Lo común, lo popular y lo banal: sobre “politizar”
Manuel Ignacio Moyano
I. Este
escrito es una resonancia de la siguiente premonición gonzaleana: “[…] los
miembros del nuevo gobierno han aprendido a mostrar pero, en el mismo acto, a
encubrir. […] Por eso, los balances visuales deben ser ahora más novedosos,
pues no admiten el típico gesto de las izquierdas anteriores, el
“desenmascaramiento”. Deberemos hacerlos con otros nombres, lo que es
indispensable para reponer las fuerzas populares en juego […]” (Horacio
González, El Estado y el Jardín)
II. Desde
hace algunos años, vastos grupos intelectuales y militantes han adherido y se
han creado a partir de cierta gramática desde la cual se han sentido a gusto
con la década y con gran parte de lo hecho por el gobierno kirchnerista en
ella: la gramática del “retorno de la política”. En esa gramática, un verbo
específico pasó a ser el pilar fundamental de la democracia y de las justas
intelectuales y militantes, “politizar”. El plexo de significados, como le
gustaría decir a esa especie en extinción autoproclamada “lingüística”, abierto
en el seno de esta palabra ha sido y es infinito. Sin embargo, ella, que signa
toda la década y reescribe gran parte del pasado argentino, no es un
significante más entre otros. Tampoco es el hegemónico que se vacía de
cualquier contenido particular. Muchos caminaron con esta palabra para
“construir hegemonía”, otros para “desentrañar las relaciones de poder de toda
relación social”, algunos para “ampliar nuevos derechos” y en muchos
simplemente para “cambiar las injusticias sociales”. Pero, “en última instancia”
(para usar una bella anacronía de izquierda), politizar quiso decir algo tan
sencillo como complejo a la vez: hablar de política. En el transcurso de todo
el presente año, con la enorme cantidad de elecciones efectuadas dadas las
circunstancias conocidas por todos, se habló de política como epítome de toda
una década en que la misma, como se dijo tantas veces, “volvió”. Hablar de
política fue el modo en que politizar se hizo, y se sigue haciendo, posible.
Allí, el dicho y el hecho coinciden: hoy cuando se habla de política, se
politiza. Es, por lo tanto, un significante cuyo primer y casi único significado
es autoreferencial. Que de allí se hayan derivado antagonismos de todo tipo y
que hayan funcionado como combustible para el continuo parlamentarismo
ciudadano-político es una obviedad de Perogrullo.
Sin
embargo, hablar de política no implicó necesariamente hablar “políticamente”.
Es en este punto donde el gobierno triunfante se hizo fuerte: supo hablar de
política sin hablar políticamente de ella. La tecnocracia empresarial que ahora
se abre paso en el ministrado nacional encuentra aquí su ímpetu. Ellos saben
hablar de política como impuso la década, pero lo saben hacer como
profesionales cuyas raíces extra-políticas los nutre de un aura no sólo
experticio sino fundamentalmente “exitoso”. Por lo tanto, el “giro
kirchnerista” de Macri y su equipo, que muy probablemente les haya dado la
presidencia de la nación, no es un falsete ideológico (no es una máscara que
debe ser removida, como quiso el spot publicitario de Daniel Scioli). Ese giro
es precisamente su propia “politización”. El PRO habla de política como exige
la década K, esto es, politiza, y ahora lo hace desde todos los frentes
estatales que podría desear cualquier político argentino. Pero al hacerlo,
despolitiza a la misma política ya que no habla de ella políticamente. En su
equipo, todos puede pensar distinto (y habrá que decir: todos pueden, e incluso
deben, hablar distinto) y a pesar de ello, trabajar juntos. Es una torre de
Babel sin conflictos. Estamos ante la paradoja de una politización
despolitizadora que se hermana muy bien con lo que Horacio González señala en
las imágenes del nuevo gobierno, en las que todo se muestra y encubre a la vez.
