De Foucault a Marx, el hilo rojo de la crítica // Julián Mónaco, Alejandro Pisera y Diego Sztulwark
I. Los modos de la crítica en medio de la gubernamentalidad neoliberal
El lenguaje de la crítica se ha vuelto
moralizante y sus operaciones suponen una idea simple del poder (como negación,
como esencia, como atributo) y de la resistencia (como libertad, como sabotaje)
siempre polares. Ese lenguaje se torna impotente para problematizar situaciones
cuya trama es ambivalente (Virno[2]);
gobernada por un régimen de la excepcionalidad permanente (Benjamin[3],
Agamben[4]);
cargada de posibles (Simondon[5],
Lazzarato[6]).
Tales los rasgos de un nuevo
tipo de conflicto social (IIEP[7]),
caracterizado por innumerables tensiones de carácter biopolítico (Foucault[8]),
por cuanto las fronteras entre los pares vida/política, juego de
fuerzas/normatividad, poder/resistencia, formas de vida/lucha –corpus
conceptual que durante mucho tiempo organizó esa crítica–, se han vuelto
porosas y promiscuas[9].
Para comprender lo social, revestido de una opacidad estratégica (en gran
medida producto de la extensión y complejización del mundo de las finanzas y de
la producción de renta) se requiere, en consecuencia, de nuevas formas de la
crítica.
La investigación política no trabaja en
el aire, sino a partir de las condiciones concretas en que se (re)determina la
vida en común. De allí, el pensamiento extrae los elementos de la crítica. El
combate del pensamiento no se despliega como aplicación del saber teórico
acumulado sino como reflexión sobre lo que aún no se sabe, en la
no-familiaridad implícita en el devenir concreto de toda situación histórica.
La renovación de la crítica (para no
agotarse en la denuncia) necesita de nuevas fuerzas y no solamente de la
certeza subjetiva de tener razón: la verdad es efecto de las
prácticas y no de una coherencia abstractamente razonada.
Ir de Foucault a Marx supone asumir la
crítica del primero al marxismo (y al mismo Marx), pero también, y sobre
todo, valorar la capacidad del último Foucault para retomar aspectos
importantes de la crítica de la economía política. No nos es indiferente el
hecho de que intentando construir su noción inconclusa de biopolítica Foucault
haya pensado con una radicalidad inigualable la cuestión del neoliberalismo.
En este texto no vamos a meternos con
la discusión contemporánea de la biopolítica (intentamos no pronunciarnos en
torno a lo que este debate tiene de moda académica, es decir de perecedero y
banal). Sí, en cambio, vamos a tratar de tomar en serio la secuencia que va del
surgimiento de la economía política y del liberalismo (frente al cual Marx
alcanza la madurez del proyecto de su crítica) a la aparición del
neoliberalismo como algo más que una mera política económica o una ideología
pasajera de las élites de los años 90. En ese punto, intentaremos desentrañar
cómo Foucault, siguiendo a Marx sin decirlo abiertamente, intenta renovar las
premisas metodológicas de la crítica.
La crítica en Foucault y en Marx
(dentro y contra)
Hay una vía posible de comunicación
entre las críticas puestas en juego por Marx y por Foucault, aún si este último
era reacio a ese término. Recordemos que, para Marx, ni las relaciones
jurídicas ni las políticas pueden ser explicadas por sí mismas. Ni pueden
explicarse, tampoco, por el desarrollo general del espíritu humano. Desde
el comienzo, la operación crítica de Marx consiste en desnudar la pretendida
“autonomía” de las “formas” por parte de la religión, del Derecho, de lo
político, del Estado y finalmente de la economía política. Todas ellas, a su
turno, se pretenden autofundantes y ofrecen una representación mediada por
trascendencias de lo humano genérico. Marx acabará por llamar fetichismo al
modo de imponerse de esta autonomía de las formas –lo “suprasensible” – sobre
lo sensible del trabajo humano en la mercancía. La operación crítica consistirá
siempre en reenviar la apariencia de universalidad que envuelve a estas
“formas” a sus presupuestos histórico-concretos, es decir, en aterrizar las
representaciones ideales en los procesos reales. De allí la singularidad de la
crítica en Marx como crítica práctica.
La crítica se forja en Marx en polémica
con Bruno Bauer, pero sobre todo con Hegel, y apunta a superar la
representación del Estado, de la política y del Derecho (como luego ocurrirá
con la economía) como el autodespliegue de una universalidad espiritual a
partir de unos propios principios racionales que adoptarían vías específicas de
realización en la historia, por detrás y a través de los sujetos particulares.
El corazón de la crítica que Marx
elabora a partir de los años 1843-44 apunta al “misticismo lógico” de Hegel: la
idea de que los sujetos no se constituyen sino a partir de un rodeo, una
mediación trascendente que los determina en sus rasgos sociales, racionales y
morales. El problema con esa mediación es que su “lógica” no refiere a un
funcionamiento histórico-inmanente, abierto en su fundamento mismo, sino a una
realidad organizada de espaldas a sus presupuestos (la universalidad política
da la espalda a la realidad de los particularismos que pueblan la sociedad
civil y reina la propiedad privada). Tal es su misticismo, una
supervivencia secular de lo teológico-político que se concreta en instancias
históricas (leyes e instituciones) del Estado, cuya verdad hay que buscar en la
sociedad civil burguesa. Estas son las primeras tesis del Marx comunista, antes
de emprender la crítica de la economía del capital.
La crítica en Marx busca sustituir lo
universal (pensado al nivel del Estado o de la economía) por las dinámicas y
tensiones que orientan la producción histórico-concreta de las sociedades. Ni
la ciencia del estado, ni la de la economía política (mistificaciones
deshistorizantes) permiten comprender la constitución de lo social.
Es que la economía política aparece
como la respuesta natural y última a los problemas que la crítica plantea a la
política, el hecho de presentarse como causa interna y principio determinante
del todo social: esencia espontánea de lo social y verdad material del
Estado. No hay operación crítica posible si no se parte de poner en crisis la
prescripción económica como condición de posibilidad para las prácticas
humanas. Es exactamente en este punto que madura en Marx la crítica de la
economía política, cuyo objeto son esas leyes económicas que realizan
plenamente la inmanentización de la trascendencia y nos entregan la percepción
de un orden inapelable regido por el juego de intereses entre las diferentes
categorías –clases- que componen la sociedad.
Marx penetra en esta apariencia de totalidad
social para mostrar que las categorías de la ciencia de la economía política
constituyen el punto último de penetración de las formas trascendentes en las
relaciones humanas: para descifrar el secreto del fetichismo de la mercancía es
preciso comprender cómo se da la yuxtaposición de lo supra-sensible sobre lo
sensible mismo. La crítica de la economía política cumple, así, una doble
tarea: por un lado, desmonta la narración –la maquinación– economicista (y su
perfecto complemento politicista) que naturaliza como descripción científica lo
que no es sino un conjunto de consignas de mando; por el otro, señala que
estas categorías están atravesadas por un antagonismo, unas resistencias y
un deseo de libertad.
