Epístola de George Bataille a René Char
Sobre las
incompatibilidades del escritor [1]
(Traducción:
Gerardo Córdoba)
París, Mayo de
1950
Mi querido amigo,
La pregunta que
usted ha planteado «¿Hay incompatibilidades?», en la revista Empédocles[2] ha
tomado para mí el sentido de una conminación esperada, que al fin, sin embargo,
yo desesperaba por escuchar. Percibo cada día un poco mejor que este mundo,
donde estamos, limita sus deseos por dormir. Pero una palabra llama en tiempo
querido una suerte de crispación, de recuperación.
Ocurre ahora,
bastante a menudo, que la solución parece próxima: en este momento una
necesidad de olvidar, de no reaccionar más, lo lleva sobre las ganas de vivir
aún… Reflexionar sobre lo inevitable, o intentar simplemente no dormir más: el
sueño[3] parece preferible. Hemos asistido a la sumisión de lo que sobrepasa
una situación muy pesada. Pero los que gritaron ¿estarán más despiertos? Lo que
viene es tan extraño, tan vasto, tan poco, en la medida de la espera… En el
momento en que el destino que los conduce toma figura la mayor parte de los
hombres se remiten nuevamente a la ausencia. Los que parecen resueltos,
amenazadores, sin una palabra que no sea una máscara, voluntariamente se han
perdido en la noche de la inteligencia. Pero la noche en que se oculta ahora el resto de la tierra es
más espesa: al sueño[4] dogmático de los unos se opone la confusión exangüe de
los otros, caos de innombrables voces grises, agotándose en el adormecimiento
de los que escuchan.
Mi vana ironía es
quizás una manera de dormir más profunda… Pero escribo, hablo, y no puedo más
que regocijarme si la ocasión me es dada por su responder, querer mismo, con
usted, el momento del despertar, en que por lo menos no será más aceptada esta
confusión universal que ahora hace del pensamiento mismo un olvido, una
tontería, un ladrido de perro en la iglesia.
Quien más es,
respondiendo a la cuestión que usted ha planteado, tengo el sentimiento de
alcanzar al fin al adversario, —quien, seguramente, no puede ser tal o cual,
sino la existencia en su completud, hundiendo, adormeciendo, y ahogando el
deseo,— y de alcanzarlo al fin en el punto en que debe serlo. Usted invita,
usted provoca a salir de la confusión… Quizá un exceso anuncia que el tiempo
viene. A la larga, ¿cómo soportar que la acción, bajo formas tan desdichadas,
acabe de «escamotear» la vida? Sí, quizá el tiempo viene ahora, para denunciar
la subordinación, la actitud avasallada, con lo que la vida humana es
incompatible: subordinación, actitud, aceptadas desde siempre, pero de las que
un exceso nos obliga, hoy en día, a separarnos lucidamente. ¡Lucidamente! Es,
bien entendido, sin la menor esperanza.
A decir verdad, por hablar así, se arriesga
siempre a engañar. Pero usted me sabe tan lejos del abatimiento como de la
esperanza. He escogido simplemente vivir: me asombro en todo momento de ver
hombres ardientes y ávidos de tratar de burlarse del placer de vivir. Esos
hombres confunden visiblemente la acción y la vida, sin nunca ver más que, la
acción siendo el medio necesario en la conservación de la vida, lo único
válido[5] es la que se borra, en el rigor se prepara para borrarse, ante la
«diversidad rielante» de la cual usted habla, que no puede, y nunca podrá ser
reducida a lo útil.
La dificultad de
subordinar la acción a su fin viene de lo que lo único válido es lo más
rápidamente eficaz. De donde, inicialmente, la ventaja de entregarse a eso sin
medida, de mentir y de ser desenfrenado. Si todos los hombres admitieran obrar
tan poco como la necesidad el encargo[6] en su totalidad, mentira y brutalidad
serían superfluas. Son la propensión desbordante en la acción y las rivalidades
que manan de ahí, que hacen la eficacia más grande de los mentirosos y de los
ciegos. Además, en las condiciones dadas, ¡no podemos nada para salir de eso:
para remediar en el mal de la acción excesiva, hace falta o hará falta obrar!
