La cuestión del poder en las sociedades primitivas
Por Pierre Clastres
En el curso de los dos últimos decenios la etnología
ha conocido un desarrollo brillante gracias al cual las sociedades primitivas
han escapado, sino a su destino (la desaparición) por lo menos al exilio al que
las condenaba, en el pensamiento y la imaginación de Occidente, una tradición
de exotismo muy antigua. La cándida convicción de que la civilización europea
era absolutamente superior a todo otro sistema social fue poco a poco
sustituida por el reconocimiento de un relativismo cultural que, renunciando a
la afirmación imperialista de una jerarquía de valores, admite en adelante,
absteniéndose de juzgar, la coexistencia de diferencias socio-culturales. En
otras palabras, ya no se mira a las sociedades primitivas con el ojo curioso o
divertido del aficionado más o menos esclarecido, más o menos humanista; de
alguna manera se las toma en serio. La cuestión es saber hasta dónde llega este
tomarlas en serio.
¿Qué se entiende precisamente por sociedad primitiva?
La res-puesta la proporciona la antropología más clásica cuando se propone
determinar el ser específico de estas sociedades, cuando quiere indicar aquello
que hace de ellas formaciones sociales irreductibles: las sociedades primitivas
son las sociedades sin Estado, las sociedades cuyo cuerpo no posee un órgano de
poder político separado. La presencia o ausencia de Estado sirve de base para
una primera clasificación de las sociedades que, una vez completada, permite
ordenarlas en dos grupos: las sociedades sin Estado y las sociedades con
Estado, las sociedades primitivas y las otras. Esto no significa, por supuesto,
que todas las sociedades con Estado sean idénticas: no podríamos reducir a un
solo tipo las diversas figuras históricas del Estado y nada permite confundir
el Estado despótico arcaico con el liberal burgués o el Estado totalitario
fascista o comunista. Evitan-do esta confusión que impediría, en particular,
comprender la no-vedad y la especificidad radicales del Estado totalitario,
retendremos una propiedad común que hace oponerse en bloque a las sociedades
con Estado y las sociedades primitivas. Las primeras presentan, todas ellas,
esa dimensión de división desconocida entre las otras. Todas las sociedades con
Estado están divididas en dominadores y dominados, mientras que las sociedades
sin Estado ignoran esta división. Determinar a las sociedades primitivas como
sociedades sin Estado es decir que ellas son homogéneas en su ser, indivisas.
Vemos aquí la definición etnológica de estas sociedades: carecen de un órgano
de poder separado, el poder no está separado de la sociedad. Tomarse en serio
las sociedades primitivas significa reflexionar sobre esta proposición que, en
efecto, las define perfectamente: en ellas no se puede aislar una esfera
política distinta de la esfera social. Sabemos que, desde su aurora griega, el
pensamiento político de Occidente ha sabido descubrir en lo político la esencia
de lo social humano (el hombre es un animal político), encontrando la esencia
de lo político en la división social entre dominadores y do-minados, entre
aquellos que saben y, por lo tanto, mandan sobre aquellos que no saben y, por
lo tanto, obedecen. Lo social es lo político, lo político es el ejercicio del
poder (legítimo o no, poco importa aquí) por uno o algunos sobre el resto de la
sociedad (para su bien o su mal, poco importa aquí): para Heráclito, como para
Platón o Aristóteles, no existe sociedad si no es bajo la égida de los reyes,
la sociedad no es pensable sin su división entre los que mandan y los que
obedecen, y allí donde falta el ejercicio del poder nos encontramos en lo
infrasocial, en la no-sociedad. Es más o menos en estos términos que los primeros
europeos juzgaron a los indios de América del Sur, en los albores del siglo
XVI. Al comprobar que los «jefes» no poseían ningún poder sobre las tribus, que
nadie mandaba y nadie obedecía, declararon que esas gentes no eran civilizadas,
que no se trataba de verdaderas sociedades: Salvajes «sin fe, sin ley, sin
rey».
Es cierto que más de una vez los propios etnólogos se
han visto en un aprieto cuando se trataba no ya de comprender sino simple-mente
de describir esta exótica particularidad de las sociedades primitivas: aquellos
que llamamos líderes están desprovistos de todo poder, la jefatura se instituye
exteriormente al ejercicio del poder político. Funcionalmente esto parece un
absurdo: ¿cómo pensar en la disyunción jefatura y poder? ¿Para qué sirven los
jefes si les falta el atributo esencial que hace de ellos justamente jefes, o
sea, la posibilidad de ejercer el poder sobre la comunidad? En realidad, que el
jefe salvaje no detente el poder de mandar no significa que no sirva para nada:
por el contrario, ha sido investido por la sociedad con un cierto número de
tareas y en este sentido se podría ver en él a una especie de funcionario (no
remunerado) de la sociedad. ¿Qué hace un jefe sin poder? Se le ha encargado, en
última instancia, de ocuparse y asumir la voluntad de la sociedad de aparecer
como una totalidad única, es decir, el esfuerzo concertado, deliberado, de la
comunidad con vistas a afirmar su especificidad, su autonomía, su independencia
en relación con otras comunidades. En otras pala-bras, el líder primitivo es
principalmente el hombre que habla en nombre de la sociedad cuando
circunstancias y acontecimientos la ponen en relación con otras sociedades.