¿No sucede algo parecido en Foucault?
En su caja de herramientas el investigador foucaultiano lleva los
elementos de la crítica de los universales, aún si lapalabra, en su acepción
marxiana, desaparece de su obra. Hay una profunda ironía en las relaciones
explícitas de Foucault con Marx, enfrentado como estaba con el Partido
Comunista Francés. El propio Foucault se ha divertido volcando párrafos de Marx
sin comillas a la espera burlona de que los marxistas lo descalifiquen por no
citar al padre del Materialismo Histórico. A pesar del énfasis que
liga la crítica foucaultiana con Kant (inscribir el problema estudiado en sus
condiciones de posibilidad), vale la pena considerar sus lazos con la crítica
practica de Marx.
La crítica de los universales (el
Estado, lo jurídico, lo político, lo económico) consiste en declarar que ellos
no explican nada sino que son ellos mismos los que deben ser explicados. Como
grandes conjuntos que implican relaciones requieren de una investigación sobre
su constitución. En el lenguaje de Foucault no tiene tanto peso la crítica
práctica aunque hacia el final de su obra desarrolle cada vez más el concepto
de “problematización”, próximo en muchos sentidos.
La preocupación del propio Foucault por
la locura o la sexualidad lo llevó a interrogar la naturaleza de estos objetos
en sí mismos inexistentes y ante los que cabe preguntarse cómo es que se
constituyen en cada coyuntura histórica: ¿cuál es su genealogía, es decir, las
fuerzas, procesos y dinámicas que convergen para que se produzca el efecto que
sólo erróneamente se coloca como fuente de explicación de lo que acontece?
Lo mismo en relación con el Estado. Su
constitución material no se explica por los principios formales de la ciencia
política o de la historia del Estado. Para entender lo que es el Estado en cada
período hay que analizar procesos heterogéneos, incluso moleculares, series de
acontecimientos de todo tipo que convergen o se integran en determinadas
estructuras y procesos. No se trata de historizar un concepto (como si fuera
una esencia que sufre cambios a lo largo de la historia), sino de dilucidar
cómo se constituyen efectivamente los grandes conjuntos sociales y, en
especial, a qué tipo de problemas dan solución.
Claro que los estudios de Foucault
sobre las relaciones de poder recusa la separación de estructura y
super-estructura en Marx. Las tecnologías de poder son radicalmente inmanentes
a lo social. Sólo que este desacuerdo tiene más sentido contra el marxismo que
contra Marx mismo: ¿o acaso es posible creer que en Marx se pueda pensar la
relación de la máquina con la industria o del colonialismo y la
acumulación originaria sin suponer la operación de relaciones de poder en la
constitución misma de lo económico y de la producción? ¿Puede investigarse
ese “conjunto de operaciones a través de los cuales los hombres producen su
vida” por fuera de las relaciones de poder que allí se traman?
Hay, a nivel metodológico, una primera
zona de aproximación entre Foucault y Marx: el Estado, los universales, los
fetiches, las grandes instancias de referencia legal y moral no pueden ser
explicadas por sí mismas (o por el modo en que se auto-manifiestan) y la
crítica reenvía siempre a ciertas condiciones históricas, a tensiones y
conflictos en el nivel de las prácticas y de las fuerzas que conforman lo real
de la situación o del problema a pensar. El sujeto es efecto de unas
condiciones no elegidas (estructura, historia, dispositivo) y a la vez es deseo
y libertad condicionadas por su relación de resistencia y lucha en y contra
esas condiciones mismas que lo condicionan. En Foucault, como en Marx, hay un
rechazo a pensar en términos de los avatares de una racionalidad (Marx la
rechaza en Hegel; Foucault en la Escuela de Frankfurt y
particularmente en Habermas) a favor de las múltiples racionalidades –subjetivaciones–
que se juegan en la conflictividad histórica.
A diferencia de quienes plantean el
problema de la emancipación ligada a una historia de la razón, tanto en
Foucault como en Marx el problema de la subjetivación se da siempre en torno a
una escisión entre lo subjetivo y lo no subjetivo (se es sujeto resistiendo los
efectos de unos dispositivos concretos; sobreponiéndose a unas condiciones
determinadas no elegidas[10]);
contiene una dimensión involuntaria (la subjetivación remite a
una composición estratégica en torno a un campo de posibles) y remite a una
pluralidad de racionalizaciones (dado que no hay solución predeterminada o
natural, sino múltiple estrategias de problematización).
Como decía Spinoza en el apéndice de la Ética I:
el hombre se cree libre porque sabe lo que quiere, pero no lo es porque no sabe
por qué quiere lo que quiere. El problema de la liberación está planteado menos
en el nivel de la conciencia de los sujetos y más en la capacidad de
problematizar los agenciamientos en los cuales se quiere lo que se quiere y se
cree lo que se cree.
Foucault: el neoliberalismo como forma
de gobierno
Leídos durante los años 2013 y 2014
desde Buenos Aires, en una coyuntura en la cual lo sudamericano recobra
preeminencia a la hora de plantear problemas, los cursos Seguridad,
territorio, población y El nacimiento de la biopolítica invitan
a reabrir la comprensión que tenemos del neoliberalismo, tomando la crítica
europea –de Foucault a Marx– como archivo vivo: ¿en qué sentido el
neoliberalismo sobrevive a las mutaciones sociales y políticas de la última
década como verdad de los actuales mecanismos de gobierno de lo social?
Partimos del hecho de que el neoliberalismo se ha revelado como algo más profundo y capilar que una mera política (Consenso de Washington), una ideología dominante (un discurso de las élites nacionales y globales), o una receta económica (ajuste y privatización). En tanto estrategia de dominación política racionaliza determinadas relaciones de fuerza, crea procedimientos de mando y da nacimiento a un nuevo campo de obediencia en el que, paradojalmente, se pone en juego la noción de libertad y de cuidado de sí[11]. El neoliberalismo resulta de este modo inseparable de una política de la verdad que hace inteligible lo social por la vía de la competencia y de las regularidades del mercado (la construcción de más y más mercados) así como por la vía de la proliferación de una infraestructura financiera que se trama en los diversos estratos sociales y, por tanto, pasa a formar parte de las diversas estrategias (conductas y contraconductas) de diversos actores sociales[12].
El neoliberalismo forma parte de la
cuestión del gobierno de las conductas de los otros (y de uno mismo). Una
cuestión más amplia que la del estado. La gubernamentalidad neoliberal no se
explica con la imagen de la dominación “desde arriba”, como si de una dictadura
militar se tratase. En el mismo sentido en que se dice que las relaciones de
poder se renuevan a partir de procedimientos y tecnologías inmanentes a las
relaciones sociales, el neoliberalismo promueve un tipo de gobierno fundado en
la horizontalización de las verticalidades y en la socialización proliferante
de las jerarquías. Y de este modo el mundo es dominado por un esfuerzo
tendiente a convertir toda la agencia social en emprendeduría, exaltación
ontológica de las virtudes espirituales de la empresa[13]subsumiendo
al mundo del trabajo y orientando la vida, la salud y la medicina[14].