Nunca hacemos, pues, más que encargar[7] verbal y vanamente a los que mienten y
ciegan a los suyos. Todo se estropea en esa vanidad. Ninguno puede encargar la
acción más que por el silencio, —o la poesía,— abriendo su ventana en el
silencio. ¡Denunciar, protestar es aún obrar, es al mismo tiempo sustraerse
ante las exigencias de la acción!
Nunca, me parece,
señalaremos bastante bien una primera incompatibilidad de esta vida sin medida
(hablo de lo que es, en el conjunto, que, más allá de la actividad productiva
es, en el desorden, lo análogo de la santidad), que solo cuenta y que solo es
el sentido de toda humanidad, —como consecuencia de la acción sin medida misma.
La acción no puede tener, evidentemente, valor más que en la medida en que
tiene la humanidad por razón de ser, pero acepta raramente esta medida: pues la
acción, de todos los opios, procura el sueño[8] más pesado. El lugar que toma
hace soñar[9] con los árboles que impiden ver el bosque, que se dan para el
bosque.
Es por eso, me
parece, dichoso por oponernos al equivoco y no pudiendo obrar verdaderamente
nuestro sustraer sin ambages. Digo nosotros, pero sueño con ustedes, conmigo,
con los que se parecen a nosotros. Dejar los muertos a los muertos (salvo imposible), y la acción (si es
posible) a los que la confunden apasionadamente con la vida.
No quiero decir
así como debemos en todos los casos renunciar a toda acción, no podremos,
posiblemente, nunca dejar de oponernos a las acciones criminales o desatinadas,
pero nos hace falta claramente reconocerlo, la acción racional y válida[10]
(desde el punto de vista general de la humanidad) volviéndose, como lo
habríamos podido prever, la parte de los que obran sin medida, arriesgando por
eso, de racional en la partida, ser cambiada dialécticamente en su contrario,
no podríamos oponernos a eso más que con una condición, si nos substituimos, o
más bien, si tenemos el corazón y el poder de substituirnos en aquellos de los
cuales no amamos los métodos.
Blake dice poco
más o menos en estos términos: «Hablar sin obrar, engendrar la pestilencia.»
Esta incompatibilidad de la vida sin medida
y de la acción desmesurada es decisiva a mis ojos. Tocamos el problema cuyo
«escamoteo» contribuye sin ninguna duda al modo de proceder ciego de toda la
humanidad presente. Tan raro como eso parece en primer lugar, creo que este
escamoteo fue la inevitable consecuencia del debilitamiento de la religión. La
religión planteaba este problema: mejor, era su problema. Pero, de grados a
grados, ha abandonado el campo en el pensamiento profano, que aún no ha sabido
plantearlo. No podemos lamentarlo pues, planteándolo con autoridad, la religión
lo planteaba mal. Sobre todo, lo planteaba de manera equivoca —en el más allá.
En su principio la acción seguía siendo el asunto de este mundo…: todos sus
verdaderos fines seguían siendo celestes. Pero finalmente nos toca plantearlo
bajo su rigurosa forma.
Así su cuestión me
conduce, desde mi afirmación muy general, a esforzarme por precisar, desde mi
punto de vista, los datos actuales y el alcance de la incompatibilidad que me
parece fundamental.
No se toma aun tan claramente como, en el
tiempo presente, es, aunque en apariencia haya durado mucho, —el debate sobre
la literatura y el compromiso que es decisivo. Pero justamente, no podemos
dejar eso ahí. Creo que, en primer lugar, importa definir lo que pone en juego
la literatura, que no puede ser reducida a servir a un maestro. NON SERVIAM es,
se dice, la divisa del demonio. En ese caso la literatura es diabólica.
Amaría en este
punto dejar toda reserva, dejar en mí hablar la pasión. Eso es difícil. Eso es
resignarme a la impotencia de deseos demasiado grandes. Querría evitar, en la
medida misma en que la pasión me hace hablar, recurrir a la expresión cansada
de la razón. Sea lo que sea, por lo menos usted podrá sentir en primer lugar
que eso me parece vano, incluso imposible. Eso es oscuro si digo que en la idea
de hablar sagazmente de esas cosas, experimento un gran malestar. Pero me
dirijo a usted, quien verá de golpe, a través de la pobreza de palabras
sensatas, lo que no ase más que ilusoriamente mi razón.
Lo que soy, lo que
son mis pareceres o el mundo en que somos[11], me parece honesto afirmar
rigurosamente que no puedo saber nada de eso: apariencia impenetrable, pobre
luz vacilante en una noche sin límites concebibles, que rodea todos los lados.
