Señales del fin de un mundo: sobre Edward Snowden
por Pablo E. Chacón
Edward Snowden, ex técnico
informático de la NSA y de la CIA, no debe estar pasando uno de sus mejores
momentos. Estancado en la sala de tránsito del aeropuerto moscovita de
Sheremétievo, con un par de computadoras seguramente infiltradas, no hace más
que cosechar rechazos a sus pedidos de asilo político y desatar tempestades
como la que agitó a Anna Chapman, una trigueña rusa, expulsada del servicio
secreto de su país que le ofreció matrimonio por medio de un celular, sólo para
descubrir que en los dominios de Vladimir Putin ese clase de uniones se
efectiviza en el registro civil. Lo más interesante de la situación de Snowden
es, sin embargo, su papel de tornasol de las llamadas relaciones
internacionales.
Nadie duda que el hacker es un
cerebro y que denunciar la falta de escrúpulos del gobierno norteamericano que
opera un programa de escucha y vigilancia de cualquier cosa que se mueva (y
hable) en el globo, es un acto de nobleza. Pero ¿cómo un personaje con tantas
competencias cognitivas termina trabajando para la policía? Y lo más
incomprensible, ¿por qué muchos lo festejan como un héroe contracultural? Se
dice que Snowden tuvo algo así como una “conversión”. Es posible. Pero también
es posible que su “conversión”, que no hizo más que poner negro sobre blanco lo
que hace no sólo el gobierno de Barack Obama sino la mayor parte de los
gobiernos del planeta, le cueste cara o muy cara. ¿Quién garantiza que una vez
asilado, esa administración no negocie en mejores términos su entrega? Decir
que prefiere vivir en un mundo donde nadie escuche ni sepa lo que se habla o se
consume suena bien pero es una ingenuidad o una canallada. Snowden es un
vigilante con cara de buen muchacho.
Cierto: los vigilantes no suelen
tener más que dos dedos de frente. Eso no cambia nada. La operación Snowden revela que el fin de las llamadas relaciones
internacionales y el boato de la diplomacia están próximos porque sólo es una
mascarada para traficar información. Y para eso, además de modales, se
necesitan técnicos, no burócratas de taco y talón. Pero la información como tal
no interesa ni es necesaria para todos los países. La que resulta necesaria es
la tecnología para conseguirla. Snowden resulta prescindible, vivo o muerto. El
programa que expuso, no. La vida de este hombre vale menos que la de una paloma
mensajera.
En un mundo sin dioses, sin ideales,
sin brújulas, sin otra épica que las tragedias individuales, Julian Assange,
Bradley Manning o Snowden aparecen como disidentes cuando han sido o son las
piezas maestras del aparato de control social más sofisticado de la historia de
la especie humana. ¿Quién está preocupado que le escuchen el teléfono, lean sus
correos electrónicos o inventen un perfil en Facebook? Los que no tienen nada
para esconder. Esa paradoja explica la diferencia entre privacidad e intimidad.
La privacidad puede incluir secretos de diverso orden pero la intimidad es eso
que no se sabe que se sabe, que habita como un doble al sujeto y que las cámaras
de vigilancia jamás podrán detectar, las escuchas telefónicas no podrán oír y
las maledicencias no podrán destruir. Lo que no se sabe que se sabe no se sabe
ni en una mesa de torturas.
Assange, Manning, Snowden, son
figuras trágicas por su banalidad. Figuras de la industria del espectáculo, con
suerte. Lejos, muy lejos de Kim Philby o de Anthony Blunt.-