Vengo a hablar de la raza

por Verónica Gago



Hija de una feminista intensamente racista, la doctora en antropología Rita Segato cree que la raza “es el punto ciego del discurso latinoamericano sobre la otredad”. Investigadora del feminicidio en Ciudad Juárez, se exilió en Venezuela, vivió en Nicaragua, Brasil , Irlanda del Norte, la Patagonia y Tilcara, donde se enamoró. La religión y el territorio, los límites de las fronteras nacionales y los discursos sobre la alteridad son parte del mundo de Segato, coautora del primer proyecto de ley de cupos para estudiantes negros e indígenas en las universidades brasileñas.



Rita Segato tocaba Beethoven y Mozart en el living de una familia indiscretamente antiperonista y orgullosa de su formación eurocéntrica. Entre sus compañeros de primaria abundaban hijos de militares y de figuras de la aristocracia conservadora. “Mi espíritu desobediente no soportaba esa atmósfera”, confiesa hoy la consagrada antropóloga y profesora en la Universidad de Brasilia e investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de ese país (CNPq), reconocida por sus estudios de violencia patriarcal, feminicidio y prácticas racistas. De niña atesoraba una intuición: la insurgencia. Creció con una educación de élite en el colegio Lenguas Vivas y el Conservatorio Nacional de Música. Por fin consiguió que la cambiaran al Colegio Nacional Buenos Aires. Cuando tenía 14 años, un viaje iniciático al norte con algunos compañeros de escuela le abrió la cabeza a otros mundos. “Me sentí como una Kusch infantil”, dice homenajeando al filósofo indigenista. En los colores de aquellos cerros, dice, vio el paisaje de la historia. Se alejó para siempre del living familiar y se acercó a la “América profunda”. Porque fue en esa tierra, más precisamente en Tilcara, donde descubrió su auténtica pasión por la música, distanciada del clasicismo y del clasismo de su formación. Segato se enamoró perdidamente de un músico folklorista jujeño, de padre y madre bolivianos, y fue entonces que también la música se convirtió en un espacio de amorosa insurgencia: “Me enamoré de eso que Buenos Aires no me dejaba ver”. La tensión familiar fue en ascenso y el racismo se convirtió en un drama personal.



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Segato dice que la raza es “el punto ciego del discurso latinoamericano sobre la otredad”. La raza como escena histórica de los cuerpos y como clave de su lectura geopolítica es políticamente decisiva (así lo señala por ejemplo en su artículo “Los cauces profundos de la raza latinoamericana”). Segato vuelve a poner en escena una palabra que desde la corrección política se evita. Bajo esta preocupación escribió sobre el “color” de la cárcel en Brasil y fue coautora de la primera propuesta de reserva de cupos (cuotas) para estudiantes negros e indígenas en la educación superior pública brasilera, implantada en 2004. No le interesa la pura categoría ni la política de inclusión como tal, sino en la medida que la raza nutre “brechas disfuncionales”, decoloniales, de resistencia a los rituales de unificación patriótica.


Además de la raza como cuestión personal, a Segato la trama de las filiaciones, las pertenencias y las identidades le resulta perturbadoramente familiar. Su madre, a quien define como una feminista precursora y una mujer intensamente racista, repetía que su único amor fue la hermana superiora del colegio de monjas donde había sido pupila. La nodriza de su madre, una negra de origen chileno. Se llamaba Marcosidé Valdivia y vivió durante mucho tiempo en la casa familiar de Uriburu, un pueblo de la provincia de La Pampa. A ella Segato le dedicó su texto “El Edipo brasileño: la doble negación de género y raza”. Una reflexión escrita en Brasil, justamente como extranjera que capta el racismo académico. Pero aún más relevante: se trata de un análisis brillante que muestra la negada relación entre las madres de leche negras y los hijos y las hijas de la clase alta blanca como fundamento de un profundo racismo social. Allí explica: “La objetivación del cuerpo materno - esclavo o libre, negro o blanco- queda aquí delineada: esclavitud y maternidad se revelan próximas, se confunden, en este gesto propio del mercado de la leche, donde el seno libre se ofrece como objeto de alquiler. Maternidad mercenaria equivale aquí a sexualidad en el mercado de la prostitución, con un impacto definitivo en la psique del bebé con respecto a la percepción del cuerpo femenino y no blanco. La demanda de los ricos de amas de leche blancas acaba revelando también otra superposición: la herencia de leche con la herencia de sangre”.