Me mantengo, en mi impotencia asombrada, en una cuerda. No sé si amo la noche,
eso se puede, pues la frágil belleza humana no me conmueve hasta el malestar,
más que por saber insondable la noche en que ella viene, en que ella va. ¡Pero
amo la figura lejana que los hombres han trazado y no cesan de dejar de ellos
mismos en esas tinieblas! Me arrebata y
le amo y eso me hace mal frecuentemente por amarle demasiado: aun en sus
miserias, sus tonterías y sus crímenes, la humanidad sórdida y tierna, y siempre
extraviada, me parece un desafío embriagador. No es Shakespeare, es ELLA, quien
tuviera esos gritos para desgarrarse, no importa si sin fin ELLA traiciona lo
que ella es, que la excede. ELLA es conmovedora
en la simpleza, cuando la noche se hace más sucia, cuando el horror de
la noche cambia los seres en un vasto desperdicio.
Se me habla de mi
universo «insoportable», como si quisiera en mis libros exhibir algunas cicatrices, como lo hacen los
desdichados. Es verdad que en apariencia, me plazco en negar, al menos en
descuidar, en tener para nada los múltiples recorridos que nos ayudan a
soportar. Los desprecio menos que lo que me parece, pero, seguramente, tengo
prisa en devolver lo poco de vida que me toca a lo que se sustrae divinamente
ante nosotros, y se sustrae a la voluntad de reducir el mundo a la eficacia de
la razón. Sin tener nada contra la razón y el orden racional (en los numerosos
casos en que es claramente oportuno, soy como los otros para la razón y el
orden racional), yo no sepa más que en este mundo nada haya nunca parecido
adorable que no excediera la necesidad de utilizar, que no destrozara y no
estremeciera al encantar, que no fuera, en una palabra, sobre el punto de no
poder ser soportado más. Quizás tengo la culpa, sabiéndome claramente limitado
por el ateismo, de nunca haber exigido menos de este mundo que los cristianos
no exigían de Dios. La idea de Dios misma, aunque tuvo por fin lógico dar razón
del mundo, ¿no tuvo que helarse? ¿no era
ella misma «intolerable»? Con más fuerte razón
lo que es, de lo cual no sabemos nada (sino en trozos despegados), de lo
cual nada da razón, y de lo cual la impotencia o la muerte del hombre es la
única expresión bastante plena. No dudo que al alejarnos de lo que tranquiliza,
nos aproximábamos a nosotros mismos, a ese momento divino que muere en
nosotros, que ya tiene la extrañeza del reír, la belleza de un silencio
angustiante. Lo sabemos desde hace tiempo: no hay nada que encontrábamos en
Dios que no podíamos encontrar en nosotros. Seguramente, en la medida o la
acción útil no lo ha neutralizado, el hombre es Dios, consagrado, en un
transporte continuo, a una «intolerable» alegría. Pero el hombre neutralizado
por lo menos no tiene más nada de esa dignidad angustiante: el arte solo hereda
hoy en día, bajo nuestros ojos, el papel y el carácter delirantes de las
religiones: es el arte hoy en día quien nos trasfigura y nos roe, quien nos
diviniza y nos burla, quien expresa por sus mentiras pretendidas una verdad
vacía al fin de sentido preciso.
No ignoro que el
pensamiento humano se desvía en su completud del objeto del cual hablo, que es
lo que somos soberanamente. Lo hace de golpe seguro: nuestros ojos se desvían
menos necesariamente del deslumbramiento del sol.
Para los que quieren limitarse a ver lo que
ven los ojos de los desheredados, se trata del delirio de un escritor… Me
guardo de protestar. Pero me dirijo a usted, por usted, a los que se nos
parecen, y usted sabe mejor que yo eso de lo que hablo, teniendo la ventaja
sobre mí de no desertar nunca de eso. ¿Cree usted que un objeto tal no pide de
los que lo abordan que ellos escojan? Un libro frecuentemente desdeñado, que
testimonia no obstante uno de los momentos extremos en que el destino humano se
busca, dice que ninguno puede servirse
de dos maestros[12]. Yo diría más
bien que ninguno puede, alguien tiene ganas que tuviera eso, servirse de un
maestro (cualquiera que sea), sin negar en él mismo la soberanía de la vida. La
incompatibilidad que el Evangelio formula no es menos que eso, en la salida, a
pesar del carácter útil, de juez y de benefactor, dado a Dios, la de la
actividad práctica y del objeto del cual hablo.