Tal y como afirma Verónica Gago, la
situación sudamericana se define por una extraña coyuntura en la que el dato
principal no es tanto la voluntad de varios de sus gobiernos de impulsar la
inclusión social en base a políticas neodesarrollistas o neoextractivas
–variantes políticas que surgen de una exitosa inserción en el mercado mundial–
como la convergencia entre la consolidación y la extensión de las condiciones
neoliberales (que por un lado conllevan una renegociación constante entre lo
formal y lo informal, y entre lo legal y lo ilegal determinada por la exigencia
de optimización en base a procesos de valorización) y la vitalidad de
unos conatus, de una pragmática plebeya (feria; crédito popular;
empresarialidad de masas) que da curso a una economía popular que no se deja
reducir al ideal de la empresa en la medida en que la mezcla de elementos
familiares, de género y comunitarios introduce tensiones que el ideal
empresarial no acaba de totalizar. La actual exaltación del consumo –Valeriano[15],
Gago– se complejiza en la medida en que reúne en sí (y ya no podemos
simplificarlo sólo en su dimensión de “alienación”) la complejidad de estas
tendencias opuestas (apropiación plebeya y renovación de las categorías de la
economía política, comenzando por la extensión del crédito y la deuda al mundo
popular).
Aun si puede rastrearse la historia a
partir de la cual los neoliberales difundieron su estrategia al mundo
occidental, sus efectos se han objetivado de tal modo que, como explican en una
reciente entrevista Laval y Dardot[16], su
capacidad de regular los intercambios sociales, de estrategizar el campo social
y volverse autoevidente persiste incluso cuando y donde como ideología ha sido
completamente derrotada, deslegitimada.
De allí que no se resuelva el problema
del neoliberalismo desmontando su discurso. Menos aun
moralizándolo Foucault permite justamente plantear nuevos interrogantes y
vías de investigación (pensar nuevas formas de la crítica): ¿cuál es la fuente
de normatividad neoliberal? ¿Cómo combatir una política que es de inmediato
modo de vida? Con el neoliberalismo la vida misma se entreteje, bis a bis, con
las categorías de la postmoderna economía política (la deuda, la extracción, el
consumo, la moneda, el crédito). Dice Lazzarato, lo extra-económico mismo (la
subjetividad, la moral, los proyectos, el tiempo) se desenvuelve a partir de la
razón económica..[17]
La gubernamentalidad neoliberal –que es también la gubernamentalidad del estado mismo– refiere entonces a múltiples mecanismos, acuerdos y dispositivos (jurídicos, comunicacionales, monetarios, de representación política, etc.)[18] tendientes a orientar –producir saberes, valores y regulaciones– las prácticas sociales a un ideal de optimización por la vía de la producción de renta para los actores sociales.
La perspectiva de Foucault –la problematización– consiste
en la acción del pensamiento que surge no de una natural voluntad de
pensar, sino de la presencia de signos pululantes
de indeterminación de ciertos aspectos de la realidad del mundo
que hasta el momento creíamos estables. Siguiendo a Nietzsche, pensar es
activar una voluntad en torno a una interpretación que se descubre insuficiente
o adversaria y descubrir que no hay hechos sino interpretaciones. No hay
positividades, sino por efecto del encuentro de fuerzas.
¿Se da hoy fuente alguna de
problematización que no sea la que el propio neoliberalismo se pone a sí mismo
para seguir desplegándose? Por ahora sólo podemos agregar lo siguiente: en
el terreno social, la problematización deviene inseparable de la emergencia
de contraconductas (y hay que retener que las contraconductas
no adquieren su rasgo problematizador a partir de una voluntad estética o
nostálgica sino de sus prácticas efectivas al interior de dispositivos
concretos, cuyas líneas –de visibilidad, de enunciación, de poder y de deseo–
alteran, cortándolas, continuándolas más allá, plegándolas sobre sí[19]).
Para el caso de las sociedades
gubernamentalizadas –“neoliberales”, de “seguridad” (Foucault) o de “control”
(Deleuze)–, las contraconductas se organizan dentro y contra de los
dispositivos de las finanzas (la deuda y el crédito); de la representación
política; de la seguridad y de la mass-mediatización[20].
La crítica práctica o contraconducta se propone como desafío. Pero un desafío
que no se reduce en la discusión de táctica política. Pues como afirma Santiago
López Petit[21],
el capital se ha hecho uno con la realidad. Y por tanto es la realidad la que
se ha vuelto impotente. Ya no es ella quien nos provee de un exterior para la
crítica. La renovación del proyecto de la crítica práctica, de la
problematización a la altura de la realidad global que se impone requiere de
desplazar (violentar, fugar de) la realidad misma.
II. Pastorado y
gubernamentalidad
Seguridad, Territorio, Población
Cuando intentamos valernos de los
conceptos que heredamos de la filosofía política para entender nuestro
presente, nos enfrentamos a un desajuste entre las nociones que eternizan una
imagen soberana del estado y una realidad en la que el poder político circula a
través de un complejo entramado de dispositivos. Michel Foucault describió ese
pasaje de la soberanía a la gubernamentalidad hasta llegar al neoliberalismo,
en el que la trama de poder se subjetiva de modo indirecto actuando sobre el
medio (ese espacio sobre el que interactúan los individuos) antes que sobre las
personas mismas. No se trata de que el neoliberalismo minimice al estado: más
bien lo gubernamentaliza.
Una comprensión del estado y de la
sociedad en términos de gubernamentalidad conlleva un replanteo de la imagen
que la filosofía política difunde de un poder soberano del estado como
resultante de un pacto social. A diferencia de la simplificación habitual que
lo presenta como un pesimista de la naturaleza negativa –Homo homini lupus est–, Thomas Hobbes veía en el
hombre un ser de capaz de artificio. El animal que crea ficciones es el que más
se parece a Dios creador, pues es el que puede crearse una naturaleza y un
cuerpo colectivo: el Leviatán. Sólo que el hombre que pacta y que fabrica
artificios no es un hombre pre-social y desnudo, pura potencia de invención,
sino el hombre sometido a los poderes religiosos.
Se trata, entonces, con Foucault, de
volver a contar la historia que va de la soberanía a la gubernamentalidad
flexible del neoliberalismo, pero esta vez tomando en cuenta esta otra trama de
poderes que subtienden a la filosofía política y que conciernen a la historia
de la gubernamentalidad religiosa de Occidente.
Una vez que nos decidimos a abandonar
la idea del Estado como si de una esencia inmutable se tratase (y este es, como
hemos visto, un presupuesto metodológico fundamental de Foucault) captamos lo
estatal como un conjunto variable de secuencias de integración de procesos
plurales y heterogéneos que no funcionan en el vacío, sino al interior de una
vasta voluntad de gobierno del alma y de las conductas que no siempre se
expresa de modo directo en el estado.