Elsa Teodolinda Josefa Frigerio, la madre de Rita Segato, huérfana y pupila desde los 7 años, se casó con José María Segato, proveniente de una familia de diplomáticos italianos. Pero también tuvo un amante, quien fue el padre de Rita: un hombre judío rumano llamado Pablo Doctorovich (Fáivele). En una de las páginas web de genealogías, entre los hijos de apellido Doctorovich (nacidos entre la década del 10 y del 20), luego aparece Rita, con el apellido Segato, nacida cuando Doctorovich ya tenía 65 años. Nunca fue un secreto para nadie, menos para Rita que desde pequeña sabía quién era su padre biológico y lo llamó papá hasta que tuvo diez años y él falleció. “Creo que en aquella época había gente más libertaria que ahora. Eran otras maneras de vivir la diferencia. Sin tanto discurso sobre lo legal y más como modos de vida”, dice. Ese ámbito familiar, a la vez antiperonista y libertario, parecen haberla entrenado en su percepción sutil pero combativa sobre la diferencia. “Me percibo como un termómetro o un papel tornasol: voy sintiendo lo que pasa de una manera que me atraviesa pero siempre es algo que debemos pensar porque nos excede”. Con esta genealogía herética y con su intuitiva insurgencia como brújula Rita ha encarado la crítica despiadada a la noción de “otro” (ver su libro La nación y sus otros, Prometeo, 2007), y el funcionamiento de las representaciones de lo mestizo en las diferentes formaciones nacionales: el mestizaje como genocidio, como blanqueamiento que promueve la inclusión diseñada por las élites nacionales, el mestizaje como categoría genérica de lo no-blanco.

“No se puede pensar la Argentina sin las políticas autoritarias como políticas civilizatorias: no hay más que ver los rituales civiles en las escuelas en frontera con Chile, por ejemplo, para entender cómo el Estado ha funcionado históricamente como un aplanador cultural. A la vez que en el espacio público toda marca de diferencia es masacrada, también hay una cultura de acogida en el plano de las comunidades de amigos. Esto es bastante especial en este país donde la amistad está construida y respetada como una institución. Es la amistad la que preserva existencias anómalas, aunque siempre en el margen”.

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Todavía recuerda con nitidez los comentarios del tío Ernesto, hermano de su madre, cuando los visitaba y contaba su faena como interventor en el Ingenio Santa Ana de Tucumán. Había sido nombrado tras el golpe de Estado de 1955. Más tarde nadie entendería por qué la niña Rita, que nunca había pisado una zafra, pintó un cuadro que tituló, dejando boquiabiertos a todos, Los hacheros. En sus viajes de adolescente al norte conoció a esos hombres. “En esa época vivía una suerte de doble vida: durante el período escolar era una joven porteña que frecuentaba la cinemateca y en vacaciones de invierno y de enero a marzo me sumergía en una relación de amor en el norte que implicaba una vida totalmente distinta”.