No se puede, por
definición, pasarse de la actividad útil, pero otra cosa es responder a la
triste necesidad y dar el paso a esa necesidad en los juicios que deciden
nuestra conducta. Otra cosa hacer de la pena de los hombres el valor y el juez
supremos, y no recibir por soberano más que mi objeto. La vida, por un lado, es
recibida en una actitud sumisa, como una carga y una fuente de obligación: una
moral negativa entonces, responde a la necesidad servil de la molestia, que
nadie podría contestar sin crimen. En el otro sentido, la vida es deseo de lo
que puede ser amado sin medida, y la moral es positiva: ella da exclusivamente
el valor al deseo y a su objeto. Es común afirmar una incompatibilidad de la
literatura y de la moral pueril (no se hace, se dice, buena literatura con
buenos sentimientos). ¿No debemos, a fin de ser claros, señalar en
contrapartida que la literatura, como el sueño, es la expresión del deseo, —del
objeto del deseo, — y por eso de la ausencia de molestia, de la insubordinación
ligera?
«La literatura y
el derecho a la muerte» niega la seriedad de la cuestión: « ¿Qué es la
literatura?» que «nunca ha recibido más respuestas insignificantes». «La
literatura… parece el elemento vacío… sobre el cual la reflexión, con su propia
gravedad, no puede retornarse sin perder su seriedad.» ¿Pero de este elemento
no podemos decir que es justamente el objeto del cual hablo, que, absolutamente
soberano, pero no manifestándose más que por el lenguaje, no es en el seno del
lenguaje más que un vacío, ya que el lenguaje «significa» y que la literatura
retira en las frases el poder de designar otra cosa que mi objeto? Ahora bien,
de este objeto, si tengo tanto mal por hablar, es que nunca aparece incluso
desde el instante en que hablo de eso, ya que, como parece, el lenguaje «es un
momento particular de la acción y no se comprende por fuera de ella» (Sartre).
En estas
condiciones la miseria de la literatura es grande: es un desorden resultante de
la impotencia del lenguaje por designar lo inútil, lo superfluo, a saber la
actitud humana sobrepasando la actividad útil (o la actividad considerada en el
modo de lo útil). Pero, para nosotros, del cual, de hecho, la literatura fue la
preocupación privilegiada, nada cuenta más que los libros, —que leemos o que
hacemos,— sino lo que ponen en juego: y tomamos por nuestra cuenta esta
inevitable miseria.
Escribir no es
menos en nosotros el poder de añadir un trazo a la visión desconcertante, que
maravilla, que asusta, —que el hombre está en él mismo incesantemente. ¡Bien
sabemos, de las figuras que formamos, que la humanidad se pasa de ellas
fácilmente: en suponer incluso que el juego literario completo sea reducido,
avasallado a la acción, el prodigio está ahí de todas maneras! La impotencia
inmediata de la opresión y de la mentira es incluso más grande que la de la
literatura auténtica: simplemente, el silencio y las tinieblas se extienden.
Sin embargo, ese
silencio, esas tinieblas preparan el ruido resquebrajado y los lugares temidos
de nuevas tormentas, preparan el retorno de conductas soberanas, irreductibles
al hundimiento del interés. Pertenece al escritor no tener otra elección más
que el silencio, o esta soberanía tormentosa. En la exclusión de otras
preocupaciones mayores, no puede más que formar esas fascinantes figuras
—innombrables y falsas—, que disipa el recurso en la «significación» del
lenguaje, pero donde la humanidad perdida se encuentra. El escritor no cambia
la necesidad de asegurar las subsistencias, —y su repartición entre los hombres,—
no puede tampoco negar la subordinación a esos fines de una fracción del tiempo
disponible, pero fija él mismo los límites de la sumisión, que no es menos
necesariamente limitada como ineluctable. Está en él, es por él que el hombre
aprende que por siempre permanece inasible, siendo esencialmente imprevisible,
y que el conocimiento debe finalmente resolverse en la simplicidad de la
emoción. Es en él y por él que la existencia es generalmente lo que la hija es
al hombre que la desea, que ella le ama o le abre, que le aporta el placer o la
desesperanza. La incompatibilidad de la literatura y del compromiso, que
obliga, es pues precisamente la de contrarios. Nunca hombre comprometido no
escribió nada que no fuera mentira, o no sobrepasara el compromiso. Si parece
ir de otro modo es que el compromiso del que se trata no es el resultado de una
elección, que respondió a un sentimiento de responsabilidad o de obligación,
sino el efecto de una pasión, de un insalvable deseo, que no dejaron nunca la
elección. El compromiso del cual el temor del hambre, del avasallamiento o de
la muerte de otro[13], del cual la pena de los hombre hicieron el sentido y la
fuerza apremiante aleja al contrario de la literatura, que parece mezquina —o
peor— a lo que busca la molestia de una acción indiscutiblemente acuciante, a la cual sería floja o fútil por
no consagrarse completamente. Si hay alguna razón de obrar, hace falta decirla
lo menos literalmente que se pueda.
