Santo Tomás: teoría del hospital
Por Horacio González
Las noches nos suelen exponer a un desequilibrio en nuestras
propias imágenes diurnas. A la mañana siguiente luchamos para reconocerlas.
Suponemos palparlas y enseguida se evaden. En el Hospital Santo Tomás de
Panamá, la pesadilla tiene el crudo realismo de gemidos en la penumbra, que en
cualquier momento se tornan aullido. Gritos como garabatos casuales tallados
por un preso en la pared. Hay permanentes jadeos, como trasfondo de un temor
que parece confidencial.
Estoy en la Sala 14-A del Santo Tomás, junto a otros hombres
desvalidos, casi todos hijos de la negritud. La mayoría de los médicos,
enfermeras, residentes, tienen ese ascendiente, el viejo brillo fanoniano
apagado ya en los cuerpos. El doctor Fernando Gracia, jefe de neurología,
afamado, dictamina con rigor y experiencia. Ha sido o es el ministro de Salud
de su país. La calma de los grandes médicos hace también al sigiloso pánico de
los pacientes. Habiéndome desplomado en el Aeropuerto, lo que iba a ser un
vuelo previsible hacia la Argentina se transformó en una internación de
urgencia, porque un “rayo misterioso”, para hablar gardelianamente, se había
alojado en mi cabeza y eso compondría lo que las enfermeras de la Terminal
Aérea llamarían ACV, fatídica sigla, si es que casi todas las de esa índole no
lo son. De modo que ambulancia y hospital en vez de avión.
En la guardia del Santo Tomás debo dejar mis pertenencias,
llaves, dinero, documentos, los clásicos signos civiles de una identidad que
creemos firme, pero es mucho más pasajera en los hospitales que en los
aeropuertos. Todo cabe en una bolsita transparente. Una simple tira plástica
que ponemos sobre nuestra desnudez. Como todo despojamiento, aun siéndolo en
beneficio del despojado, nos exonera súbitamente de lo que creemos
imprescriptible. Tienen razón las instituciones: todo documento prescribe.
Una de las noches fui tomado por un gran chucho de frío y
llamé a la enfermera de ojos hindúes, descubriendo entonces que no dominaba el
habla. Me salían palabras guturales. Después recordé mis tiempos de profesor,
donde insistía en la palabra con buenos oropeles. Ni intenté decir la expresión
“chucho” por creerla un “argentinismo”. Venía yo de un Congreso de la Lengua.
¿Pero si hubiera sido un vocablo afro-antillano? Nada más adecuado que allí. Un
joven médico corre con mi camilla hacia el subsuelo, donde están los
equipamientos tomográficos, que en el caso del Hospital Santo Tomás, el santo
aristotélico, son los más avanzados en materia de computación. El hospital es
público, universitario, popular, rumoroso, rutinario y también desesperante.
Los panameños dicen reiteradamente dos cosas; que en nuestro continente son el
segundo país en “desarrollo humano” luego de Chile, y que son un “crisol de
razas”. Entre nosotros esta expresión ha sido abandonada por no poder ocultar
su aspecto de unidad compulsiva o forzada de las vetas culturales heterogéneas.
Y hasta lo que escucho, los tecnólogos sociales no han impuesto demasiado en
nosotros esa complaciente y oficinesca categoría de desarrollo humano.
Los rasgos de los jóvenes estudiantes residentes y
practicantes son jaraneros. A todo momento hablando de sus cosas, desenfadados.
En aquel subsuelo, se habían congregado en esa madrugada, muchos de ellos a ver
un partido de basquet de dos selecciones: la de las provincias de San Juan y
Mendoza. ¿Así volvía hacia mí la Argentina? No había quien hiciera funcionar
una poderosa máquina General Electric. Una joven que pasaba rápido hacia el
televisor, pregunta “¿pero éste no es un paciente a cabo?”. No conocía la
expresión pero imaginé lo peor. El joven médico responde: “No, es de la Sala
14-A”. Fui feliz al escuchar esa definición que me enviaba otra vez al mundo
conocido. Allí estaba la confraternidad a la que pertenecía, con aquellos
quejidos, con aquellos llagados y baleados. Hombres que lloraban por la noche y
murmuraban un léxico ininteligible. Luego le deslicé al médico una opinión que
procurase no delatar arrogancia: “¿No es la profesión médica una ética que
aspira a un humanismo de urgencia?”. El tenía la respuesta y la dio mientras
manipulaba los artefactos. Concordó, un tanto ofendido, y agregó que él se
basaba en los ejemplos del doctor Favaloro. Ese apellido me sonó como venido de
otro estrato del tiempo, como una lección de extrañeza en la circulación de
ideas.