Porque se trata de una gramática política cuyo modo no es político. Por ello
mismo, acá tampoco se puede desenmascarar nada porque, como la carta robada de
Poe, está allí al frente de todos y a su vez escondiéndose a todos. El PRO es
un arco plural de miles y miles de voces harto diferentes que hablan de
política, arco cuya única condición de membresía es no hablar políticamente de
la política. Allí, quiérase o no, están todos “muy politizados” pero
aprendiendo y enseñando una lengua que habla apolíticamente de política. Por
ello, no son ni fanáticos ni meros aficionados. En la eterna dialéctica de la
politización y la despolitización, que abre una generación política inédita en
la Argentina, que sortea eficazmente las trampas del fanático y del aficionado,
allí se calibra este nuevo gobierno. Por esta razón, no se trata de una vuelta
a los noventa sino de una “vuelta” a la “década ganada”. De un modo de hacerse
cargo de la herencia (de la exigencia) kirchnerista.
III. Pero,
¿qué supone “hablar de política”? ¿Y qué
supone hablar políticamente de
política? A pesar de la inevitable dependencia del contexto en que se emplee
esta frase, es del mismo modo inevitable avisar que “hablar de política” es lo
más común, lo más popular y también lo más banal. Cualquiera, en su
singularidad ineludible, puede hablar de política. No es un tema propio de
politólogos, de intelectuales, de políticos, de militantes. Ni siquiera de
votantes, ni de connacionales. No necesita de información ni de lecturas, con
un “haber oído” alcanza. Es, repetimos, lo más común, lo más popular y lo más
banal.
IV. Común,
popular y banal no significan lo mismo. Y es aquí donde podremos pensar qué conlleva
hablar políticamente de política. Se trata de tres tipos de fuerzas que se
disputan el mismo terreno, el terreno profano de la construcción política. Si
se nos permite un esquematismo rápido, diremos que lo común es la operación por
la cual un lenguaje se hace posible: en este sentido, lo común es la
decibilidad de las cosas, el hecho de que puedan ser dichas (incluso mal-ditas). Es una fuerza existenciaria en
la que todo es llevado a su condición de posible, lo que importa allí es que se puede hablar. Lo común es, entonces,
que haya una decibilidad que exige ser dicha, hablada, desde la cual precisamente
es posible hablar de política. Incluso, lo común es que la decibilidad
inscripta en la Cosa sea pública.
Toda Cosa es Pública desde que no es más que su propia decibilidad común. Para
hablar de política es necesario por lo tanto que exista lo común. Y allí, el
modo de hablar está definido por su expansión
de la posibilidad de hablar. Mientras más posibilidad de hablar haya, más común
será el mundo. Común es la expansión de la posibilidad de habla. En ella no hay
lugar para la apropiación del lenguaje. Si ello sucede, no hay lo común y así
no hay posibilidad de hablar de política.
Lo
popular, por su parte, implica retomar ese hilo de lo común para trazar una
frontera que le dará un sujeto a esa comunidad de habla: el Pueblo. Este
concepto capital para la historia política de Occidente, señala precisamente el
modo en que la posibilidad de hablar de política quedará enfundada en la
construcción de un “nosotros” que, por definición, se diferenciará de un
“otros” (que no es necesariamente reconducible a “enemigos”). Por ello mismo,
la gramática popular es ante todo una gramática que inventa una y otra vez el
pueblo al que se refiere. El pueblo refiere a los comunes, claro, pero los
diferencia de “otros” comunes. Su paradoja será que deberá definirse una y otra
vez a sí mismo, utilizando las más variadas propiedades de pertenencia, por lo
que en un lenguaje popular lo que importa es el modo en que se habla de
política para reinventar una y otra vez la propia identidad. Como vemos, tanto
en lo común como en lo popular tenemos los dos modos eminentes del hablar políticamente de política: se trata de
un modo que abre la posibilidad común de hablar de política o de un modo que
retoma esa posibilidad para definirse (siempre precariamente) como el sujeto popular
de política. Esto implica que lo común y lo popular son fuerzas gramaticales
que se encuentran en permanente conflicto, ya que la primera tiende a la
expansión y la segunda a la delimitación. Sin embargo, lo popular depende
enteramente de lo común ya que allí encuentra su posibilidad de delimitación. Y
lo común erosiona continuamente lo popular señalándole el artificio de toda
delimitación. Es precisamente en esta tensión donde se han movido los mejores
hilos de la década kirchnerista, en una politización que al tiempo en que
ampliaba las posibilidades de hablar (lo común), hablaba en nombre de un sujeto
(lo popular) que a su vez creaba y recreaba continuamente. Allí supo emerger
una gramática que habla políticamente de política.
