Un caleidoscopio para pensar a Rosario
Esteban Rodríguez Alzueta
Las partes vitales[1] de Juan Pablo Hudson es un libro sobre Rosario, o
mejor aún, sobre las experiencias de los jóvenes en la periferia rosarina. Una
periferia cada vez más violenta, donde la frontera entre lo legal y lo ilegal
se hace cada vez más difusa y compleja. En los últimos años Rosario ha estado
en la tapa de todos los diarios y no es para menos. Rosario, se ha dicho, es la
ciudad más violenta de la Argentina. En el 2009 se produjeron 124 asesinatos,
en el 2011 ascendió a 164, en el 2013 alcanzó el record histórico con 264 casos
y en el 2014, después del desembarco de la Gendarmería, se produjeron tan sólo
14 casos menos que el año anterior. Es decir, en Rosario hay 20 homicidios cada
cien mil personas, lo que la convierte en la ciudad más violenta del país. No
es una violencia al boleo: el 90% de los casos tiene lugar en la periferia y en
el 2014 el 70% tenía menos de 35 años. Los muertos los ponen los jóvenes varones
y morochos de la periferia. La fuerza letal no es una violencia instrumental
para cometer un robo, sino una violencia interpersonal, expresiva, para
acumular prestigio o señalar los contornos de un territorio en disputa.
Una pregunta recorre el libro, una pregunta que se intuye
página tras página, pero que recién al final se formula. Una pregunta,
entonces, sin respuesta o con respuestas muy provisorias, que se fueron ensayando
entre líneas a medida que se la iba formulando. Esta es la cuestión: “¿Cómo fue
que al mismo tiempo que avanzaban
durante la última década las mejoras económicas, sociales y la ampliación de
derechos, se consolidaron subjetividades capaces de desatar conflictos letales
como los contemporáneos?” Juan Pablo está pensando en la violencia que
protagoniza la policía, pero también los transas y los pibes entre sí. Una
violencia enredada con una misma puntería: los jóvenes que viven en la
periferia.
Juan Pablo hace suya la tesis de Rita Segato para
pensar el lugar que tienen las mujeres en Ciudad Juárez. En ambos casos los
cuerpos funcionan como bastidores, una superficie donde se inscriben las
relaciones de poder. Los cuerpos de los pibes son cuerpos con cicatrices que siguen
doliendo, cuerpos postrados o mutilados, con miembros amputados. Cuerpos con
secuelas irreversibles, que guardan imágenes que seguramente no olvidarán
jamás. Los cuerpos de los pibes hablan, son la expresión de las nuevas
conflictividades sociales. No sólo porque suelen empilchar la moda de turno y
las mejores marcas, o las remeras de su jugador favorito, sino porque son
dueños de una potencia sin forma, una vitalidad que no siempre se plasma de
acuerdo a sus intenciones. Lo digo con las palabras de Juan Pablo: “La
multiplicación de heridos de armas de fuego deja al descubierto, aún más
incluso que los asesinatos, un lenguaje propio de la violencia que va
configurando las relaciones sociales. Cuando jóvenes como Aaron quedan vivos
pero con graves secuelas físicas, se pone en escena un eficaz intento por
transformar esa invalidez en un signo comunicacional para todos aquellos que se
atreven a desafiar o tan sólo cuestionar los códigos imperantes. Se trata de un
lenguaje comprensible para los diferentes actores que protagonizan esas
economías, aunque cada vez más oscuro para el resto de una sociedad que
únicamente puede traducirlo como espectacularizadas y fragmentadas noticias de
la sección policiales.” (p. 147)
La realidad tiene muchos vericuetos y cada uno es
depositario de una parte de la
realidad. Una realidad fragmentada, con una trama cada vez más deshilachada. Ni
siquiera el consumo tiene la capacidad de identificarlos. El consumo, hemos
dicho en otro lugar, no genera conciencia social sino más ganas de seguir
consumiendo. Y, por tanto, como ha sugerido el Colectivo Juguetes Perdidos, genera
engorre, delación. A los objetos
encantados hay que defenderlos, y cuando la policía no está presente o llega
tarde, los vecinos tienen que ponerse la gorra. ¿Acaso los linchamientos
sociales no son el complemento del consumo para todos?