Un grupo de médicos con sus estudiantes forman un inusual
espectáculo de enseñanza, entre el taller medieval y el patio filosófico de los
griegos. La médica que me tocó a mí, con su actitud efectiva y cáustica,
reforzaba su distante belleza como fruto maduro de lejanos ribetes
silenciosamente adjuntados, que susurran indigenismo y Africa, a lo largo de un
tiempo colonial que se desgrana con dificultad ante las memorias que desean ser
más vertiginosas. Castañetea los dedos de repente y un enjambre de
estetoscopios aprendices se abalanzan sobre mi pecho. “Arritmia paroxística.”
Otra vez hablan los griegos al pie de cualquier cama del universo.
Otra noche, un alerta: “¡Paro! ¡Paro!”. Se organiza la
corrida hacia la cama, a dos de distancia de la mía. Los primeros en llegar
inician las maniobras de reanimación. Los retrasados siguen con sus bromas y
charlas particulares. Parecen distraídos pero son un cortejo atento, la
coreografía del dolor que desde siempre ha tolerado un manto de supuesta
indiferencia, una mueca carnavalesca. La mañana después la cama tiene su manta
prolijamente doblada. Aquel hombre no está más y poco después lo reemplaza otro
hombre de similar edad, durmiendo plácidamente en el mismo lugar. Es también un
hombre negro.
Había ido yo al Congreso de la Lengua organizado por el
Instituto Cervantes de España, con el cual mantenemos distintas diferencias
muchos de los que en la Argentina estamos interesados en el tema, siguiendo la
tradición de la Generación del ’37, de Arlt, Borges, Masotta y María Elena
Walsh. Caballerescos, aun sabiendo, quizá, de las diferencias, los cervantinos
se acercaron también al hospital. De un momento a otro había pasado yo del
Príncipe de Asturias a la conversación real de un pueblo. Del cóctel a la
enfermedad, y una vez más se comprobaba que la verdadera emisión de lenguas
sale de lo último antes que de lo primero, aunque interese el contraste. El
dolor funda la lengua. Los evangelistas, que pululan por todo el hospital,
bendiciendo por doquier con estilo engolado e hiperbólico, han descubierto algo
pero, a pesar de su éxito literal, se apresuran en encasillar lo que es
necesario decir con fórmulas predeterminadas y estentóreas. Creen fácil decir
“adoración”, “lloro ante tus pies”. Los demás intentamos recrear lenguas sin
evitar verlas como actos de redención, pero siendo infinitamente pudorosos,
imperceptibles. Nos va mal. El evangelismo habla como la televisión y como el
hospital –pobre Santo Tomás– y la televisión y el hospital hablan como el
evangelismo. Debemos encontrar el lenguaje que no sea el de la Corona ni el de
las Espinas. Y escuchar el silencio de nuestro espíritu cuando vemos lo que
dicen quienes suponen poseer el ensalmo.
Ya en el Sanatorio Anchorena de Buenos Aires extraño el Santo
Tomás y a mis compañeros, delirantes nocturnos. Vuelvo a ser porteño y encuentro
solidaridad a cada paso. Las escenas se repiten, estoy en manos expertas, pero
no consigo sacar de mi cabeza a Sergio, el joven costarricense evangélico que
escuchaba, hasta altas horas de la noche, baladas muy profesionales sobre el
seguro encuentro con Dios. No tenía nada para dejarle. Le regalé mis
chancletas, que a su vez me había traído Armando, un amigo argentino. Muchas de
mis noches allá las pasé conversando con Alejandro Herrera y Jaime Dri. Viejas
historias argentinas; Dri, memorioso, vive en Panamá. Al final, salir, se sale.
Es más fácil contando con la eficaz simpatía de la embajadora argentina, de la
doctora Silvia Kochen, de los tantos amigos que nos trae el destino, de los
compañeros de la Biblioteca y de nuestra turbada vida política, y del doctor
Juan Carlos “Tano” Biani, un verdadero chamán de las instituciones de la salud
argentinas.