El otro lado de Polo
por
Carlos Polimeni
El
3 de diciembre de 1996 Fabián Polosecki puso fin a su vida tirándose debajo de
un tren. Dejaba atrás una carrera de periodista que comenzó trajinando el rubro
de los chismes del corazón y terminó gestando una revolución cultural en la
televisión con dos programas que contaban historias de gente desconocida y
marginada: El Otro Lado y El Visitante. El homenaje que a partir del próximo
domingo le rendirá el Museo de Arte Moderno (exhibiendo una selección de sus
mejores programas) es sólo la punta del iceberg de una serie de proyectos que
intentan llevar su figura a la pantalla. Ésta es la reconstrucción de la vida
de Polo y sus programas, emblemas en la vida de una generación que fue saltando
de la política al arte, del arte a la mística y de la mística al vacío.
En
1991, mientras trabajaba en la revista independiente El primer tajo, Fabián
Polosecki (de aquí en adelante Polo), respondió a un aviso que pedía redactores
con experiencia en periodismo de espectáculos. Presentó en una consultora una
carpeta con sus notas (publicadas en Radiolandia, en el diario Sur, en la
revista Fierro). Unos días después, llamaron por teléfono a su casa: lo habían
seleccionado. Polo tenía veintisiete años, por entonces, y una intensa sed de
futuro. Su nuevo trabajo sería en la hoy desaparecida revista Teleclick, un
house organ de Telefé disfrazado de medio especializado en la farándula. A él
parecía importarle mucho más haber conseguido un trabajo por currículum que
pensar en las notas con las que debería lidiar. Un amigo le aconsejó que
mejorase sus originales, en una era en que todavía se usaban máquinas de
escribir en las redacciones. Los originales de Polo, llenos de tachaduras,
sobreescrituras, a veces hasta manchados o arrugados, eran una verdadera
calamidad, como si hasta sus textos definitivos fuesen borradores. A Polo se le
frunció el ceño ante el consejo, que tomó como una especie de gastada. Cuando
cumplió 29 días en la editorial, le anunciaron que prescindirían de sus
servicios. Su jefe le pidió disculpas, y procedió a explicar que la consultora
había cometido un error en el perfil del redactor que se buscaba: “No queríamos
un bicho de redacciones, sino alguien que supiera contar historias”. Polo se
fue amargado y herido en su amor propio de ese viejo edificio de la calle
México. Dos años después, comenzaría a conducir por ATC el periodístico El otro
lado, por el que ganó tres Martín Fierro entre 1994 y 1995. Ese año condujo El
visitante, una vuelta de tuerca al esquema del programa anterior. En los tres
ciclos, Polo se dedicó a contar historias. Sólo que, en lugar de entrevistar a
famosos de temporada, entrevistó a los desconocidos de siempre. En 1996, luego
de una serie de conflictos con el canal y sus propios equipos de trabajo, Polo
no condujo ningún programa; se hundió en un infierno personal poblado de
fantasmas y fantasías. A fin de ese año, el 3 de diciembre, se zambulló debajo
de un tren, y pasó a ser historia, puro tiempo pasado.
Lo
que logró con sus tres temporadas resulta, visto desde hoy, una hazaña cultural:
trasladar al formato de programa periodístico televisivo los géneros de la
narración cinematográfica, a veces con el acento puesto en el formato
documental, otras –las más arriesgadas– con pasos de ficción. La televisión
periodística del 2001 (desde los noticieros a los programas de Jorge Lanata,
pasando por las investigaciones de Punto/doc, una larga fila de productos de
canal 7 y los clips de Fútbol de primera) utiliza hoy una mezcla de lenguajes
patentada por Polo, que sin embargo lo hacía todo con un gesto como casual.
Sobre esa mezcla de géneros, sin proclamarlo, aquellos tres ciclos se
propusieron contar extraordinariamente historias de gente común, muchas de
ellas sumidas en la marginación. Por vocación, por desesperación o por haber
sido empujadas. Polo, que aspiró de joven a ser revolucionario en la política,
terminó concretando una revolución televisiva, tras la cual hizo mutis por el
foro, levantó el programa de su propia vida.