Empezó a estudiar antropología en la Universidad de Buenos Aires, a la vez que incursionaba en la Escuela Nacional de Danzas y Folklore. Tuvo una profesora que la marcó: Olga Fernández Latour de Botas, autora de “Cantares históricos argentinos”, le enseñó que la Revolución de Mayo no había sido una revolución popular. “Desde entonces aprendí a no creer en la República”, dice Segato, referente de la llamada línea decolonial latinoamericana. A principios de los años 70, en sus ratos libres trabajaba ordenando la biblioteca de Julián Cáceres Freyre, director del Instituto Nacional de Antropología. “Era un momento clave, donde el pensamiento sobre lo folklórico, que cierta derecha ilustrada tenía muy en cuenta, estaba haciendo su giro hacia lo nacional, de una manera por supuesto problemática”. Segato entendía perfectamente ese pasaje y conocía los dos mundos: entre los apellidos dobles y los nuevos aires de época. Segato tenía 23 años y debió exiliarse. Era comienzos de 1975. El diputado Rodolfo Ortega Peña, a quien frecuentaba como profesor, fue asesinado por la Triple A. Segato vio una señal de la tragedia que se avecinaba. “Nunca quise irme de acá. De Argentina me cortaron verde y lo sufrí porque soy una persona muy arraigada”.

Cuando Segato se exilió, primero partió a Venezuela, de la mano Isabel Aretz , una autoridad de la etnomusicografía. Trabajaba en el Instituto Interamericano de Música, cuando la enviaron como investigadora a Nicaragua. Ernesto Cardenal era el flamante ministro de cultura de la revolución sandinista y esa cartera funcionaba en la ex quinta del dictador Anastasio Somoza. Por eso, al ministerio de cultura aun se le decía “la quinta del señor”. Una de las cosas que más llamaban la atención del predio era un inmenso árbol flamboyán, que en Nicaragua también se le dice “Malinche”, conocido por sus flores coloridas y por sus raíces prolíficas. Era un árbol de cinco metros muy querido por Somoza, quien le dedicaba muchísimos cuidados todos los días. “Un día de septiembre entré al ministerio de cultura y veo ese árbol totalmente tumbado. Era algo increíble: ¿cómo un árbol semejante, todo florecido, podía desplomarse de esa manera de un día para el otro?”, se preguntó Segato. A las pocas horas, toda Nicaragua se enteraba del asesinato de Somoza, sucedido el día antes en Paraguay, tras el éxito de la famosa “Operación Reptil” liderada por Enrique Gorriarán Merlo. “La conexión entre los dos hechos era evidente pero fue visto como un espectáculo esotérico y nadie quería hablar de eso. Para mí, decir que esa escena que hablaba del orden de conexión a distancia de las cosas era una casualidad constituía una afrenta a la razón”, dice Segato para dar pie a una reflexión sobre la distancia siempre complicada entre el marxismo y otras formas de pensamiento no eurocéntricas. La insurgencia se hacía intuición de nuevo, sólo que esta vez contra la izquierda: “No podía creer que la izquierda revolucionaria latinoamericana fuese presa de un eurocentrismo tan colonia”.Por entonces Segato trabajaba sobre la tradición africana de la religión shangó en Recife, Brasil. Pasó algunos meses en una comunidad donde los rituales de posesión eran frecuentes, los olores de la carne putrefacta insoportables y la estética de los altares religiosos una fuerza contestataria evidente. Segato ya tenía en su haber una investigación de los ritmos musicales del nordeste de Brasil. Había viajado durante meses con su colega y esposo, José Jorge de Carvalho, haciendo grabaciones. Sobre eso escribiría su tesis de maestría en 1977. Ahora aquellas grabaciones acaban de ser editadas en una hermosa colección de cds y en su presentación aparecen unas fotos en blanco y negro que recuerdan la aventura de aquellos días rastreando ritmos populares, sus raíces míticas y sus rutas antiguas. Esa línea interpretativa abrió varios núcleos de sensibilidad e interés para los múltiples, textos de Rita: la cuestión de la religión y el territorio, los límites de las fronteras nacionales, los discursos sobre la alteridad y la cuestión de la raza. Hay también una conclusión que se dibuja: “La salvación es irse más allá de la frontera”.Entonces, ella volvió a irse. Esta vez a Irlanda del Norte. En Belfast existía un amplio programa sobre etnomusicología y allí se doctoró en la Queen's University. Era el principio de la década de los 80. En aquel país también fue madre de su primer hijo, siete años más tarde nacería su hija.

