un síntoma de nuestra pobreza.
La
fiebre automotriz desprecia la vida, en los veinte cuerpos que hace cadáver
cada día -y los que tullida- pero también la vida posible para todos, la
indeterminación del arco de las ansias, el repertorio común del querer.
Convertimos
en humo lo que hay que desear.
Algunas alegrías simplemente están mal. Un bicho humano ocupa un auto y, si no
resiste a la poderosa inercia subjetiva contenida en la maquina, sus semejantes
pasan a ser estorbos materiales para la realización de su máximo beneficio
(estar yo-ya-allá).
Es
hasta obvio, es lo que hay que hacer: la belleza del fuego nos une por sobre el
respeto al confort, nos ilumina y nos calienta. ¿Qué más, en esta vida, que luz
y calor? Pero hay luces que solo iluminan a quienes moran la noche. Qué más,
quemás… Nada como los autos, brillantes, privatistas, vulgarmente lujosos,
merece tanto sacrificarse en llamas.
No sabemos por dónde puede
caer el orden social; todo está fomentado, en este productivismo general. Es
precisa una refundación de la desobediencia. Desobediencia ignorante pero
sensible; tanteo y entrenamiento. Empieza por lo obvio. No sólo sustracción de
lo obvio, sino atentado público, visible: la quema de autos es una ofrenda al
barrio.
La subjetividad automotriz
es el obvio de nuestro tiempo, una obviedad que logra pasar por alto la
evidencia. Si el auto es herramienta, es herramienta de un deseo; fetichizado,
es el objeto mismo del deseo. Cuatro ruedas para no viajar, para consolidar. El
vehículo sustituye al paisaje, e inunda con saber el querer. Se quiere la
capsula que sea vista, más que miradora. (“Puro auto sin móvil”). Hasta la
palabra “viaje” es usada para nombrar traslados que igualan cualquier cosa
-ciudad, campo, montaña- como superficie donde habitar el auto. La afección es
una sola. Sobre la muerte consumada del viaje, también se matan los destinos.
Por eso aparece la obsesión
con la muerte: el auto no asiste a una perspectiva de vida, sino que encapsula
la imagen de la vida en ese microclima cerrado, una nave casi alienígena en la
que se atraviesa la ciudad sin estar en ella.
Los auteros tienen un poder
material real. Alienados propietarios, absorben para su auto-representación el
poder de la máquina y pueblan la calle con su potencia armada hecha arrogación
de derecho –derecho por fuerza de matar.
Los autos más queridos están
armando la sobrevida privada en la catástrofe; una salvación vía blindaje,
atropello y abandono.
Preferimos que haya una
violencia nuestra. Agitamos el hastío, nos damos lugar en el acto.
No queremos lo que hay pero
el suicidio no nos seduce.
Nos inspiramos en los locos
que animan la desproporción.
Mordiendo la comodidad como
perros rabiosos.
Seguimos
quemando autos.
Seguimos
organizando la rabia.