A
esa revolución audiovisual le rendirá homenaje, desde el próximo domingo 24, el
Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, que presentará durante los siguientes
cinco sábados una selección de sus mejores programas, precedidos y sucedidos
por una serie de debates a cargo de especialistas en cultura audiovisual y
miembros de los equipos de trabajo de Polo. El ciclo comienza el domingo
próximo con el justamente mítico primer programa de la temporada 1993:
“Policías y ladrones”. Luego, se verán “La vaca” (el sábado 30, programa doble
de la temporada 1993), “Agua de puerto” (el sábado 14 de julio, programa de
1994), “Reyes de la noche” (el 21 de julio, programa de 1993) y “Ciudad abajo”
(el 28 de julio, programa de 1993). El sábado 7 de julio no habrá actividades
porque el museo (ubicado en la avenida San Juan 350) debe permanecer cerrado,
por esas cosas municipales. Las funciones serán desde las 18, con entrada
libre. “Seguramente, por Polo vendrá gente que nunca viene a los museos”,
supone Graciela Taquini, curadora de Artes Electrónicas del MAMBA.
1. Polo ya se sentía periodista a los diez años, cuando apenas era el hermanito de
un periodista. En realidad, se llamaba Gustavo de primer nombre, pero desde su
más tierna infancia le dijeron Fabián. Cuenta su madre, Aída, que prefiere
decir que va para los 70 antes de admitir que tiene 69: “La culpa la tuvo una
muchacha que trabajaba en casa. Yo había tenido antes dos hijos varones,
Gabriel y Claudio, así que cuando nació el tercero ya no me quedaban muchos
nombres buenos, y le pusimos Gustavo Fabián. Pero la chica esta que trabajaba en
casa, que era loca por los cantantes de moda, estaba enamorada de Néstor
Fabián, que era novio de Violeta Rivas y estaba de moda por El Club del Clan.
Entonces, para ella, el nenito no era Gustavo sino Fabián. Y nos fue pegando el
nombre, tanto que si, años después, le decían Gustavo, él no respondía”. El
tema de cómo llamarlo siempre fue un problema en la casa. Josué Polosecki, el
padre, polaco de nacimiento y encuadernador de oficio, siempre fue Polo para su
familia. Su primer hijo devino Poli. Al segundo le quedó Polito. Y, cuando
Gustavo Fabián dejó de ser bebé, no hubo apodo para él. De grande, sería Polito
o Polo para sus amigos, usurpando apodos de su árbol genealógico, pero de las
paredes de su casa hacia adentro se lo identificaría siempre por el nombre del
marido de Violeta Rivas.
Los
Polosecki vivían en Belgrano, en la avenida Congreso, cuando Fabián vino al
mundo el 31 de julio de 1964. Unos años después la familia se mudó a una casa
en la calle Fragata Sarmiento, de La Paternal, que sería para siempre el barrio
de sus amores. Gustavo Fabián fue un buen hijo de una familia progresista judía
(familia del ICUF, de mandar a los chicos a la colonia de vacaciones Zumerland,
en Mercedes). Cuando se sentía periodista, a los diez, era durante ciertos sábados,
cuando su hermano Claudio Polosecki, que trabajaba en Gremiales de Clarín,
debía “hacer guardia” durante la tarde. El hermanito del redactor iba a la
redacción, se sentaba a las máquinas y escribía, o hacía como que escribía. A
juzgar por sus originales posteriores, ése fue su único aprendizaje, nunca una
academia Pitman. “Estoy escribiendo una nota sobre la situación”, le dijo una
vez a Sábat, que le hacía “dibujitos” para entretenerlo, en esa calma
pueblerina de las redacciones en fin de semana. Para el hermano menor de
Polito, las redacciones eran un lugar mítico, fundacional. Unos años después,
aparecería escribiendo a máquina en sus programas. Lo hacía en una Olivetti
verde que se había llevado sin autorización del diario Sur, durante la toma que
sucedió al cierre. Polo amaba las máquinas, los libros, la gastronomía, la
música oscura –Nick Cave, The Cure–, la artesanía por sobre los productos
industriales, la lucha grecorromana, los juguetes de plástico, el restaurant
Los Chanchitos, el cine de autor, las cosas viejas. A veces le resultaba
imposible desprenderse de objetos que para otro hubiesen sido triviales.