Una parte no
es sólo una versión de las cosas sino la vivencia, la energía que demandan las
cosas. Porque los pibes no son el mismo pibe. Los pibes no están solos pero
quedaron expuestos cuando la vida tiene lugar a cielo abierto. El piberío es un
inconjunto; no hay bandas sino grupos que van mutando, que se agrandan o
achican a medida que van cayendo. Pibes que viven de joda y saben pararse de
palabra. Pero otras veces pibes muy silenciosos, que casi no hablan con nadie.
A veces su silencio es el resultado de una vida enclaustrada. Cuando las madres
tienen miedo y lo trasmiten a sus hijos, se convierten en “sombras agobiantes”;
la casa se transforma en una jaula y sus hijos se la pasan sentados frente al
televisor o jugando a la play. Pibes “aniñados” cada vez más obesos y con ataques
de ansiedad, que conocen la angustia muy temprano, que aprendieron de chico lo
que es el “bajón”. La angustia pueden ser las zapatillas que no se pueden
comprar o te acaban de arrebatar, otras veces, la policía que no te deja entrar
a la ciudad, la ausencia o presencia de un padre violento, un hermano preso, un
trabajo que no sólo no alcanza para nada sino que encima le agrega más estigma
al piberío demonizado. Son demasiados derroteros y no siempre se puede lidiar
con todos ellos. Otras veces son los pibes que paran a la vuelta de la esquina.
Demasiadas broncas hay en los barrios. Cuando los barrios se comprimen, un
simple mal entendido tiene el tamaño de un conflicto mayor, y cuando eso sucede
las fronteras del barrio se van moviendo todo el tiempo de lugar. Demasiadas
broncas para bajar la guardia. Si te relajás te regalás. Hay que estar siempre
atentos y ganarse el respeto en cada acción.
Rosario es una ciudad donde el mundo de las finanzas y
el universo transa no son mundos aparte. La especulación inmobiliaria, los
agronegocios y el tráfico de drogas están profundamente enraizados. Donde las
policías han perdido capacidad para regular el territorio y procuran recobrarlo
ejerciendo más violencia. Si las pequeñas bandas se han autonomizado, no es por
la corrupción policial o política, sino, como bien ha dicho Carlos Varela -abogado
de la familia Cantero-, “porque la corrupción es muy barata”. Nuevas autoridades
han surgido, aunque por el momento, como bien señala Juan Pablo, no hay nadie
que se imponga definitivamente sobre la otra.
Rosario es una ciudad donde su trama social no puede
contener las nuevas conflictividades sociales cuyo escenario principal es el
cuerpo de los jóvenes. Donde el mundo de los mayores al no tener ya la
capacidad para dar sentido al mundo de los jóvenes, marca rupturas
generacionales. Tanto los padres como la escuela o los movimientos sociales,
han perdido protagonismo para orientar la vida de los jóvenes. Y subrayo esto que
señala Juan Pablo porque me parece de una gran agudeza: “Si ese saber ha
perdido su carácter de experiencia válida es porque no garantiza recursos
adecuados para habitar y lidiar con las fuerzas en pugna en la vida social. (…)
Eso no significa desecharlos, puesto que ante determinadas situaciones tal vez
funcione ponerlos en juego, sino aceptar que a priori no orientan ni iluminan.”
(p. 203)
El libro es como un caleidoscopio: junta aquello que
está separado, fragmentos luminosos, que tienen la capacidad de seguir
brillando y producir nuevas imágenes. Porque debajo de cada derrotero, de cada biografía
que transcribe, está la misma energía, más o menos los mismos afectos, las
mismas ganas de vivir y el temor a la muerte, la misma adrenalina que corre
cuando la muerte acecha, el mismo entusiasmo frente a cada paso que dan cuando
se corren del lugar asignado. Un entusiasmo que les devuelve ingenuidad y las
ganas de seguir. Por eso que nadie se confunda con lo dicho hasta aquí. El
libro de Juan Pablo Hudson es un libro que quiere contagiarse de la energía
desbordante que despliegan los pibes para lograr construir opciones
disruptivas.
[1] “Las partes vitales. Experiencias con jóvenes de las
periferias” de Juan Pablo Hudson es un libro editado recientemente por Tinta
Limón, 2015.