V. Ahora
bien, es en esta misma década donde el tercer operador de fuerzas ha hilvanado
sus hilos y ha permitido al PRO hacerse kirchnerista y politizar su condición
al tiempo en que tejía su lengua apolítica. Porque es justamente en la
banalización donde la política puede ser dicha apolíticamente. Por banal no nos
referimos a ninguna condición subalterna de las “clases bajas”, opuesta a
cierta élite pensante determinada políticamente por su condición social. Nos
referimos a una imposibilidad de distinguir, a un reinado del “da todo lo
mismo”, a una fuerza que achata la intención de demarcar los diversos contornos
y de diferenciar las múltiples hebras que componen el tejido social. En una
palabra, a una fuerza de indistinción que atraviesa, “indistintamente”, a todo
el ejido social. Mientras lo común trabaja sobre la posibilidad de hablar de política, y allí se abre su politicidad,
lo banal funciona convirtiendo esa posibilidad en una realidad indiferenciada,
esto es, hablar de política es hablar de cualquier cosa y de cualquier modo,
como si las formas no importaran, y si las formas no importan tampoco importa ampliar la posibilidad de hablar de
política. Se trata de un realismo ramplón que trabaja sobre lo que existe
fácticamente, de hecho, y no sobre lo que puede existir, lo potencial. Pero,
fundamentalmente, esta banalización se opone punto por punto a cualquier
delimitación del Pueblo e impide así su creación. Lo reconoce, pero lo define
sin límites, vacuamente, y así lo diluye. De este modo, lo común y lo popular
pasan a ser banalizados. Éste es el signo de la época que se abre.
Pero,
¿por qué es esta la condición de posibilidad de un hablar apolítico de
política? ¿Y por qué es sobre este fondo “ontológico” en que se hace posible la
gramática PRO? Está por lo demás claro que este fondo de banalidad ha vivido
como en su casa en vastos sectores del kirchnerismo y ha sido cómplice de la
pérdida de su fuerza política. Sin embargo, ella es la definición específica
del lenguaje PRO ya que cuando se teje una “cadena de equivalencias” radical,
un borramiento de todos los antagonismos, un “todos juntos y unidos”, una
“desideologización”, donde pareciera dar todo lo mismo, el único criterio posible para distinguir es el mercantil, lo que más
vende: el dinero. Y la distinción que así se hace es simple: quienes tienen
dinero, ellos son los que ganan en un mundo de banalidades donde todo da lo
mismo. Por esta simple razón, son los “exitosos” (definidos exclusivamente por
su capacidad de hacer dinero) quienes politizan y hablan de política y, ahora,
gobiernan. Esta figura banal y feliz del emprendedor exitoso, tejida por el
neoliberalismo desde la década del ’70, es la que gobierna hoy en Argentina (en
todos sus frentes). Y es la figura que se apodera de la fuerza de lo común y de
lo popular, la figura que lo vacía todo, que diluye lo común y lo popular en un
mundo donde todas las diferencias dan lo mismo. Es la figura de lo sin límites,
donde politizar, esto es, hablar de política es una cuestión esencialmente
apolítica. Frente a ello, sólo nos queda repensar lo común y lo popular, sus
cruces, y redefinirlos otra vez contra la banalización emprendedora.