“De
chico era un vagoneta, con una gran facilidad para hablar con la gente”, cuenta
Aída. En el barrio “era amigo del vecino de arriba, del de abajo, del gallego,
del ruso, de las gitanas de la vuelta, del almacenero”. Era, también, muy
rápido para aprender cosas. Un día, delante de todos, le preguntó a Claudio,
que le llevaba diez años, si ya estaba avispado o seguía siendo virgen. “Porque
si no estás avispado, yo te llevoa un lugar”, completó para asombro de los
mayores. Otra vez, muy chico, comunicó a la familia que ya sabía cómo se
practicaba el sexo, después que su madre reprendiera a uno de los hermanos por
hablar del tema delante del benjamín. “El hombre le pone el pito en la cola a
la mujer”, explicó con cara de triunfador. Había en la casa un ambiente de
permanente discusión, libertad de ideas y politización, que aquel chico
absorbía como parte de la rutina de vivir. Los fines de semana, la familia iba
al Tigre, al igual que centenares de miles de otros porteños de clase media. Al
menor, a veces, había que obligarlo a volver. Nunca pareció tan feliz como en
aquellos años dorados. A veces, cuando se ponía nostálgico de madrugada, ya
famoso, Polo hablaba del Tigre como un Edén. Cuando a su hermano lo echaron de
Clarín después del golpe de 1976 y un primo suyo fue secuestrado y asesinado
por la policía, Gustavo Fabián, que ya estaba en el secundario, pareció crecer
de golpe. Ingresó a la Federación Juvenil Comunista y se convirtió a la
brevedad en un referente de su política de secundarios. Peregrinó de colegio en
colegio, mientras seguía viviendo con sus padres, que cada vez tenían menos
información sobre su vida y muchas veces sentían miedo. Conoció las comisarías
y las tentaciones de la justicia por mano propia. Al fin y al cabo, era un
chico crecido en dictadura, en una ciudad bañada de sangre. Un día, la
directora de uno de esos colegios, en que Polo dirigía un periódico, llamó por
teléfono a la madre, para hablarle de mujer a mujer. “Tenga cuidado con lo que
escribe su hijo”, le recomendó. En casa, el hijo escuchaba a Egberto Gismonti y
Pat Metheny, y su mamá Aída sentía que crecían juntos.
2. Cuando terminó el secundario, Polo se inscribió en la carrera de Sociología,
pero duró un año. A los veinte se fue de la casa, a vivir con un amigo que
había venido desde Santa Fe a estudiar teatro. Después, tuvo su primera
relación de pareja estable, con Martina, que era cordobesa y amaba la palabra militante.
