Pájaros de la cabeza. Elogio de la autonomía intelectual
(A
propósito de Amargura metódica. Vida y obra de Ezequiel Martínez
Estrada, de Christian Ferrer)
por Diego
Sztulwark
“Comentar es hacer callar un sentido ya
establecido, un sentido fijado. Pero es también hacer callar la percepción
inmediata que tenemos del texto para permitirle la posibilidad de hablar por sí
mismo”
Edmond Jabés
Consistente en la
comprensión del funcionamiento de las cosas, el proyecto crítico se relanza vía
arañazos, sin su antigua pretensión de superación. Todo reciclaje destinado a
embellecer la escena del pensar es mentiroso y tóxico; desviante, en último
término, del único punto de partida saludable: la exigencia de decir rectamente
la verdad de lo que somos. El proyecto de la crítica es, por tanto, político;
aun si el lenguaje de la política es refutado como mero vehículo de una
voluntad de poder expresado por igual en el estado y en las universidades, en
los modelos de consumo y de fascinación por los objetos técnicos o en las
militancias y en el mundillo de los intelectuales. Esa voluntad de poder (que
se llama “política”) se consuma en la máquina “progresista” del capital. Este
saber es el que pulsa en Amargura metódica.
No es necesario haber
leído Martínez Estrada para recibir de lleno la sacudida que su pensamiento
produce a partir de la escritura, simple a fuerza de cuidada, de Christian
Ferrer: “palabra y estilo parecían venir –en aquel notable ensayista– de un
potente drama somático”. Inclasificable e incómodo, nunca fue valorado como
propio por las tradiciones intelectuales consolidadas. Pájaros e intelectuales
caben por igual en el registro desencantado e hilarante de Ferrer. Más próxima
a la historia que a la filosofía, su comprensión de Martínez Estrada gira en
torno al “amargor de las cosas”, regusto de una prematura madurez del escritor
en su comprensión del país.
Quien fuera capaz de
radiografiar la pampa, “no disponía de un sistema teórico general ni procuraba
conseguírselo”. Pensaba, en cambio, “a partir de estímulos y obsesiones”. A
diferencia del universitario (“servidor de una máquina que produce saber”), la
autodidaxia de Martínez Estrada se fundaba, dice Ferrer, en “engañarse lo menos
posible” respecto de la realidad presente y, sobre todo, en no “entregarse
apasionadamente a ningún prejuicio de que el mundo sea distinto de lo que
es”. Su mecanismo de pensamiento se cifra en la a amalgama entre la
paradoja (“mueca mental […] unión de lo desemejante por la analogía única que
pasa desapercibida”) y una incurable angustia personal por la fallida
constitución de la Argentina.
Sí, una inadvertida pero
evidente falla orgánica, una patología, encuentra Martínez Estrada en el origen
patrio, una historia cruel e irresuelta fundada en el fratricidio y la guerra
social (la pampa es hembra despreciada y la generalizada insatisfacción sexual
es causa de revueltas políticas). Como en su hora Nietzsche, le diagnosticaba
al país una incontrolable manía por la “administración técnica y el derroche de
esfuerzos” sin “posibilidad de transmutar la psique dañada o el símbolo
despotenciado en algún tipo de grandeza”.
Pero no eran pasiones
tristes las que motivaban a Martínez Estrada. No hay recelo, ni envidia ni odio
en sus expresiones. Tampoco resignación. Más bien, sufría de superabundancia
de amor: mecanismo de la crítica para comprender a la Argentina, la
amargura metódica consiste en detectar una invariante histórica por debajo de
la novedad rutilante. Evita, así, el remanido recurso nacional al optimismo y
la reducción del sentido a buena voluntad transformadora, disposiciones ambas
igualmente debilitantes en la medida en que posponen y obliteran el
enfrentamiento con lo trágico real del presente. Tal invariancia del destino se
viene arrastrando desde los comienzos de lo que puede considerase como la
historia argentina. Facundo, Rosas, Roca, Yrigoyen, Uriburu, Justo y Perón no
son sino “reencarnaciones momentáneas de un estado de cosas irresuelto cuyas
tres primeras vértebras siempre fueron el ejército, la iglesia y la burocracia
pública”. No es revisionismo histórico lo de Martínez Estrada, sino otra
cosa (algo más próximo, quizás, al mundo “en estado de coartada” del que habla
Horacio González en Besar a la muerta). Su crítica del
“caudillaje institucionalizado” refiere a un mecanismo simple y siempre actual,
que se repetirá una y otra vez a los largo del tiempo: hacer leña del árbol
caído. “Todo el mundo se declara caído del catre” mientras “las segundas líneas
se trasviste y las terceras se mimetizan con el entorno”.
