La condición efímera (sobre Nudo de piedra, de Pablo Chacón)
por Laura Estrin
Nudo de piedra, un pequeño libro
compacto, fuerte, doloroso, con mucho aire de profunda literatura, escribe de
un tirón un pedazo de vida entera. Nudo de piedra, un título verdadero porque
es cierto aquello de que las piedras recuerdan. Y quizá no haya muchas otras
cosas que contar que las piedras de la vida, los amores, las batallas
familiares, las pérdidas. Escribir de eso. Una literatura sin atenuantes, sin
retorno. Y el amor en el medio, además. Una escritura que se abre a buscar,
pero que muy precisa se cierra en el pudor necesario, hermético del mostrar una
parte. Porque “en el afán de tocar todas las teclas –decía Zelarayán–, la
canción se viene abajo”.
Un pequeño
libro que dice lo que quiere decir, lo más difícil: “La posibilidad de error o
decepción es menor que la posibilidad de muerte”.
Cosa
cierta, terrible. Y más: “En su lugar, cada uno responde”. Sí. Por eso estamos
solos. Sí. Porque cada uno responde en su lugar. Y esas valiosas y valerosas
frases van entrecortando el relato. Un relato que puede funcionar o pensarse
como una carta de suicida. Un libro de cosas contundentes, cráneo, amor,
talismán, ausencia: las partes en que se divide. Un libro sin adjetivos o que
sólo nos remite a una frase: “Dios mío, el horror”, como el verso que sacó
Osvaldo Lamborghini de Roberto Raschella. Pero el relato sabe: “Esa cláusula no
contempla el abandono, el abandono es soledad, distancia, amabilidad, demanda,
contingencia...”.
Un libro
que es una anotación propia. Un libro pedazo de vida. Y en ella no hay palabra
más linda que “campanita” para el amor que ahí se recorta. Claro, en ese amor
el hombre se vuelve mujer. ¿O al revés? Pero es lo mismo. Entonces el relato es
una escritura difícil, cerrada. Una escritura cerradísima. Pero está la música
que ella así trae. Y las frases hermosas: “Esa mujer, en una sala empañada de sueño...”
y “Esas singularidades, distribuidas a lo largo de una recta perversa, morir,
volverse loco, escribir” y la cita de Heráclito que nos dice a muchos: “A lo
que nunca se oculta, ¿cómo podría escapar?”
Nudo de
piedra sabe. Y lo dice: “Estoy pasando en limpio mundos iluminados”. Nudo de
piedra es un libro triste. Pocos se atreven a estos libros. Algunos no los
podemos refrenar. Afectos que afectan transpuestos en delicadas escenas rotas,
pedazos de relatos, narraciones fragmentadas, sacudidas por un viento marítimo,
excesivo y solo, recorridos por una mirada como hilo que se sostiene, aunque
viva de cara al vacío.
En cuatro
zonas, la pequeña novela abre, se disgrega y se conecta: parece que se leyera a
sí misma. Se escucha un piano de fondo. Así como ciertas imágenes no tienen
forma, Nudo de piedra es una bruma, un nocturno hijo de la noche que no tiene
nombre, pero tampoco máscara. Una insistente, continua condición efímera, un
rayo que cruza la oscuridad que ese alguien vive, una violencia que se deletrea
como novela familiar, pero no siempre.
Nudo de
piedra también es un viaje, cruzar un río, alcanzar la casa perdida y volverse,
y refugiarse. Un movimiento que asusta, rapidez y desgano. Alguien muere, otro
casi está muerto. ¿Y antes? Antes nada. Es cierto que se muere de nada. Pero
antes que morir de nada, perder. Tampoco es un estado de ánimo, eso que puede
medirse, desentendiéndose de la causa en el inmenso mar de la amnesia clara
como el sol del mediodía que protege de la oscuridad, aunque lo más justo sería
repugnar el menor asomo de apremio. Y el tumulto. Ese tiempo de locos es el del
peligro. El tumulto, la mascarada, la felicidad. Pero la luz se corta, el peso
del mar es enorme, queda respirar: ese silencio de la emergencia. Y es el
silencio el que empuja la escritura, sin soltar un poco de risa, la lentitud
del caminante algo, un poco, perdido. Así abre espacios para un mundo
imposible. Y quizá pueda empezar de nuevo, obstinarse en perforar un límite que
señala el fin o el principio. La pirueta, el aliento yonqui o la muerte como
consejera.
Nudo de
piedra parece escrita como un golpe, como un costurón: escribir rápido
interrumpe la desconexión, la noche, el silencio, el desconocido que late
adentro. El que habla, siente y anota es un desconocido, nunca un calculador. Y
allí las mujeres enseñan la vanidad del heroísmo. Y todo el libro es entonces
islas desproporcionadas de encuentros, pequeñas grandes contingencias, amor y
apagón.