A los veinticuatro, Polito trabajaba ya en Radiolandia, a las órdenes de
Catalina Dlugi: había conseguido ingresar al mundo de los profesionales del
periodismo, después de años de trabajar por amor al arte o al Partido. En esa
redacción conoció a Enrique Sdrech, a quien admiró incondicionalmente, y se
topó con la realidad del periodismo profesional: hizo docenas de notas
pedorras, inventó romances ridículos, perdió horas en guardias absurdas. En esa
redacción en que Dlugi era jefa, también trabajaban Nora Lafón, Carlos Monti
–hoy conductor de Rumores– y Laura Ubfal, entre otros. Ubfal, que hoy conduce
el programa de TV La linterna, fue la encargada, años después, de entregarle
uno de los Martín Fierro. “Lo sentía como un triunfo de todos nosotros, los que
intentamos hacer un periodismo digno dentro de un rubro perverso”, cuenta en un
pasillo del mismo Canal 7 que trajinaba Polo en la era en que Gerardo Sofovich
se trasladaba por allí en un carrito para jugadores de golf que hoy usan en los
sketches de Todo x $2. Una vez, Polo tuvo un romance de película con una
estrella, que, en un arrebato de pasión, se lo llevó de turista sexual a Mar
del Plata. La pasión duró lo que un peinado. Ella, que podría haber sido su
madre y porque es una dama no lo contó nunca, le dijo gracias por los servicios
prestados y hoy conduce un programa más que visto en Telefé. Polo nunca se
avergonzó de su desempeño en la revista, pese a que el universo de la farándula
estaba tan lejos de sus ideales como Moscú de Buenos Aires. “Se divertía
saturando sus notas de lugares comunes, hasta llegar al surrealismo”, cuenta
Pablo De Santis, su amigo en la redacción de Radiolandia y futuro guionista de
El otro lado y El visitante. “Llegamos a planear un libro sobre nuestra
experiencia en revistas del corazón que incluiría, a la manera de Flaubert, un
diccionario de lugares comunes”. A Polo, la experiencia laboral de escribir
sobre temas que no le importaban un comino lo marcó a fuego e incluso, se
ufanaba, pudo sacarle provecho. “En Radiolandia tuve una escuela de
entrevistador muy puta”, le contó a Rodrigo Fresán, en una nota aparecida en
Página/30. “Cuando vos vas a entrevistar a la actriz X y la mina está
convencida de que vas a preguntarle sobre su carrera, y en realidad te pidieron
que averiguaras cómo coge con el actor Z, desarrollás la cualidad de poder
hablar una hora y media sobre algo que no te importa, hasta que la tipa tenga
ganas de decirte lo que vos estás esperando desde el principio. No es aplicable
a lo que hago en El otro lado, pero también es cierto que me la paso esperando
a que un desconocido se afloje y me cuente algo que jamás pensó contarle a
nadie. Para siete u ocho minutos de televisión, yo grabo una hora o más”. Sin
embargo, De Santis atestigua que, si bien Polo fue siempre un tipo sensible,
creativo e inteligente, recién encontró una forma de expresión adecuada a sus
potencialidades en el trabajo televisivo. “En la televisión, su talento por fin
encontró un lugar. Siempre lo habíamos llamado Polito; ahora era Polo.”
Festín
para psicoanalistas: el chico que llegó tarde a los apodos familiares había
saltado de usurpar el apodo del hermano periodista a calzarse el del padre, la
presencia dominante en la casa. “Familia judía sí, pero todos machistas”, se
ríe Aída, que está haciendo un curso de interpretación de textos literarios y
otro de francés, en el Centro Cultural Ricardo Rojas. Josué y Aída ya no viven
en La Paternal, ni en el Tigre, donde pasaron unas temporadas. Ahora se mudaron
a Corrientes al 2000, al lado del cine Cosmos, donde en los ‘80 Fabián iba a
ver cine del Este europeo, cuando eso era una postura política en sí. Después
se perdía en los bares, a veces hasta que amanecía.
3. Nadie entendió nunca el final de Polo, que aún duele y deja la garganta con
gusto a fósforo. “Me parece bárbaro que le haga un homenaje la gente del Museo,
que lo conoció sólo por su obra”, plantea Claudio Polosecki, que acaba de
desempeñarse en el directorio de Télam y es parte del equipo de campaña de la
Alianza que comanda, con vista a las elecciones de octubre, Rafael Pascual,
presidente de la Cámara de Diputados. “Es la mejor manera en que puede aspirar
a ser homenajeada una figura pública. Pero yo no sé si voy a ir a ver algunas
de las pasadas de sus programas. A mí me duele mi hermano. El dolor de su
ausencia no se borra, no se esfuma, por más que hayan pasado cuatro años y
medio. Si no voy, que quede claro que es porque soy muy cobarde para el dolor.