Es claro que el
escritor auténtico, que no escribe para mediocres o por irreconocibles[14]
razones, no puede, sin caer en la simpleza, hacer de su obra una contribución a
los designios de la sociedad útil. En la medida en que serviría, esta obra no
sabría tener verdad soberana. Iría en el sentido de una sumisión resignada, que
no tocaría solamente la vida de un hombre entre otros, o de un gran número,
sino lo que es humanamente soberano.
Es verdad, esta
incompatibilidad de la literatura y del compromiso, fue fundamental, no puede
ir siempre contra los hechos. Ocurre que la parte exigida por la acción útil se
refiere a la vida entera. No hay más, en el peligro, en la urgencia o la
humillación, lugar para lo superfluo. Pero desde entonces, no hay más elección.
Justamente se ha alegado el caso de Richard Wright: un Negro del Sur de los
Estados Unidos no podría salir de las condiciones de molestia sopesando en sus
pareceres, en los cuales escribió. Esas condiciones, las recibe desde el
afuera, no ha escogido ser comprometido así. Con este propósito, Jean-Paul
Sartre ha hecho esta anotación: «…Wright, escribiendo para un público
desgarrado, ha sabido mantenerse, a la vez, y sobrepasar esta desgarradura: él
tiene el pretexto de una obra de arte.» No es absolutamente extraño en el fondo
que un teórico del compromiso de los escritores sitúe la obra de arte —bien es
lo que sobrepasa, inútilmente, las condiciones dadas—, más allá del compromiso
ni que un teórico de la elección insista él mismo en el hecho de que Wright no
podía escoger —sin sacar las consecuencias. Lo que es penoso es la libre
preferencia, cuando nada es aun exigido desde afuera y que el autor elija por
convicción hacer ante todo obra de prosélito: él niega muy a propósito el
sentido y el hecho de un margen de «pasión inútil», de existencia vana y soberana,
que es en su conjunto la propiedad de la humanidad. Hay menos suerte mientras
que, a pesar de él, este margen se encuentre, como en el caso de Wright, bajo
forma de obra de arte auténtica, cuyo fin
la predicación es solamente el pretexto. Si hay urgencia verdadera, si
la elección no es más dada, aun sigue siendo posible reservar, quizás
tácitamente, el retorno del momento en que cesará la urgencia. La elección
sola, si es libre, subordina al compromiso lo que, siendo soberano, no puede
ser más que soberanamente.
Puede parecer vano
detenerse tan largamente en una doctrina que no alcanzó posiblemente más que
algunos espíritus angustiados, turbados por una libertad de humor demasiado
grande, demasiado vago. Lo menos que se
puede decir por lo demás es que ella no podía fundar una exigencia precisa y
severa: todo debía permanecer en lo vago en práctica, y la incoherencia natural
ayudando… Por otra parte, el autor mismo implícitamente ha reconocido la
contradicción con que tropieza: su moral, completamente personal, es una moral
de la libertad de la elección, pero el objeto de la elección es siempre… un
punto de la moral tradicional. La una y la otra moral son autónomas, y no se le
ve, hasta aquí, el medio de pasar de la una a la otra. Este problema no es
superficial: Sartre mismo lo concede, el edificio de la vieja moral es
carcomido, y su pensamiento acaba de estremecerle…
Si llego, al
seguir estas vías, a las proposiciones más generales, aparece en primer lugar
que el salto de Gribouille[15] del compromiso puesto en luz lo contrario de lo
que buscaba (he tomado el revés de lo que Sartre dice de la literatura): las
perspectivas en seguida se componen de una manera fácil. Me parece en segundo
lugar oportuno no darse cuenta de la opinión recibida sobre el sentido menor de
la literatura.