Foucault se ocupa de esta idea de
“gobierno” que obsesionó a Occidente de un modo particular, y seguramente es su
reflexión sobre el pastorado cristiano la que más penetración alcanzó en este
sentido. Pero a la hora de plantear la
disyunción entre soberanía de estado y gobierno de las almas y de las conductas,
Foucault se interesó en la crítica que los jesuitas realizan a Maquiavelo. En
efecto, la literatura anti-maquiavélica del siglo XVI se constituye en
contrapunto con El Príncipe, en tanto se ocupa de formular el problema del
gobierno de los hombres a partir de un nuevo campo de problemas (el de la
población) y de nuevos mecanismos de saber y de poder (que a la larga devendrán
en economía política).
En El
príncipe, según la literatura anti-maquiavélica que Foucault cita
ampliamente, se propone al poder político como aptitud para obtener y conservar
un territorio. La soberanía, por tanto, es concebida como lazo trascendente
príncipe-principado, un vínculo de apropiación que toma a la población como un
dato natural, una propiedad más del territorio. El principado, en tanto que
posesión del Príncipe, no se llega a plantear la cuestión del gobierno de las
poblaciones, sino que se detiene en el arte de las astucias para derrotar a los
rivales en la competencia por la apropiación. No es, desde luego, que no se
perciba a la población. Pero no se la considera como un factor específico de
creación de riquezas ni se perciben los mecanismos inmanentes de regulación que
harían de ella una fuerza productiva. Sobre todo, no se toma en cuenta que, por
debajo del príncipe, hay jefes capilares: padres de familia y líderes de
órdenes religiosas capaces de modular la actividad de la población. El poder
soberano gobierna por la ley y no se interesa por coordinar productivamente esa
red población-territorio-riqueza que comienza a conceptualizarse durante el
siglo XVII.
La literatura anti-maquiavélica,
refutando a Maquiavelo, plantea la existencia de una realidad poblacional capaz
de una productividad que permanece opaca para una visión restringida al
problema de la propiedad territorial. La inspección de este nuevo objeto, la
población, conjunto de singularidades que se determinan en relaciones
recíprocas, llevan al descubrimiento de “la sociedad” y, junto con ella, al
problema de su gobierno. Estos problemas nuevos, que demandan saberes nuevos
–de la estadística a la sociología– desembocarán en la economía, a partir de la
preocupación por conocer las reglas que permiten comprender los asuntos
vinculados con el enriquecimiento de los estados.
El territorio, a la luz de la población,
será cada vez más concebido como un medio. Y en el orden de lo que se entiende
por soberanía surgirá a nivel del derecho el problema de los límites al poder
del estado. El buen gobernante será aquel que sepa respetar, fijarse un límite.
¿Límite ante qué? Ante las regularidades virtuosas que parecen poseer las
poblaciones, cierta proclividad natural que la sociedad posee para optimizar
sus relaciones entre personas y cosas (territorios, recursos, hábitos,
enunciados, riquezas, acontecimientos, etc.). La población, entendida por la
nueva ciencia económica como conjunto de mercados, se vuelve fuente de verdad
para el gobierno.
Para pensar esta población como
pluralidad de interacciones, o sociedad civil, es imprescindible reparar en la
“familia” como unidad de reproducción de personas, pero también de relaciones
sociales. Y con ella toda una ciencia del deseo y la subjetividad que, con el
tiempo, reparará en las cuestiones de la locura y la sexualidad. Al poder
soberano, aquel que funda estados, parece escapársele este conjunto de procesos
“moleculares” o “micropolíticos” que se encuentran, sin embargo, en el comienzo
de la organización de los grandes conjuntos, sea el poder religioso o el
estatal, sea el poder psiquiátrico o el de la prisión.
La gubernamentalización de la sociedad
y del estado resulta inseparable del problema de la intensificación productiva
de esta pluralidad poblacional largamente sometida a dispositivos de seguridad
y estudiada por la ciencia de la economía.
No se trata con esto, para Foucault, de anunciar el fin del estado, sino
de entender que el fundamento –los presupuestos- de su poder vienen dados por
el desarrollo de larga duración de esta gubernamentalización de lo social.
Población, sociedad civil y economía
constituyen, desde entonces, las grandes categorías del liberalismo, primero, y
del neoliberalismo (que es una cosa diferente), después. Y en la medida en que
gobernar lo social es, todavía hoy, ensamblar dispositivos aptos para la
intensificación económica de una población, se comprende que el estado reciba
de ese proceso la norma para sus acciones.
Cuestión de método
Esta enorme reflexión sobre la
gubernamentalidad lleva a Foucault a formular, en el orden del método, tres
desplazamientos.
El primer desplazamiento concierne al
modo de pensar lo institucional. Lo que la gubernamentalidad enseña sobre el
Estado –que es un integrador de procesos que le son exteriores– se extiende al
pensamiento de cualquier institución: la lógica interna de la institucionalidad
pone en juego un medio de exterioridad. Lo que sea una escuela, una radio o la
policía no es asunto que pueda decidirse exclusivamente al interior de cada una
de esas instituciones sin afrontar el medio exterior que tiende a constituirlas
de un cierto modo. Para refrendarlo o para resistirlo y crear otras maneras, no
se puede trazar una historia de las instituciones sin hacer una historia de ese
orden de funcionamiento en que se inscriben. Este es el sentido de la
declaración de Deleuze: “Foucault nunca fue un teórico del encierro”. Lo que
hace Foucault no es describir prisiones y loqueros, sino analizar cómo, en un
cierto período, una conjugación de fuerzas imprime una arquitectura panóptica a
las instituciones de ciertas sociedades.
El segundo desplazamiento es el de la
función, y refiere al hecho de que los medios de exterioridad prescriben
procedimientos cuyo sentido puede ser contra-efectuado (para volver nuevamente
a un comentario de Deleuze): el diagrama de funciones (asignar cuerpos según
espacios; ritmos a las acciones de los cuerpos, etc.) sólo encuentra un sentido
en el nivel de los estratos que se forman en las instituciones. Es en la
institución que el diagrama de fuerzas se vuelve empírico (es allí que se ve,
se siente). Y al mismo tiempo es a partir de estos estratos institucionales que
el pensamiento puede comenzar su trabajo genealógico o problematizante, que
consiste en elevarse al diagrama para contra-efectuar el juego de las fuerzas.
A diferencia de lo que pasaba con los estructuralistas, en Foucault el pensamiento
de las fuerzas es un medio de historización radical. Si las estructuras se
definían por sus invariantes, los dispositivos lo hacen por sus líneas curvas
de variación.
El último desplazamiento afecta al
objeto. Al rechazar un objeto dado o yaciente (sea la delincuencia, la
perversión, o la enfermedad mental) Foucault se plantea captar el movimiento
por el cual estas figuras se constituyen en categorías discursivas como parte
de una política de la verdad: ¿qué juego interpretativo es el que piensa una
cierta multiplicidad en términos de delincuente, perverso, loco? ¿Es posible
remontarse a la cuestión que está en juego en ese pensar para replantearla, y
en complicidad con quienes padecen el poder de la prisión o de la psiquiatría
crear nuevos discursos, hacer variar el modo en que vivimos nuestra relación
con la violencia, el castigo, el cuerpo o la propiedad?