Tardé tres años en ir a su tumba a la Chacarita. Pero fui.” Para Claudio, que hoy
tiene cuarenta y siete años, Fabián fue algo así como su hermano-hijo. “Siempre
se me pegaba, y a mí me gustaba. Siguió mis pasos, en el periodismo, en la
producción televisiva. Cuando él iba a empezar el primer ciclo, un día cayó en
la productora que teníamos con Ricardo Wüllicher (cineasta, director de
Quebracho, entre otros films) a consultarnos sobre la idea de que el
protagonista fuese un guionista de historieta, algo inspirado en su experiencia
en Fierro. A mí me gustó la idea, y le dimos nuestros consejos. Sentí que me
hacía parte del proyecto. Al segundo año, directamente me llamó para que
trabajásemos juntos, y armamos una productora. Es que, después del primer año,
todo eran mieles en cuanto a repercusión, pero el tema de la guita era un
quilombo.”
Nunca
dejó de serlo, en realidad, y eso le trajo a Polo una serie de problemas
importantes con los amigos de que se había rodeado. En el equipo de Polo
jugaron los directores Nacho Garasino, Daniel Lazlo y Diego Lublinsky, el
guionista Pablo De Santis, los investigadores periodísticos Marcelo Birmajer,
Ricardo Ragendorfer, Pablo Reyero, Ariel Barlaro y Gustavo Salem, y el
camarógrafo Claudio Beiza. “Se conjugó gente de palos diversos, de la
literatura, del periodismo, de la televisión y del cine, haciendo un esfuerzo
en conjunto admirable”, destaca Reyero. “Se trabajaba mucho, y con tiempos
cortos propios de una producción independiente, con mucho amor por la
camiseta.” Reyero, que hoy tiene 35 años, dirigió uno después de la muerte de
Polo el brillante documental Dársena Sur, fue el director de Punto/doc en 1999
y prepara ahora un largo de ficción. “Polo era un tipo poderosamente intuitivo
con la gente, agudo como periodista y un gran entrevistador. Por eso, El otro
lado es un caso único de calidad en la historia de la televisión argentina.”
Casi
todos los amigos, sin embargo, terminaron peleados con su jefe, cuando el jefe
empezó a patinar. De hecho, El visitante –la historia de un hombre con la vida
sin resolver, contada en clave de comic– fue el más solista de sus programas.
Polo se sintió durante esos largos meses un personaje de Kafka, atrapado entre
una convocatoria de acreedores de ATC (por eso no cobraba el dinero que le
adeudaban) y los reclamos de la gente que había convocado para el proyecto que
justificaba su existencia. Si aparentemente la vida le sonreía –en eso tenían
que ver Vivi, su esposa desde 1993, y Milena, su hija desde 1994–, la procesión
iba por dentro. “Dicen que la televisión es mágica, pero esa magia puede ser
una magia negra. La televisión puede darte cosas y sacarte otras. Y, cuando un
día se te corta la racha, hay que estar muy preparado para soportarlo”, comenta
uno de los integrantes de sus equipos de trabajo de 1994.
Milena
Polosecki, que hoy tiene siete años, impresiona. Lo dice todo el mundo. “Tiene
el cuerpito de Vivi pero la cara es de Fabián”, se emociona el tío Claudio.
Milena, como su padre, parece un ángel extraviado, una personita salida de una
fábula. Está reencontrándose con su padre, ahora que en la casa se ven los videos
de aquellos programas, en buena parte porque mamá los ha ido eligiendo para las
pasadas en el Museo. La abuela Aída también tiene los videos y le ha copiado
una serie de fotos guardadas durante lustros en los cajones del amor, para que
cada vez que visite la casa se reencuentre con él. Mamá Vivi –Viviana Gallardo,
hoy de treinta y un años y otra nena, Carmen, de otro padre, José Luis– flota
en el mundo cada vez que piensa por qué pasó lo que pasó. “Yo todavía no
resuelvo muy bien la historia. Siento un trillón de cosas”, dice. Ver ahora los
viejos programas es como ver partes de su propia vida, narrada por otro. “Ahora
estoy parada en un lugar muy diferente”, cuenta Vivi, que vio primera vez al
que sería su marido en un aparato de televisión. “Veo cosas muy distintas a las
que veía cuando estaba enamorada. No sé bien... veo en él una necesidad, una
debilidad, que para mí entonces no existían. Yo pensaba que él era alguien que
escuchaba mucho, y hoy me parece que en realidad no escuchaba nada. Lo veo tierno,
y a la vez distante.” Vivi supone que le va a llevar toda la vida entender la
decisión de Polo de irse del mundo por propia voluntad, y que quizá no la
entienda jamás. “Me parece que eligió un final que habla bastante de él. No fue
un arrebato, sino un proceso muy largo.” Estaban separados desde siete meses
antes cuando Polo se zambulló debajo del tren. Durante esos siete meses, Polo
se había ido a vivir a una isla del Tigre, su Edén, junto a Eduardo, un
muchacho que había conocido haciendo el que fue el último programa emitido de
El visitante. Dicen que Eduardo intentó captarlo para una secta. El Tigre del
final se parecía mucho más a un infierno que al Edén de la niñez. Es curioso:
Polo creía haber recuperado la libertad de navegar libre de ataduras y en
realidad estaba yéndose a pique.