Los problemas de
los que he tratado tienen otras consecuencias, pero he aquí bajo qué forma me
parece que, desde ahora, podríamos dar más rigor a una incompatibilidad cuyo
desconocimiento revocó al mismo tiempo la vida y la acción, la acción, la
literatura y la política.
Si damos el paso a
la literatura, debemos, al mismo tiempo, confesar que nos preocupamos poco por
el incremento de los recursos de la sociedad.
Cualquiera que
dirija la actividad útil, — en el
sentido de un incremento general de las fuerzas,— asume intereses opuestos a
los de la literatura. En una familia tradicional, un poeta dilapida el
patrimonio, y está maldito; si la sociedad obedece estrictamente al principio
de utilidad, a sus ojos, el escritor derrocha los recursos, si no debería
servir el principio de la sociedad que le nutre. Comprendo personalmente «el
hombre de bien» que juzga bueno suprimir o avasallar un escritor: eso quiere
decir que toma en la seriedad la urgencia de la situación, eso es quizás
simplemente la prueba de esa urgencia.
El escritor, sin desestimarse, puede caer de
acuerdo con una acción política racional (puede incluso apoyarla en sus
escritos) en el sentido del incremento de las fuerzas sociales, si ella es una
crítica y una negación de lo que es efectivamente realizado. Si sus partidarios
tienen el poder, puede no combatirla, no callarse, pero eso es solamente en la
medida en que se niega él mismo a que la sostenga. Si lo hace, puede dar a su
actitud la autoridad de su nombre, pero el espíritu sin el cual ese nombre no
tendría sentido no puede seguir, el espíritu de la literatura siempre está, que
el escritor lo quiera o no, del lado del derroche, de la ausencia del fin
definido, de la pasión que roe sin otro fin que ella misma, sin otro fin que
roer. Toda sociedad teniendo que ser dirigida en el sentido de la utilidad, la
literatura, a menos de ser considerada, por indulgencia, como una distensión
menor, siempre está en lo opuesto de esta dirección.
Excúseme si para
precisar mi pensamiento añado por último estas consideraciones, posiblemente,
penosamente teóricas.
No se trata más de
decir: el escritor tiene razón, la sociedad dirigente está equivocada. Siempre
lo uno y lo otro tuvieron razón y equivocación.
Hace falta ver sin agitación lo que es de eso: dos corrientes incompatibles
animan la sociedad económica, que siempre opondrá dirigidos a los dirigentes.
Los dirigentes intentan producir lo más posible y reducir el consumo. Esta
división se encuentra por otra parte en cada uno de nosotros. Quien es dirigido
quiere consumir lo más posible y trabajar lo menos posible. Ahora bien, la
literatura es consumo. Y, en el conjunto, por naturaleza, los literatos están
de acuerdo con lo que aman dilapidar.
Lo que siempre
impide determinar esta oposición y estas afinidades fundamentales es que
comúnmente, del lado de los consumidores, todo el mundo tira cada cual por su
lado. Quien más es, los más fuertes se han atribuido a porfía un poder por
encima de la dirección de la economía. De hecho, el rey y la nobleza, dejando a
la burguesía el cuidado de dirigir la producción, se esfuerzan por retener una
gran parte de los productos consumibles. La Iglesia, que asumía, en acuerdo con
los señores, el cuidado de colocar por encima del pueblo algunas figuras
soberanas, utilizaba un prestigio inmenso en la retención de una parte
diferente. El poder —real, feudal, o eclesiástico— del régimen precediendo la
democracia tuvo el sentido de un compromiso[16], por el cual la soberanía,
bastante superficialmente dividida en dominios opuestos, espiritual y temporal,
era indebidamente puesta al servicio al mismo tiempo del bien publico y del
interés propio del poder. En efecto, una actitud soberana que estaría completa
sería cercana del sacrificio, no del mando[17] o de la apropiación de las
riquezas. El poder y el abuso que tiene el soberano clásico subordinan a otra
cosa que ella una actitud soberana, —que es la autenticidad del hombre, o no es
nada,— pero no es más auténtica, evidentemente, si tiene otros fines que ella
misma (en suma, soberana quiere decir no sirviéndose de otros fines que ella
misma). Por lo menos hace falta que el instante en que la soberanía se
manifiesta (se entienda no la autoridad
sino el acuerdo con el deseo sin medida) se la lleva de una manera cortada en
las consecuencias «políticas» y financiaras de su manifestación. Tanto como
parece, en tiempos remotos, la soberanía golpeaba a los dioses y a los reyes de
muerte o de impotencia. La soberanía real, cuyo prestigio ha arruinado o se
arruina, es una soberanía degradada, compuesta desde hace mucho tiempo con la
fuerza militar, perteneciendo al comandante[18]. Nada está más lejos de la
santidad y de la violencia de un momento auténtico.