En resumen, la reflexión sobre la
gubernamentalidad conlleva una valoración metodológica del medio -y del
espacio- en el que se producen saberes y relaciones capaces tanto de resultar
integrados –estatizados- como de conmover las estructuras de poder.
Pastorado.
Con el pastorado nace a Occidente una
vía extraordinaria y trascendente que lo singulariza y que, en su desarrollo,
entronca con el proceso de gubernamentalización que converge en el
neoliberalismo. La historia del poder pastoral no coincide exactamente con la
historia religiosa de las religiones. El pastorado no es una religión, no es un
conjunto de creencias y doctrinas, sino un conjunto de técnicas de poder. Y es
a ese nivel que hay que preguntarse por la producción de subjetividad. En este
sentido se puede decir que el hombre cristiano no es fruto de “el cristianismo”
como doctrina, exactamente en el mismo sentido que el hombre liberal es fruto
de los principios de “el liberalismo”. Es en torno a determinadas técnicas de
poder que se gobierna a los hombres y a las mujeres.
Foucault muestra el proceso
epistemológico y político que “descubrió” a la población (anteriormente
reducida a mera variable interna del territorio), y cómo el poder pastoral
elabora y comanda dicho proceso. Por debajo de las cuestiones propiamente
teológicas –esas en las que corre riesgo de perderse Agamben– el poder pastoral
remite a una práctica (de la que los enunciados de la teología hacen parte) y a
unos mecanismos novedosos y efectivos de subjetivación e individuación sin los
cuales no reconoceríamos rasgos fundamentales del llamado “sujeto moderno”.
Existe entonces en Foucault la idea
según la cual lo político moderno (la gubernamentalización de lo social, el
neoliberalismo como estrategia de dominación) es inseparable de una suerte de
preparación cristiana, sobre todo en lo que tiene que ver con la obediencia y
con el cálculo. ¿Cómo se presenta esa continuidad por debajo de las grandes
rupturas que dan origen a la época moderna? El pastorado despliega un campo
general de obediencia (proponiendo la obediencia misma como valor) combinando,
en la relación pastor-rebaño, el cálculo vinculado al premio y al castigo.
Así, si tomamos lo religioso a partir
de la práctica real que su espíritu promueve (como proponía el jovencísimo Marx
de La cuestión judía) veremos aparecer, parece decir Foucault, una economía
funcionando en la cual la “ley” hace pasar las ansias de verdad y salvación. En
lo fundamental, el modo de poder cristiano se constituye en un campo general de
obediencia signado por la división entre pastor y sus ovejas (siendo, a su vez,
el pastor, oveja para otro pastor). El pastor cuida el rebaño, pero se fija en
cada oveja y evalúa para cada una de ellas méritos y deméritos, reguladores de
la salvación (Omnes et Singulatim).
Observamos, entonces, en el pastorado
como práctica de poder lo siguiente:
1. Que la salvación viene otorgada bajo
la forma de una economía;
2. Que en esa economía de méritos y
deméritos no se juega sólo el rebaño y cada oveja individual, sino que se
desmultiplica al individuo en una serie de singularidades pre-individuales que
son los “actos”;
3. Que el pastorado liga esa economía a
la salvación por medio de la postulación generalizada del valor de la
obediencia.
Por medio de esta descripción
desespiritualizada, Foucault capta las premisas que anticipan el papel de la
economía en la gubernamentalidad devenida neoliberal. A diferencia del poder
soberano, el pastorado se difunde en un espacio de obediencia generalizado que
a todos abarca y concierne y supone un lazo inmanente e individualizado al
extremo, capaz de conocer y orientar las almas del rebaño. Esta individualización no repara en el estatus
de un individuo o su nacimiento, sino en la serie de sus actos. Cada uno merece
según el modo en que interactúa y se recompone en función de esta racionalidad
económica en que está de lleno involucrado.
El poder pastoral (como todo lo que
ocurre a nivel de los dispositivos) opera a nivel de afectos, hábitos, y
ensambles económicos complejos. Ya en el poder pastoral se da lo que Deleuze
generalizará como rasgo fundamental de la sociedad de control: más que
sujetos hay flujos. No hay identidades
previas. Y cada vez hay que hacer una analítica económica para saber de quién o
de quiénes estamos hablando.
Más que un “yo” individual y posesivo,
estos mecanismos definen un campo en el cual la trascendencia se inmanentiza en
una red de servidumbres en donde la individuación se da vía sujeción. Es lo que
Foucault observa en las prácticas de confesión, en las que se coloca al sujeto
a decir/producir verdades sobre sí (como hoy lo hacen las encuestas de mercado,
los sondeos de opinión, el psicoanálisis). Siempre hay un resto de nosotros por
conocer y en ese conocer hay una vía de sujeción/subjetivación.
El pastorado cristiano es una forma
enteramente económica de poder ligada a la “salvación” y a una política de la
verdad. Verdad y Salvación no desaparecerán del todo en el neoliberalismo, sino
que permanecerán implícitos en la exaltación del juego de la economía como
competencia y empresarialidad. El campo de la obediencia generalizada se
convertirá en apología de la libertad y el pastor se desdoblará en prácticas de
autocontrol y en tecnologías de seguridad.
Epílogo: economía política
La gubernamentalidad, enseña Agamben,
es una máquina de doble pinza. Una de esas pinzas es el Estado, heredero de la
soberanía en sentido schmittiano; y la otra, capilar y sutil, es la economía
política. “La economía política es la verdad o el corazón interno de la
gubernamentalidad contemporánea”, dice Foucault, desplazando al polo soberano
del centro de la escena, sin desconocerlo. Y es que cada vez más el corazón del
dominio político toma la forma de la economía y se orienta menos a controlar el
cuerpo individual de manera directa (prisión) y mucho más a un conjunto de
técnicas que pueden regular las conductas (a través, por ejemplo, de la deuda).
La gubernamentalidad moderna,
contemporánea, se basa en la generalización del cálculo económico a lo extra
económico, obligando al gobierno político a bregar por la salud del mercado de
transacciones: “si no pagás estás en problemas; pero si pagás, estás gobernado”.
Pero para poder pagar hay que insertarse libremente en el campo de la
obediencia: así de sereno es el rostro sin rostro de la gubernamentalidad
neoliberal.
La crítica desmonta funcionamientos,
desarma trascendencias. Al retomar estas formulaciones en las que Foucault
rastrea la preparación de nuestra gubernamentalidad neoliberal en un
largo-tiempo del occidente nos permite penetrar en el vínculo complejo entre
capitalismo y religión. El hilo rojo se extiende hacia atrás, hacia Spinoza. Y
llega a nosotros, planteándonos la pregunta por el papel de lo religioso, de lo
teológico político en el enhebrado (el suplemento moral) de los dispositivos de
la gubernamentalidad neoliberal.