De repente, en el recuerdo de Segato hay un salto en el tiempo: se cuela en la memoria un viaje a la Patagonia argentina en 1979. Fueron cinco meses junto a Sara Newbery y Ana Melfi grabando música para el archivo que se reunía en Venezuela. La guerra por el estrecho de Beagle estaba en el aire. “En ese viaje lloré todas las noches. No podía creer estar en Argentina y a la vez no poder ver a ninguno de los viejos amigo”. Era un año sin lluvias y entonces en una comunidad mapuche lograron grabar un guillatún, la ceremonia para pedir ofrendas. A los dos días llovió. En otra comunidad el guillatún se hizo para pedir por la vida de un cura salesiano desaparecido y a él también lo vieron regresar. De esas ceremonias Rita no se olvidaría jamás: “El espíritu se agranda para acoger y hacer morar el espíritu del otro en mí, como posibilidad de una misma que ya es otra”.
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La cuestión del género y la violencia tampoco le es ajena a esta antropóloga. En esta línea se destaca, por ejemplo, su investigación sobre el feminicidio en Ciudad Juárez: La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez (próximamente será editado en Argentina por Tinta Limón). También su libro ya clásico Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos (Prometeo, 2003). Sus hipótesis son poderosas y hablan del cuerpo femenino como territorio de disputa y apropiación de violencias patriarcales que se renuevan con la globalización.Ella es también una de las referentes del debate sobre la cuestión (y conceptualización) de feminicidio. Algo de este tema mencionó en el auditorio de Lectura Mundi, en el marco de las conferencias preparatorias del I Congreso de Estudios Poscoloniales y II Jornadas de Feminismo Poscolonial, organizado por el IDAES-UNSAM para el próximo mes de diciembre. “La lógica de las mujeres, que muchas veces consiste en vivir ‘en retraso’ respecto de las formas de productividad dominantes emerge sobre todo cuando se pierde la fe en las formas de felicidad estatal. Y estas economías se oponen al discurso eurocéntrico de la economía como crecimiento permanente”, argumentó. Luego se refirió al papel de los medios en la “propagación” de la violencia contra las mujeres a partir de su fuerte dimensión mimética. De allí al boom televisivo de Tinelli para preguntar: “¿Qué aspectos del sistema dependen de esa pedagogía de la insensibilidad y el abuso?”. Mientras habla, Segato piensa. Y también dibuja mientras se le agolpan las ideas y dice que no hay mejor manera de pensar que conversando. Una forma de no disciplinar demasiado a los conceptos ni de aceptar el formateo técnico del texto, conocido como paper.


La conversación ahora es en San Telmo, en un departamento que compró hace algunos años. Era el barrio en el que se rateaba por eso lo adora. En el 2009, recién separada, vino a festejar la navidad con sus hijos. Empezó a cruzarse en la escalera con alguna gente que había conocido en el norte de adolescente. “Los cruzaba y no los miraba de la vergüenza que me daba”, dice Segato. Hasta que esa navidad uno de sus vecinos le habló y la invitó a entrar a su casa. Allí estaba también Tukuta Gordillo, el músico que había sido su primer amor en Tilcara. Siguiendo con la herencia de su abuelo minero y músico de banda de sikuris, Tukuta se había convertido en un músico reconocido, había sido parte del famoso Cuarteto Los Andes, había tocado por años con Jaime Torres y Ariel Ramírez y ahora estaba allí a unos pocos metros. El encuentro volvió a conmocionarla como la primera vez. Desde entonces no se separaron. Y ahora Segato, viajera incansable, dice que su lugar en el mundo es un triángulo formado por Tilcara, Brasilia y Buenos Aires. Y que ahí está la felicidad.