4
Hay uno de los programas del primer año de El otro lado que aún hoy causa una
impresión espeluznante: es el dedicado a los trenes. En uno de sus fragmentos,
Polo dialoga con un maquinista sobre los suicidios, preguntándole –o
preguntándose– qué siente alguien que no puede parar una locomotora que está a
punto de arrollar a un desesperado. El maquinista le cuenta sus impresiones y
luego le indica que el punto más complicado es la estación de Santos Lugares,
el lugar perfecto para un suicida. Las cámaras muestran ese punto de las vías.
Lo que impresiona al que sabe la historia es que Polo volvió al lugar tres años
después paraponer fin a sus días, como si el programa le hubiese dado la idea.
La noche anterior había pasado cerca de las once por la casa de sus padres, que
utilizaba para dormir, comer y obtener mudas de ropa limpia cuando venía del
Tigre a Capital, no tan seguido, y a veces vestido como un pordiosero. Esa
noche preguntó por su padre y, como Aída le contestó que no estaba, que acaso
se había ido a Hebraica a juntarse con sus amigos, Polo quedó en volver más
tarde. No volvería jamás. Hablaba sin dialogar, parecía con la mente en otro
planeta. Llamó por teléfono a Claudio, que esa noche cumplía años, y quedaron en
verse el lunes. La familia había decidido que tal vez debía presionarlo para
que intentase un tratamiento contra la adicción, pero nadie estaba seguro de
cómo reaccionaría. A veces, cuando ve en el Once a chicos pidiendo plata o
comida, o jugándose la vida por unos pesos, Aída piensa en Gustavo Fabián, y
siente un dolor que no puede poner en palabras. “Al final, yo le miraba las
zapatillas, que no se lavaba nunca, ni me dejaba lavar, y sentía por dentro una
pena muy grande, porque lo notaba perdido, en un mundo que yo no entendía, y
que definitivamente no le hacía bien.” Para esa época, el consumo
indiscriminado de drogas –la básica era marihuana– parecía haberlo puesto en un
limbo permanente. A veces tenía delirios persecutorios y otras se ponía agresivo
de más. En América, se presentó a una reunión de trabajo vestido con botas de
pescador hasta arriba de la rodilla. Ese día lo acompañaba Eduardo, al que
hacía figurar como su socio. Para una parte de la familia, este amigo de
soltería fue, en rigor, el socio en la debacle mental que terminó con Polo
fuera de este mundo.