III. Prólogo al neoliberalismo
1 .
En uno de sus habituales textos
publicados en Página/12, “Neoliberalismo
y subjetividad”, el psicoanalista argentino Jorge Alemán se refirió a los
cursos dictados por Foucault, en particular al Nacimiento de la biopolítica y a la conceptualización que allí se
hace del neoliberalismo en tanto racionalidad de gobierno. El propósito del
autor –fundador de lo que se denomina la “izquierda lacaniana”– es componer un cuadro de situación global
según la cual la Europa neoliberal seguiría sometida a los dispositivos
foucaultianos de seguridad, mientras que en sudamérica, a partir de los
gobiernos progresistas de buena parte de la región, se habría ingresado en una
nueva fase (a la que el investigador brasileño Emir Sader suele llamar en
diversas publicaciones “postneoliberal”).
Según Alemán, las conclusiones de
Foucault resultan perfectamente vigentes para describir la situación europea:
el neoliberalismo allí no actúa, dice, como una mera ideología de la retirada
del Estado en favor del mercado sino que debe ser entendido como una
construcción positiva, cuyo objetivo final parece ser la producción de un nuevo
tipo de subjetividad: el empresario de sí. En sus palabras: “remarcando
entonces el carácter constructivo del neoliberalismo y no sólo su faz
destructiva, o insistiendo en el orden que se pretende hacer surgir a partir de
sus destrucciones, se puede mostrar que las técnicas de gubernamentalidad
propias del neoliberalismo tienen como propósito, en consonancia con la
racionalidad que lo configura, producir, fabricar, un nuevo tipo de
subjetividad. El empresario de sí, el sujeto neoliberal, vive permanentemente
en relación con lo que lo excede, el rendimiento y la competencia ilimitada”.
Los discursos neoliberales que
surgen a partir de la década del 40 en Alemania, dice Foucault, se caracterizan
por una reformulación del problema del gobierno biopolítico y de la
legitimación del estado a partir del mercado. El neoliberalismo encarnará
efectivamente una verdadera práctica político-antropológica cuya política vital
(vitalpolitik) tendrá como
objetivo hacer que el tejido social completo adquiera la forma, la espesura y
la dinámica propias de la empresa: la población será entonces reconocida en su
capacidad de iniciativa y su aptitud emprendedora, ocupándose el estado de
crear y reproducir las condiciones que permiten que la sociedad funcionen como
un ensamble de mercados, según la competencia.
La principal diferencia entre el
neoliberalismo contemporáneo (Foucault analiza la escuela alemana y la
norteamericana, pero haríamos bien en leer de cerca el debate de los
neoliberales del Perú de los años 80) y el liberalismo clásico es su teoría del
Estado. Los neoliberales no creen en la libertad de mercado entendida como una
naturalidad de las cosas que brota al ritmo que el estado deja de regular los
intercambios sociales. Al contrario, ellos han aprendido la lección del
artificio: la sociedad de competencia, que es para ellos también la de la
libertad, sólo funciona bajo condiciones muy difíciles de lograr (dada la
tendencia al monopolio, a las mafias, etc.). Se trata, por tanto, de construir
una compleja maquinaria judicial, administrativa, política y policial que sea capaz
de crear y sostener, a partir de una hiperactividad regulativa, las condiciones
que promueven el ser social como subjetividad empresaria.
Así lo entiende Foucault en su
repaso de la teoría neoliberal del “capital humano”, en la que se ilustra de
manera asombrosa el método neoliberal consistente en extender el cálculo
atribuido a la racionalidad del hombre a todas las esferas y acciones de la
vida. Encargada de aniquilar toda la reflexión marxiana del trabajo, la
explotación, y la rebelión colectiva, la tesis hiper-realista del capital
humano enseña a concebir la propia vida y la de los demás como la
administración empresarial de un stock inmaterial –no importa su magnitud–
imputable a cada persona. La máxima racional que guía la vida de cada quien, en
las circunstancias más diversas, es extraer renta (incluso una renta psíquica).
Este esquema produce al sujeto en la exigencia de la gestión individual, y
premia o castiga sus actos según la lógica de la inversión.
En los hechos esta teoría
significa que todas las potencias de los vivientes adquieren un fin económico,
bloquea toda representación de clase y de intereses colectivos y permite
codificar toda conducta –desde la migración a la maternidad, desde la elección
del barrio en el que vivir hasta las horas dedicadas a la socialidad– según la
razón económica.
En esta sociedad del riesgo se
hacen necesarias políticas sociales compensatorias que apuntan al individuo que
no ha logrado administrar su capital vital con mínima eficacia. Las políticas
públicas para “pobres” conllevan el ideal de restitucion de las capacidades
empresariales, o bien tratan a los seres improductivos como seres inválidos
para la vida social.
El neoliberalismo se difunde como
modo de vida en el cual se impone la autogestión de tipo empresarial de las
potencias y virtualidades del viviente. Cada quien administra su marca y se
encarga de definir sus estrategias. Difundido como modo de ser de masas, el
neoliberalismo se trama en un vitalismo estratégico de la población.
2 .
Alemán ensaya en su texto una
lectura de la coyuntura política global según la cual “esta racionalidad
actualmente se ha adueñado de todo el tejido institucional de la llamada Unión
Europea, en la consumación final de su estrategia de dominación (...)
Latinoamérica es actualmente, en alguno de sus países, la primera
contra-experiencia política con respecto al orden racional dominante en el
siglo XXI. El neoliberalismo se extiende no sólo por los gobiernos, circula
mundialmente a través de los dispositivos productores de subjetividad. Por ello
a Latinoamérica le corresponde la responsabilidad universal de ser el lugar
donde se pueda indagar todo aquello que en los seres hablantes mujeres y
hombres no está dispuesto para alimentar la extensión ilimitada del sujeto
neoliberal”.
América Latina como experimento
postneoliberal es una fórmula que debe ser abierta a la luz de por lo menos
cuatro tipos diferentes de preocupaciones:
(1) la producción retórica de los
gobiernos llamados progresistas, un amplio abanico que va –según la diversidad
de situaciones nacionales– de la producción de políticas públicas que apuntan a
cuestionar dispositivos de la gubernamentalidad neoliberal, al apuntalamiento
de un neoliberalismo –neodesarrollismo/neoextractivismo– con mayor intervención
nacional-estatal;
(2) la necesidad de ciertos
actores globales –de organismos internacionales al propio Estado Vaticano- de
relegitimar su rol político en la crisis global y de dar cuenta de una nueva
configuración geopolítica a partir de la emergencia de potencias asiáticas;
(3) la necesidad de los
movimientos de lucha del sur de Europa de encontrar referentes en la región
para su lucha contra las políticas de austeridad;
(4) el punto de vista de los
movimientos sudamericanos que siguen intentando producir formas de vida y de
coordinación política afirmando prácticas antagónicas a las que se promueven
desde las grandes dinámicas de la valorización de capital.