Posiblemente la
literatura, con el arte, antaño el auxiliar discreto de los prestigios
religiosos o principescos, no tenía entonces autonomía: ella respondió mucho
tiempo a algunos encargos[19] o a algunas esperas que no confesaban el carácter
menor. Pero desde el principio, desde que ella asume, a lo opuesto de la
vanidad de autor, la simple soberanía, —extraviada en el mundo activo,
inconciliable,— deja ver lo que siempre fue, a pesar de los múltiples
compromisos[20]: movimiento irreductible a los fines de una sociedad
utilitaria. A menudo este movimiento entra en cuenta en los más bajos cálculos,
pero nunca es reducido en principio, más allá del caso particular en que lo es.
Nunca es en verdad reducido más que en apariencia. Los novelas con éxito, los
poemas más serviles, dejan intacta la libertad de la poesía o de la novela, que
lo más puro aun pueda alcanzar. Mientras que la autoridad legal ha arruinado,
por una confusión irremediable, la soberanía de los príncipes y de los
sacerdotes.
Heredando los
prestigios divinos de esos sacerdotes y de esos príncipes atareados,
seguramente, el escritor moderno recibe en parte al mismo tiempo lo más rico y
más temible de las partes: con razón la nueva dignidad del heredero toma el
nombre de «maldición». Esta «maldición» puede ser dichosa (sea esto de una
manera aleatoria). Pero lo que el príncipe recibía como lo más legítimo y lo
más envidiable de los beneficios, el escritor lo recibe primero como don de
triste advenimiento. Su parte es primero la mala conciencia, el sentimiento de
la impotencia de las palabras y… ¡la esperanza de ser incomprendido! Su
«santidad» y su «realeza», quizás su «divinidad», le aparecen para humillarle
mejor: lejos de ser auténticamente soberano y divino, lo que le arruina es la desesperanza
o, más profundo, el remordimiento de no ser Dios…Pues no tiene auténticamente
la naturaleza divina: y sin embargo ¡no tiene el tiempo libre de no ser Dios!
Nacida de la
decadencia del mundo sagrado, que moría por esplendores engañosos y sin brillo,
la literatura moderna en su nacimiento parece incluso más cercana a la muerte
que este mundo desposeído[21]. Esta apariencia es engañosa. Pero es pesada en
condiciones desarmantes por sentirse solo la «sal de la tierra». El escritor
moderno no puede estar en relación con la sociedad productiva más que al exigir
de ella una reserva, donde el principio de utilidad no reina más, pero,
abiertamente, le niega de la «significación», el sinsentido de lo que es
primero dado al espíritu como una coherencia terminada, le llama a una
sensibilidad sin contenido discernible, a emoción tan viva que deja a la
explicación la parte irrisoria. Pero ninguno sabría sin abnegación, mejor sin
lasitud, recurrir al fragmento de mentiras que compensan los de la realeza o de
la Iglesia, y no difieren más que en un punto: que se dan de ellos mismos por
mentiras. Los mitos religiosos o reales eran por lo menos tenidos por reales.
Pero el sinsentido de la literatura moderna es más profundo que el de las
piedras, siendo, porque es sinsentido, el único sentido concebible que el
hombre aun puede dar al objeto imaginario de su deseo. Una abnegación tan
perfecta pide la indiferencia, o más bien, la madurez de un muerto. Si la
literatura es el silencio de las significaciones es en verdad la prisión de la
cual todos los ocupantes quieren evadirse.