“A
Eduardo lo satanizan, pero yo creo que era un muchacho sin muchas luces. No lo
veo con capacidad para haberle manejado la mente”, dice el cineasta Gustavo
Alonso, que está terminando la preproducción de un documental sobre Polo que se
filmará este invierno. Alonso es docente de la cátedra “Mirada Polosecki”, de
la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata. El film,
cuyo productor es Coco Blaustein (el director de Cazadores de utopías), se
llamará La vereda de la sombra. “Me interesa contar una parte de la historia de
los ‘80 y los ‘90 a partir de la figura de Polo, porque pienso que son décadas
que no se cuentan, salvo desde el punto de vista del rock, o en los relatos que
hace el radicalismo”, dice Alonso, que tiene treinta y dos años. “Entre tanto
Galimberti auspiciando un debate sobre los ‘70, sería bueno poner a un
personaje como Polo en medio de un debate sobre lo que vino después: el destino
de la militancia, el periodismo independiente, la gente que estaba del otro
lado”, agrega. Para el realizador, ese documental no debería ser un homenaje,
sino un film de discusión sobre su propio personaje. Alonso y su equipo han
realizado 76 entrevistas a amigos, incluyendo a Eduardo y a conocidos y
compañeros de trabajo de Polo, procurando encontrar las contradicciones y
visiones complementarias que construirían el personaje. “A mí me desconcierta
Polo: creí que investigando me toparía con la biografía de una especie de Roberto
Arlt, un maníaco depresivo deambulando de noche por la ciudad. Y me encuentro
con la realidad de que, para muchos de sus amigos, se trata de un tipo devorado
por su propio personaje, que se creyó lo que habían inventado entre todos. Me
ha pasado todo el tiempo en la investigación: cuando lo veía como un Enrique
Symns terminó resultando un pollo de Sdrech, y viceversa.” Para Alonso, los
últimos meses del personaje, abandonando todo –su familia, la televisión, la
ciudad– son un descenso a los infiernos de Apoca-lypse now, pero de un “tipo
colgado”que a veces actuaba con la inconsciencia de Charly García y otras veces
era el ser más dulce y humano del mundo. A su tesis central –la historia de un
tipo en estados alterados comido por el personaje televisivo que había
inventado cuando estaba lúcido– ha ido sumándosele una serie de subtesis, que a
lo mejor se la devoran cuando llegue la hora del rodaje. Para Alonso, Polo
quería ser como uno de sus investigadores,el periodista Ricardo “Patán”
Ragendorfer, un tipo con calle y tuteo con los submundos más pesados, con los
marginales definitivos. Pero se pasó de rosca: quedó en el brete de los que
sólo pueden avanzar.
La
vereda de la sombra no es el único proyecto de película sobre Polo. En la
preproducción de su documental anda también Horacio Ramos, ex miembro del staff
del Canal 4 Utopía, que cree que El otro lado y El visitante han sido los
programas de televisión más influyentes de la televisión de la democracia.
“Polo cambió la historia de la televisión como una especie de prolongación de
su militancia política, aunque jamás bajaba línea”, plantea Ramos, que tiene
treinta y siete años y comenzará su rodaje en algún momento del segundo
semestre del 2001. “Su compromiso se ve claramente en los temas que elegía tratar,
en el punto de vista desde el cual los abordaba y en su absoluta distancia del
poder, de las figuras del poder y de los discursos del poder.” Para Ramos, hay
una continuidad lógica entre las notas que Polo escribió en Sur y Página/12
(los diarios en que trabajó entre 1989 y 1992) y el enfoque ideológico de sus
programas televisivos. “Toda la gente que hace televisión alternativa o
independiente, incluso la de las radios comunitarias, está actualmente cruzada,
de una u otra manera, por la influencia de Polo. En Utopía todos hablaban de
Polo o querían ser como él.” Pero hay algo mucho más llamativo, sostiene Ramos:
el modo en que su forma de hacer televisión impacta en los actuales estudiantes
de comunicación, bellas artes, artes visuales, televisión, periodismo. “Hay un
circuito de chicos de dieciocho a veintidós años, que no vieron los programas
en su momento, que se pasan de mano en mano los videos caseros de esos
programas, como objetos de culto, pero también de aprendizaje.” Polo enseñando
a hacer televisión desde la tumba.
5. “En los últimos meses había oído demasiado. Y había visto cosas que habría
preferido no ver”, escribió De Santis para uno de los guiones del año ‘94.
Ahora todos sabemos que era, para Polo, haber estado demasiado tiempo del otro
lado, cargándose de historias que le invadieron la mente y el alma. De
historias sin anestesia. Estar del otro lado era ya no encontrarle sentido
alguno a estar de este lado.