Como se ve, el llamado
postneoliberalismo adquiere entonces tonos y significados bien diferentes. En
todo caso, las tensiones de la coyuntura sudamericana pasan en la actualidad
por el choque entre las exigencias del tipo de inserción en el mercado mundial
y la activación del mundo plebeyo. Tras la crisis de las políticas neoliberales
puras de los años ’90, las “demandas” (como diría Laclau) populares se han ido
incluyendo parcialmente en un ciclo de ampliación del consumo cuya condición de
posibilidad es, efectivamente, el tipo de inserción que recién señalábamos.
El experimento sudamericano se
caracteriza por una mayor porosidad entre Estado y sociedad, y por la
generalización de una trama social activa y politizada que ha logrado
conquistas importantes en diversas coyunturas. Sin embargo, no conviene
simplificar el asunto, ni desconocer el carácter esencialmente ambivalente de
estos procesos. Al mismo tiempo que una pluralidad de sujetos políticos
cuestionan la hegemonía neoliberal, esta se reproduce a partir del dominio de
las finanzas, del mando ejercido a nivel del mercado mundial, del ensamblaje
mediático y tecnológico que apuntala lo que Ulrich Brand ha llamado un “modo de
vida imperial”[2].
Y más profundamente aún es
necesario comprender hasta que punto, como lo señala Verónica Gago, desde el
nivel mismo de la reproducción social, las estrategias populares se han
apropiado de estas condiciones neoliberales y han desarrollado una pragmática
vitalista (un “neoliberalismo desde abajo”) en la que se traman modos
familiares y comunitarios de gestionar conocimientos y cuidados de uno mismo y
de los otros, introduciendo nuevas posibilidades estratégicas de la población a
lo largo y a lo ancho del continente.
Así planteado, puede dar la
impresión de que leemos en Foucault un triunfo absoluto del neoliberalismo.
Pero no es así. Lo que sucede es que pensamos que en análisis muy difundidos
del proceso sudamericano –de Alemán a Sader– se simplifica al cuadro de la
gubernamentalidad oponiendo al polo Mercado, el polo Estado, como si de por sí
el desarrollo del aparato del Estado fuese índice suficiente de una
postneoliberalidad substancial. No estamos sólo criticando un punto de vista
que cierra la imaginación política a la centralidad del Estado. Estamos más
bien afirmando que este tipo de anti-neoliberalismo se orienta a una mayor
sustentación estatal de la racionalidad neoliberal que, como hemos visto, es
flexible y no se restringe a las políticas de ajuste y privatización.
En todo caso, quisiéramos afirmar
que por postneoliberalismo entendemos lo contrario a una configuración
nacional-estatal de izquierda cerrada sobre sí misma y negociando en desventaja
su lugar en el mercado mundial. Imaginamos, en cambio, una estatalidad cada vez
más abierta, tanto en su porosidad respecto de lo social, como a nivel
regional, como único modo de fortalecer otros modos de pensar, de imaginar la
vida individual y colectiva.
3.
Lo que leemos en Foucault en
definitiva es la emergencia de un nuevo tipo de poder social y político que se
basa en la paradoja ya señalada según la cual el poder neoliberal produce
obediencia por medio de una práctica de la libertad, trastocando, de este modo,
las contraconductas de tipo libertarias que suelen quedar comprometidas (sea
por impotencia, sea por complicidad) en la obediencia.
El sujeto del neoliberalismo se
sitúa estructuralmente en un punto en el cual se es sujeto por medio de una
libre gestión de sí, en un contexto en que los dispositivos –seguridad, moneda,
representación y mediatización– que conducen la maquinaria social (incluida su
burocracia, su aparato de salud y educación, etc.) desembocan en la servidumbre.
Lo que aprende el poder
neoliberal del poder pastoral es la triple relación entre ganancia y salvación;
entre cálculo económico e individuación servil. Pero si el poder pastoral hacía
funcionar estas equivalencias sobre un extendido plano de obediencia
generalizada, el poder neoliberal sólo produce obediencia por medio de la
libertad.
Es este tipo de paradojas lo que
la “izquierda lacaniana” intenta pensar como “goce”: la participación activa
del sujeto deseante en su situación de servidumbre.
Pero esta misma paradoja, por la
cual sólo a través de una cierta práctica de la libertad se produce obediencia,
ha sido apropiada al menos parcialmente desde abajo, dando lugar a fenómenos de
una riqueza y una notable ambivalencia en los nuevos sujetos surgidos durante
la última década en la región. Asunto que no siempre es bien recibido por un
progresismo que sólo acepta valorar el mundo popular a partir de la figura de
la víctima.
Una política post-neoliberal,
pensamos, consiste, en este contexto sudamericano, en hacer vascular estos
elementos de mixtura y reapropiación plebeya de la libertad hacia momentos de
fuerza colectiva en los cuales hacer saltar los nexos fundamentales de la
gubernamentalidad capitalista.
Esta posibilidad es más
sudamericana que europea en virtud de una extensa red de prácticas biopolíticas
conformadas durante décadas de resistencia al mando neoliberal: ¿cómo hacer
converger el polo libertario del sujeto neoliberal con estas redes biopolíticas
sin que el proceso de convergencia se cierre de modo sectario sobre el aparato
de Estado?
Lo que ocurre de interesante en
Sudamérica es el tipo de ambigüedad de lo social que, apropiándose de la
dimensión empresarial, no se deja cerrar sobre ella y alimenta una economía
popular capaz de mezclarse –este es el verdadero experimento– en un horizonte
abierto y democrático con redes biopolíticas que surgen de la resistencia
política a los núcleos duros del neoliberalismo.
Foucault, que se reía de los que
sentían una “fobia al Estado”, no creía que el Estado, como lo hemos visto,
fuese una esencia eterna e inmutable. No es aquí sobre el Estado que se
discute, sino sobre un modo de pensar que toma al Estado como pura negatividad
o como pura positividad sin reparar en su condición actual de dispositivo de
doble articulación, pieza esencial en la inserción en el mercado mundial y de
políticas de inclusión.
Lo que tomamos de Foucault,
entonces, es la posibilidad de cambiar la pregunta: no ya por el papel que el
Estado debe tomar en el cambio social, sino más bien, por cómo las políticas
del cambio pueden actuar sobre las instituciones a partir de una teoría más
amplia del gobierno.
En efecto,
el héroe neoliberal ejemplifica la sujeción obedeciendo a la consigna “sé
libre”, consigna que cada quien debería llevar a su propio ámbito de producción
subjetiva específica: ¿resultará efectivo oponer a esta consigna un “sé
solidario”? Realismo del capital y moralismo político no constituyen
alternativas a la altura del tejido postneoliberal.