Estas últimas siempre se dividen, para toda comunidad primitiva, en dos clases:
amigos y enemigos. Con los primeros se trata de anudar o reforzar las
relaciones de alianza, con los otros de llevar a buen término, cuando el caso
se presente, las operaciones guerreras. De ello se desprende que las funciones
concretas y empíricas del líder se despliegan en el campo, por así decirlo, de
las relaciones internacionales y exigen, por consiguiente, las cualidades
apropiadas a este tipo de actividad: habilidad, talento diplomático para
consolidar la red de alianzas que asegurarán la seguridad de la comunidad;
coraje, disposiciones guerreras para asegurar una defensa eficaz contra los
ataques de los enemigos o, si es posible, la victoria en caso de expedición
contra ellos. Pero, se nos objetará, ¿no son éstas las mismas tareas de un
ministro de Asuntos Extranjeros o de un ministro de Defensa? Sin duda. Con la
sola pero fundamental diferencia de que el líder primitivo no toma jamás la
decisión de su propio jefe (si se quiere) para imponerla seguidamente a la
comunidad. La estrategia de alianza que desarrolla, la táctica militar que
proyecta, jamás son las suyas propias sino aquellas que responden exactamente
al deseo o la voluntad explícita de la tribu. Todas las transacciones o
negociaciones eventuales son públicas, la intención de hacer la guerra no se
proclama hasta que la comunidad así lo quiere. Y, naturalmente, no puede ser de
otro modo, ya que si un líder tiene la intención de llevar por su cuenta una
política de alianza u hostilidad con sus vecinos no puede imponerla por ningún
medio a la sociedad puesto que, como sabemos, está desprovisto de poder. De
hecho no dispone más que de un derecho o más bien de un deber: ser portavoz,
comunicar a los Otros el deseo y la voluntad de la sociedad.
¿Cuáles son las demás funciones del jefe, no ya como
encargado de las relaciones exteriores de su grupo con los extranjeros sino en
sus relaciones internas con el propio grupo? Va de suyo que si la comunidad lo
reconoce como líder (portavoz) cuando afirma su unidad en referencia a otras
unidades, le acredita un mínimo de confianza garantizada por las cualidades que
despliega precisamente al servicio de esa sociedad. Es lo que denominamos
prestigio, generalmente erróneamente confundido con el poder. Se comprende así
claramente que en el seno de su propia sociedad la opinión del líder, apoyada
por el prestigio de que goza, sea atendida, llegado el caso, con mayor
consideración que la del resto de los in-dividuos. Pero la atención particular
con que se honra (no siempre, por otra parte) la palabra del jefe no llega
nunca a dejarla transformarse en palabra de mando, en discurso de poder: el
punto de vista del líder sólo será escuchado cuando exprese el punto de vista
de la sociedad como totalidad. De ello resulta que no solamente el jefe no
formula órdenes, que sabe de antemano que nadie obedecerá, sino que tampoco
puede (es decir que no detenta el poder de) arbitrar en caso de conflicto entre
dos individuos o dos familias. No in-tentará zanjar el litigio según una ley
ausente de la que él sería el órgano, sino apaciguarlo apelando al sentido
común, a los buenos sentimientos de las partes en conflicto, refiriéndose sin
cesar a la tradición de buen entendimiento legada desde siempre por los
ancestros. De la boca del jefe no brotan las palabras que sancionan la relación
de mando-obediencia sino el discurso de la propia sociedad sobre ella misma,
discurso a través del cual se proclama comunidad indivisa y voluntad de
perseverar en este ser indiviso. Las
sociedades primitivas son, por lo tanto, sociedades indivisas (y por ello mismo
cada una se concibe como totalidad): sociedades sin clases —sin ricos que
exploten a pobres—, sociedades sin división en dominadores y dominados —sin
órgano de poder separado. Ha llegado el momento de tomarse muy en serio esta
última pro-piedad sociológica de las sociedades primitivas. ¿La separación
entre jefatura y poder significa acaso que no se plantea en ellas la cuestión
del poder, que son sociedades apolíticas? El «pensamiento» evolucionista —y su
variante en apariencia menos sumaria, el marxismo (sobre todo el de Engels—
responde a esta pregunta que está bien así y que esto se debe al carácter
primitivo o primero de estas sociedades: son la infancia de la humanidad, la
primera edad de su evolución y, como tales, incompletas, inacabadas, destinadas
en consecuencia a crecer, a convertirse en adultas, a pasar de lo apolítico a
lo político. El destino de toda sociedad es su división, es el poder separado
de la sociedad, es el Estado como órgano que conoce el bien común y se encarga
de imponerlo.
