Entender al taller y salir del discurso mediático
por Verónica Gago
Esta
semana en el canal C5N, Esteban Mur –el papá de los niños que murieron en el
taller de la calle Páez– contó que vino a la Argentina “por sus propios
medios”. En el mismo momento en que decía eso, el zócalo del canal titulaba:
“Lo trajeron engañado”. ¿Qué pasa que no se puede escuchar lo que lxs
trabajadorxs bolivianxs dicen incluso cuando lo dicen sencillo y claro?
El discurso del “trabajo esclavo” se ha metido bien a fondo
en los medios, en las conversaciones cotidianas y en buena parte de las
organizaciones que argumentan ocuparse del tema. Y esa etiqueta –la del trabajo
esclavo– lo tapa todo. ¿Por qué? Tal vez porque es una manera fácil
de no escuchar lo que lxs migrantes dicen y quieren decir. Porque considerarlos
“esclavos” es un atajo para confirmar que no actúan por sí mismos, que no hay
una racionalidad y una toma de riesgos puestos en juegos a la hora de migrar.
Si se los percibe como salvajes, entonces lo que hacen es “por falta de
educación” o por “costumbres ancestrales” (dos vertientes del argumento
paternalista y culturalista).
Y sin embargo, esa racionalidad de trabajo sí es tenida en
cuenta y explotada por las grandes marcas que saben de la laboriosidad
migrante, de la disposición al esfuerzo e incluso al sacrificio. El cálculo
migrante, entonces, trama una economía dinámica, expansiva y fundamental para
el sector textil pero no sólo se restringe a la confección. También las quintas
del conurbano se nutren de él. Y las ferias. Sin embargo, es lo que no puede
oírse ni en los medios, ni en muchas organizaciones, donde más que trabajadores
lo que se busca mostrar son personas solamente sometidas, sin margen de acción,
sin planes a futuro. A lo sumo se habla de víctimas (de la trata, de las
mafias, o de su propia historia).
La música tenebrosa que aparece en la televisión cada vez
que se habla de los talleres textiles machaca una imagen precisa: como si los
talleres fueran agujeros negros que amenazan a los vecinos blancos.
En ese esquema, se pierde también la dimensión del negocio
inmobiliario que implican sus alquileres (siempre excesivos), también el papel
de los intermediarios que quedan invisibilizados aun cuando su tarea es
estratégica porque conectan a las marcas con los talleres. También el rol del
endeudamiento que moviliza la economía migrante donde siempre se parte de una
suma en rojo: hay que pagar el viaje.
Finalmente, lo que se pierde en esta mirada es también la
temporalidad dinámica del trabajador migrante. Que calcula tal vez estar un
tiempito nomás como costurero, mientras aprende otras cosas (puede ser
periodismo, enfermería o diseño). El taller, como primer lugar de llegada,
tampoco es eterno, tampoco es siempre el mismo. Sin embargo, cuando se congela
su imagen, aparece una especie de condena infinita, de la que no se sale.
La cuestión es qué significa cambiar las condiciones de
explotación bajo las cuales las marcas sacan sus grandes beneficios. Para eso,
en primer lugar hay que hablar de trabajo y no de esclavitud. Segundo, no se
puede pedir allanamientos compulsivos porque sabemos que esa política termina
siendo racista en nombre de la seguridad de los vecinos y no toca para nada la
complicidad policial y política con el negocio. Luego, no se puede ser ingenuos
en la distinción entre talleristas-empresarios y trabajadores. Finalmente, hay
que pensar estrategias para que la voz de las y los costureros tome
protagonismo organizativo, exhiba sus ansias de progreso y de mejores
condiciones porque son ellxs quienes tienen esa riqueza sin la cual ninguna
prenda llega a destino: saben hacerlas bien y rápido.
Es conocido que los sindicatos del oficio no son un
recurso, casi lo contrario. El desafío es una organización propia, capaz
de articular la heterogeneidad de las situaciones diversas de los talleres al
interior de la cadena de valor en la cual están inscriptos y pelear por mejores
condiciones de vida y de trabajo. Pero aún más, que esas mejores condiciones
sean la manera de, en un tiempito nomás, salir del taller. E invertir ese
graffiti que dice “tengo mil sueños que cumplir y dos mil prendas por coser”.
(Fuente: www.elvisorbolivian.com)