IV. ¿Un Marx “lampiño”?
“Lo que se reivindica y sirve como
objetivo es la vida, entendida como necesidades fundamentales, esencia concreta
del hombre”
Michel Foucault
“Esto es un homenaje a Marx, ‘la
esencia concreta del hombre’ viene de Marx”
Gilles Deleuze
Aun si hay un Foucault “liberal”,
opuesto a Marx (su amigo Paul Veyne escribe que Foucault no fue un hombre de
izquierda) reivindicamos la hipótesis según la cual hay implícito en su obra,
notoriamente en algunos de sus cursos, un redescubrimiento de la crítica de
la economía política (sin que esto agote para nada un estudio de las relaciones
posibles con Marx), a condición de considerar la crítica:
(1) Como reorientación del pensamiento
hacia las prácticas y al movimiento real de lo real (captado como antagonismo,
lucha, resistencia o contraconducta). En este punto, vía Foucault, se da la
convergencia Marx/Nietzsche. La crítica apunta a comprender el juego efectivo
de las fuerzas, identificando y combatiendo trascendencias. Como hemos visto,
en Foucault la crítica conecta con (contra) el problema de los “universales” y
con (a favor de) lo que denomina “problematización”.
(2) No se orienta sólo a trascendencias
exteriores (modelo de soberanía), sino, sobre todo, a trascendencias inmanentizadas (los
dispositivos de poder no son exteriores a la producción de efectos de
subjetivación). El modelo de esta crítica de las trascendencias inmanentizadas
se forja a partir la crítica de la religión (Spinoza, Marx). Si los poderes
religiosos penetran en la carne y el alma, si se apropian de la vida práctica
mistificándola, la crítica apunta a lo religioso como modelo de mistificación
extendido a la economía política. Esa crítica sólo puede ser práctica y
desplegada a partir de la vida misma. Este funcionamiento de la crítica supone
tanto el descubrimiento de unas tecnologías religiosas de poder que en
Occidente preparan el modelo de las trascendencias inmanentizadas, como los
mecanismos de su secularización-prolongación en el plano de la moderna economía
política.
(3) Como desconfianza del Estado en
tanto forma que puede autoexplicarse. El Estado no extrae sus rasgos y
potencias de sí mismo (no tiene esencia), ni posee una historia interna. Lo
político-jurídico-institucional se explica por un medio de “exterioridad”,
expresión de una voluntad de poder que se torna empírica en las instituciones.
Las instituciones mismas, como hemos visto, se tornan campos de batalla cuando
son capaces de contra-efectuar esas relaciones, remontando lo empírico a lo
abstracto de las fuerzas.
(4) Rechaza la idea de una Razón
en la historia y admite tantas racionalidades como experiencias de
racionalización (trazado de relaciones) se experimenten en el nivel del
movimiento real.
(5) Se enfrenta al discurso capitalista
de la libertad, lo que conduce, en última instancia, al problema del control
del trabajo y la reproducción y al discurso de la biopolítica.
(6) Apunta a producir comprensión
democrática en torno al modo en que las categorías de la economía política dan
tratamiento a los acontecimientos, mostrando hasta qué punto el discurso de la
economía política, que actúa como racionalidad de última instancia del
conjunto de las dimensiones extraeconómicas de la vida, permanece subtendido
por antagonismos internos que lo agrietan y desbordan. Es allí donde la crítica
deviene política, enfrentando “dentro y contra” la verdad y la realidad
producida por el ensamblaje de los dispositivos de poder neoliberales.
La crítica persiste en desanudar la
articulación entre fetichismo de la mercancía y teoría política del estado y de
las instituciones.
Cierto es que Foucault no converge con
Marx sino al precio de “desprofetizar” su discurso y volverlo
estratégico/genealógico. Y Foucault y Marx no convergen con nuestro proyecto de
una crítica sin antes provocar en ellos un descentramiento de la cuestión
europea. Si en Marx se ha podido contrarrestar parcialmente este reproche a
partir de su giro del año ‘67, nos preguntamos si los usos de Foucault
encuentran en nuevas contribuciones su “desprovincialización”.22
Notas:
[1] Este
artículo, "Los modos de la crítica en medio de la gubernamentalidad
neoliberal" es el primero de una serie de cuatro textos que aparecerán los
siguientes viernes y lunes en Lobo Suelto! bajo el título común de "De
Foucault a Marx, el hilo rojo de la crítica" (el resto son "Pastorado
y gubernamentalidad", "Prólogo al Neoliberalismo" y la Coda: De
Foucult a Marx). En conjunto retoman las reflexiones desarrolladas a lo largo
de dos años en el grupo “De Marx a Foucault”, coordinado por Diego
Sztulwark.
[2] Virno, Paolo; Ambivalencia
de la multitud, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2011.
[3] Benjamin, Walter;
“Sobre el concepto de historia”, en Obras Completas. Libro I/vol.
II, Editorial Abada, Madrid, 2008.
[4] Agamben,
Giorgio; Estado de excepción, Adriana Hidalgo, Buenos Aires,
2004.
[5] Simondon,
Gilbert; La individuación; Editorial Cactus y La Cebra
Ediciones, Buenos Aires, 2009.
[6] Lazzarato,
Maurizio; Política del acontecimiento, Tinta Limón Ediciones,
Buenos Aires, 2006.
[7] Instituto de
Investigación y Experimentación Política: http://iiep.com.ar
[8] Foucault,
Michel; Seguridad, Territorio, Población, Fondo de Cultura
Económica, Buenos Aires, 2006.
[9] Colectivo
Situaciones, Conversaciones en el Impasse, Tinta Limón Ediciones,
Buenos Aires, 2009.
[10] Sandro
Mezzadra, En la cocina de Marx, el sujeto y su producción; Tinta
Limon Ediciones, 2015.
[11] “El neoliberalismo es
una forma de vida, no sólo una ideología o una política económica",
entrevista a Christian Laval y Pierre Dardot disponible en:
[12] Gago, Verónica; La
razón neoliberal, economías barrocas y pragmática popular,
Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2014.
[13] Boltansky, Luc y
Chiapello, Eve; El nuevo espíritu del capitalismo, Editorial Akal,
Madrid, 2002.
[14] Rose, Nikolas; Políticas
de la vida: Biomedicina, poder y subjetividad, Editorial UNIPE, Buenos
Aires, 2012.
[15] Para una lectura de
la posición de Diego Valeriano visitar el blog “Lobo Suelto”, en donde escribe
asiduamente. http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/
[16] Ver nota 10.
[17] Lazzarato, Maurizio; La
fábrica del hombre endeudado. Ensayo sobre la condición neoliberal,
Amorrortu, Buenos Aires-Madrid, 2013.
[18] Deleuze y Guattari
ofrecen un razonamiento complementario cuando describen la operación del
capital como una axiomática.
[19] Hay mucho escrito
sobre los dispositivos en Foucault. Reenviamos a Deleuze, Gilles; “¿Qué es un
dispositivo?” en Michel Foucault, filósofo, Editorial Gedisa,
Barcelona, 1990.
[20] Hardt, Michael y
Negri, Toni; Declaración, Editorial Akal, Madrid, 2012.
[21] López
Petit, Santiago. Hijos de la noche, Ediciones Bellaterra,
Barcelona, 2014.
[22] Tarea
que ya ha comenzado, por supuesto. Ver por ejemplo en Castro Gómez
https://www.youtube.com/watch?v=sMU2AbbTD00