Tal es la concepción tradicional, casi general, de las
sociedades primitivas como sociedades sin Estado. La ausencia del Estado marca
su incompletud, el estado embrionario de su existencia, su ahistoricidad. ¿Pero
es esto correcto? Está claro que un juicio de este tipo no es, de hecho, más
que un prejuicio ideológico porque implica una concepción de la historia como
movimiento necesario de la humanidad a través de las figuras de lo social que
se engendran y encadenan mecánicamente. Pero desde el momento en que nos neguemos
a esta neo-teología de la historia y su continuismo fanático las sociedades
primitivas dejan de ocupar el grado cero de la historia, henchidas al mismo
tiempo de toda la historia que ha de venir y que está inscrita de antemano en
su ser. Liberada de este exotismo nada inocente, la antropología puede entonces
encarar con seriedad la verdadera cuestión de lo político: ¿por qué las
sociedades primitivas son sociedades sin Estado? Como sociedades completas,
acabadas, adultas y no ya como embriones in-fra-políticos, las sociedades
primitivas carecen de Estado porque se niegan a ello, porque rechazan la
división del cuerpo social en do-minadores y dominados. La política de los
Salvajes se opone constantemente a la aparición de un órgano de poder separado,
impide el encuentro siempre fatal entre la institución de la jefatura y el
ejercicio del poder. En la sociedad primitiva no hay órgano de poder separado
porque el poder no está separado de la sociedad, por-que es ella quien lo
detenta como totalidad, con vistas a mantener su ser indiviso, de conjurar la
aparición en su seno de la desigual-dad entre señores y sujetos, entre el jefe
y la tribu. Detentar el poder es ejercerlo, ejercerlo es dominar a aquellos
sobre quienes se lo ejerce: he aquí precisamente lo que no quieren (no
quisieron) las sociedades primitivas, he aquí por qué los jefes no tienen
poder, por qué el poder no se recorta del cuerpo social. Rechazo de la
des-igualdad, rechazo del poder separado: una preocupación constante en todas
las sociedades primitivas. Saben muy bien que si renuncian a esta lucha, si
cesan de contener esas fuerzas subterráneas que se llaman deseo de poder y
deseo de sumisión y sin cuya liberación no se puede comprender la irrupción de
la dominación y la servidumbre, perderían su libertad.
La
jefatura en la sociedad primitiva no es sino el lugar supuesto, aparente del
poder. ¿Cuál es el lugar real? Es el propio cuerpo social que lo detenta y
ejerce como unidad indivisa. Este poder no separado de la sociedad se ejerce en
un solo sentido, anima un solo proyecto: mantener indiviso el ser de la
sociedad, impedir que la desigualdad entre los hombres instaure la división en
la sociedad. Se sigue de ello que este poder se ejerce sobre todo aquello que
es capaz de alienar la sociedad, de introducir en ella la desigualdad: se
ejerce sobre la institución de la que podría surgir la captación del poder, la
jefatura. El jefe en la tribu está bajo vigilancia: la sociedad vela para no
dejar que el gusto por el prestigio se torne deseo de poder. Si el deseo de
poder del jefe se hace demasiado evidente el procedimiento llevado a cabo es
simple: se lo abandona, a veces, incluso se lo mata. Es posible que el espectro
de la división amenace a la sociedad primitiva, pero ésta posee los medios de exorcizarlo.
El ejemplo de las sociedades primitivas nos enseña que la división no es
inherente al ser social; en otros términos, que el Estado no es eterno, que
tiene en todas partes una fecha de nacimiento. ¿Cuál ha sido la causa de su
surgimiento? La pregunta sobre el ori-gen del Estado debe precisarse así: ¿en
qué condiciones una sociedad deja de ser primitiva? ¿Por qué las codificaciones
que conjuran al Estado fallan en tal o cual momento de la historia? Es
indudable que sólo la interrogación atenta al funcionamiento de las sociedades
primitivas permitirá esclarecer el problema de los orígenes. Y quizá la
solución del misterio sobre el momento del nacimiento del Estado permita
esclarecer también las condiciones de posibilidad (realizables o no) de su muerte.