El cuadro de lo que no
cambió es el juego del odio y la frontera. El indio (“odioso obstáculo para los
negocios”) es expropiado de sus tierras; el gaucho sabio y libre es reducido a peón
de campo como corolario de una fulgurante modernización de la valorización
agraria: “el fátum psíquico perdura”, se hace negocios para unos pocos en
nombre de todos. Y si la frontera ha sido reabsorbida, no ha desaparecido, sino
que ha transmigrado, junto al odio, “a la villa miseria, a los arrabales”, a
los asentamientos y a otros bordes; y “a los acuerdos de mafias variopintas ni
tímidas ni secretas, y a la pasión por la ilegalidad de políticos y respectivos
electores, en fin, a las oficinas estatales, donde se practica el gatopardismo
rotativo”.
Y lo peor de todo es que
los escritores, de quienes se podría esperar la palabra salvadora, se han
involucrado por migajas. Contra su defensa de la escritura como
procedimiento de “autodestrucción”, los intelectuales suelen moverse por el
“ansia de los hombres de ideas por brindar apoyo a gobiernos, no importa de qué
signos, pues eso es cuestión de gustos, sin que redunde en ruptura del círculo
infernal de los gobernados”, expresión de la “causa metrópoli contra la
historia rural e indígena”.
La “lengua argentina” se
le aparecía, como al gaucho, lengua de la ciudad, extranjera. A “la labia de
las ciudades le faltaba la conexión con el habla emocional más intuida que
hecha responsable ante un canon, y además estaba muerta antes de nacer y
desarrollarse, tanto en los ámbitos cultos como después en la escolarización
obligatoria”. Y “así sigue sucediendo hoy”, agrega Ferrer. O bien: “de
igual modo, hoy se nos articula al mercado mundial mediante variantes populistas
de la instalación, la performance, la intervención callejera y las interfaces
con máquinas de información. Un patriotismo de símbolos en épocas de vacas
gordas, consignas de orden y menos precio del pobre”.
Este “de igual modo”
(como aquel “sigue sucediendo hoy”) indica bien la relación del ensayo sobre
Martínez Estrada con el presente político en el (y al) que de un modo indirecto
pero efectivo apunta Ferrer. En efecto, aunque el autor rechaza que su escrito
dependa del tiempo veloz y en última instancia banal de lo “actual”, parece
indudable que este elogio del intelectual autárquico, intuitivo y desbordado
está signado por una admirable disposición polémica con los valores que el
presente ha enarbolado en nombre de la batalla ideológica y otros
slogans.
La incomodidad con lo
efímero y la búsqueda de algo que permanezca es, quizás, el motor más efectivo
de esta preocupación por la figura del biografiado. Menos con la voluntad
explícita de destituir tal o cual aspecto de la actualidad que de impugnar el
modo en que lo ilusorio y acomodaticio de la época devalúa sus posibilidades.
Es este desencanto el que se deja atraer por las grandes sentencias de Don
Ezequiel, curandero de la sociedad, que decía que había que “hablar del pueblo
con el lenguaje de la purificación, no de la seducción”.
¿Saca partido Ferrer del
aparente desencuentro “ontológico” entre el pensamiento de Martínez Estrada
(“raíz de las cosas todo es oscuro, humilde y humillado”) y la política? Puesto
que la terapia que ofrecía al país consistía en ver lo que realmente somos y en
aquello que Foucault llamó parresía (tener el coraje de decir la
verdad), lo político en juego se reviste de muy diferentes cualidades: el hecho
de tener (o aparentar) razón en las discusiones pasa a ser del todo irrelevante
y el juego de la clasificación amigo/enemigo queda impugnado dada su
indisoluble ligazón con un horizonte de eliminación del adversario que le es
propio. Asuntos importantes que se pierden de vista en tiempos de “optimismo”
político ya que “todo entusiasta político” pretende en el fondo que el gobierno
sea como una superficie sobre la cual se proyectar sus propios deseos en lugar
de ver lo que efectivamente es: “el espejismo en política es siempre auto-retrato”.
Con todo, equivocado
sería pensar que Martínez Estrada no tuvo ideas (federalistas, utópicas,
tercermundistas, incluso ácratas, dirá Ferrer) o que nunca se consagró a
los entusiasmos políticos (como sí sucedió con Fidel Castro, el Che Guevara y la
Revolución Cubana). Peros estos pensamientos no son –en el retrato que este
libro construye– asuntos de transformación de la realidad, sino armas para
demoler ídolos y funcionamientos sociales indignos. Martínez Estrada le permite
a Christian Ferrer contar historias: la de la “sociología salvaje” de la
Argentina y de la ciudad (previa a la sociología científica de Gino Germani);
la de la una historiografía nacional irreductible a la polarización entre
cosmovisiones liberales y revisionistas; la de una materialidad del peronismo
incomprendida, incluso por el peronismo mismo; la de una crítica de la
universidad y de la Reforma Universitaria perfectamente vigente y la de una
valoración autónoma de la literatura escrita en el país.