Pero el escritor moderno recoge, en
contrapartida de esas miserias, un privilegio mayor en los «reyes» a los que él
sucede: el de renunciar a ese poder que fue el privilegio menor de los «reyes»,
el privilegio mayor de no poder nada y de reducirse, en la sociedad activa, al
avance, a la parálisis de la muerte.
¡Demasiado tarde
hoy en día para buscar un sesgo! Si el escritor moderno no sabe aun lo que le
incumbe, —y la honestidad, el rigor, la humildad lucida que eso pide,— importa poco, pero desde entonces renuncia a
un carácter soberano, incompatible con el error: la soberanía, debía saberlo,
no permite ayudarle sino destruirle, lo que podía pedirle era hacer de él un
muerto viviente, quizás alegre, pero roído por dentro por la muerte.
Usted sabe que toda esta carta es la única
expresión que puedo dar a mi amistad con usted.
***
[1] Según la nota
de la edición de las Œuvres Complètes, Tome XII, esta carta fue publicada en
Botteghe Oscure, Roma, Nº III 1950, p. 172-187. Las notas, excepto la siguiente
y, en parte, ésta, son del traductor. Se ha procurado intervenir lo menos posible
en la estructura de las frases (un par pueden parecer desconcertantes), ya que,
por tratarse de una carta, esto puede dar muestras de lo íntimo de lo escrito.
[2] ¿Hay
incompatibilidades? Aunque parece bastante vano plantear hoy en día semejante
pregunta, los recursos de la dialéctica, si se juzga sobre los resultados
conocidos, permitiendo responder favorablemente a todo, pero favorablemente no
significa verdaderamente, Empédocles propone que sea examinada con atención la
cuestión moderna de las incompatibilidades, moderna porque activa sobre las
condiciones de existencia de nuestro Tiempo, se convendrá eso, a la vez turbio
y efervescente. Se afirma bajo una gran cantidad de ángulos que ciertas
funciones de la conciencia, ciertas actividades contradictorias pueden ser
reunidas y mantenidas por el mismo individuo sin perjudicar a la verdad
práctica y sana que las colectividades humanas se esfuerzan por alcanzar. Eso
es posible, pero no es seguro. Lo político, lo económico, lo social, y qué
moral…
Desde el momento
que algunas quejas, algunas reivindicaciones legitimas se elevan, algunas
luchas se comprometen y algunos remedios son formulados, ¿no piensan que si el
mundo actual debe encontrar una muy relativa armonía, su diversidad rielante,
lo deberá en parte al hecho de que podrá ser resuelto o, todo al menos,
planteado seriamente el problema de las incompatibilidades, problema vital,
problema de base, como por placer escamoteado?
Hay en todo
hombre, se lo sabe, una gota de Ariel, una gota de Calibán, más una parcela de
un amorfo desconocido, pongamos, para simplificar, de carbón, susceptible de
volverse diamante si Ariel persevera, o, si Ariel dimite, enfermedad de las
moscas.
Dejamos a los que
quieren respondernos el cuidado de precisar el buen sentido o no, la lógica o
no de nuestra cuestión y su tabla de orientación.
Cuestionario torpe
y poco claro, se objetará. Pero es de ustedes, adversarios o compañeros, que
cuestionario y respuestas esperen la luz.
[3] Sommeil
[4] Sommeil.
[5] Recevable.
[6] Commande.
[7] Condamner.
[8] Sommeil.
[9] Songer.
[10] Recevable.
[11] “Nous
sommes”, en francés, considero que es mejor traducirlo por “somos” y no “estamos” ya que así alude,
aunque sea por compartir el verbo (no poco importante), al “soy” que se plantea
antes y a la no diferenciación entre ser y estar que maneja la lengua francesa.
[12] Maîtres.
[13] Autrui.
[14] Inavouables.
[15] Según Le
Petit Robert 2009, este nombre se refiere a una “persona ingenua y poco
prudente que se arroja estupidamente a los problemas, a los males mismos que
debería evitar.” Algunos franceses entienden, por analogía a este nombre, “una
persona desordenada”. Así mismo, una “fuente” virtual, sin mucha referencia,
deriva este nombre de un “personaje popular que se arroja al agua por temor a
la lluvia”.
[16] Compromis.
[17] Commandement.
[18] Chef de l’armée.
[19] Commandes.
[20] Compromis.
[21] Dechu.