Este capítulo dedicado a
la literatura argentina (a la que le faltó “solidaridad con los desdichados” al
decir de Martínez Estrada) tiene relatos cómicos de escritores (¡caso Gálvez!)
y de la sociedad que los reunió durante años (la SADE); un fervoroso retrato
del amor por Hudson y los pájaros, y otro de su amistad con Victoria
Ocampo y de la comunión espiritual con Héctor Murena (a quien se le dedican
páginas importantes en el libro), así como de la ruptura con Borges y con los
escritores liberales luego de la “fusiladora” y de la tensión con la revista Contorno.
Verdaderamente original
e interesante es la historia del Caribe, de Cuba y del anarquismo
español-cubano que precede a la parte final del libro. Después de recibir el
premio Casa de las Américas, Martínez Estrada vivió un par de años
finales y felices en La Habana, aunque murió en la Argentina. Ferrer le
reprocha este capítulo de su vida. La ve como una claudicación parcial del
viejo, un entusiasmo inconsecuente que lo llevó a desdecirse de muchos de sus
escritos. Deslumbrado por los brillos de los comienzos siempre “solares” de un
pueblo en movimiento, lo real, dice Ferrer es que “pronto correría sangre”. Y
Martínez Estrada “defendió los fusilamientos” ejecutados por el poder
revolucionario.
Y aun así, Ferrer
distingue a Martínez Estrada de una larga lista de personas “y figurones”
imantados por un “inoxidable romanticismo político” cuyo combustible es la
idealización que otorga “sentido a la propia vida más que a la de los demás”.
Lo que le interesa de esta época no son sus escritos en favor de la Revolución,
sino aquellos que exploran la profecía americanista de José Martí (un
“anarquista filosófico”) o las bellísimas páginas que dialogan con el
poeta comunista Nicolás Guillen (que “habla de pueblo sin ser populista”, lanzando
un desafío poético-somático a la literatura burguesa). Pero en el fondo y
fundamentalmente, el reproche por su aventura cubana que le hace Ferrer a
Martínez Estrada es el de un desvío y el de una incoherencia, porque
“ponerse al servicio de la revolución cubana” supone “despedirse de la figura
del intelectual autónomo”.
La discusión política es
conducida así menos hacia el adversario peronista y más frontalmente con la
revolución socialista –cuyos nombres son sobre todo para Ferrer: Stalin, Mao y
Fidel. Cada uno de estos líderes es examinado en última instancia bajo el
prisma del no matarás en la estela de la polémica que hace unos años
propuso el filósofo argentino Oscar del Barco. De trasfondo humanista, la
pregunta última es: ¿importan los muertos asesinados? [1]. León Rozitchner, que
conoció muy de cerca la experiencia cubana durante aquellos primeros años de
Revolución, participó de la discusión propuesta por del Barco[2]. Lo que
Rozitchner propone es un razonamiento ético-político capaz de articular una
condena muy firme de la violencia asesina, pero a partir de otros fundamentos e
implicancias. En efecto, a partir de tomar en consideración el carácter
agonístico de lo político (la cuestión de una “contra violencia” de naturaleza
completamente diferente a la de la violencia asesina), Rozitchner plantea una
crítica feroz no a la violencia en general –cosa en la que Ferrer tampoco cae,
al menos cuando describe la violencia anarquista de comienzo del siglo XX- sino
a la presencia de la violencia “de derecha” en los hombres “de izquierda”. De
todos modos Ferrer no es del Barco y en este texto que se comenta apunta menos
contra la violencia en nombre de las revoluciones que contra la indiferencia de
quienes pueden pensar hoy sin hacerse cargo de esas muertes. La intensidad de
esa preocupación redunda en una exigencia: no pensar ni vivir como si esas
muertes, cada una de ellas, no importaran.
En síntesis, en más de
600 documentadísimas páginas y sin una sola nota al pie, Christian Ferrer
construye el elogio del intelectual autárquico dedicado a forzar “las formas cristalizadas
de la sociedad”, del escritor que transforma el “ensayo en género dramático” y
moviliza una “energía autónoma” distante de las ofertas en pugna y para quien
“los cambios sociales comienzan por la conducta recta”, porque quien “ama la
política detesta la moral” dado que el pathos político es menos asunto de
ideas que de consistencia ética. Una conciencia así puede constituirse, enseña
Ferrer con una palabra: No; y con esta otra: Basta.
[1] Para escuchar una
conversación con Christian Ferrer sobre esta cuestión de los asesinados
políticos pero también de la relación indirecta entre Amargura metódica y el
presente: http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2014/11/clinamen-la-amargura-como-metodo-para.html
[2] La figura de Rozitchner fue
incluida por Ferrer en otro texto junto con Martínez Estrada y el propio Del
Barco en la serie de los disidentes, aquellos cuya palabra verdadera es
esgrimida, puesta en juego críticamente, contra el sentido común y contra los
poderes (como sucedió con su texto sobre la guerra de las Malvinas, con el
coraje requerido para oponerse no solo a los poderes sino también a las
ilusiones de las masas.