Caspar Friedrich pintó un óleo // Juan Ritvo


“La acronía no consiste en la yuxtaposición indiferente, sino más bien en el entrelazamiento de las épocas, siguiendo el modelo de un trípode, en una serie de estructuras que se rejuvenecen. Se puede desplegar como un acordeón, y entonces hay mucha distancia entre los extremos, pero también se pueden encajar unas en otras como muñecas rusas y entonces las paredes que separan las épocas quedan muy próximas.”
Elisabeth Lenk 
Tomado del epígrafe de la Medea de Christa Wolf.

La acronía es el recurso para evitar la obstinada necrofilia de las evocaciones, sea Viena, sea Venecia, sea la ciudad que fuera: amar al muerto y tratar de revivirlo a condición de que no reviva.
Por ejemplo, pasar de von Kleist y de su extrema soledad, a la soledad terrible de Turner según otro solitario, Ruskin.
De pronto, se me impuso la figura de von Kleist, aunque él no estaba ligado ni al agua ni a la piedra veneciana – a lo sumo al Sena, que visitó en la época más desdichada, más sonámbula, de su corta vida–, sino a la llanura dilatada, a los bosques y, por sobre todas las cosas, al fuego: de los cuatro elementos, suyos eran el fuego y la tierra.
(Así como me quedo fuera de Venecia, fuera de ese portal dirigido a los extranjeros y que los lugareños  desdeñan, como si su vida actual, lejos de los fastos de antaño, sólo encontrara refugio en las pequeñas plazas secas donde hay bancos para sentarse frente a pequeñas iglesias, recoletas, donde sólo se habla veneciano, fuera del objeto acrónico de memoria monstruosa y deshilachada…)
Entre 1808 y 1810, Caspar Friedrich pintó un óleo, titulado Monje junto al mar. En este último año, mientras el poder de Napoleón, inmenso todavía, comenzaba a agrietarse y Prusia se preparaba para tomar revancha, el lienzo fue expuesto en la galería nacional del museo estatal de Berlín, donde lo contempló y adquirió el rey de Prusia, Federico Guillermo III.
El llamado “monje” ( quizá por su extrema soledad y desvalimiento), una endeble línea vertical en el cuadro, sirve como medida de la inmensidad en la que se superponen varios y densos barnizados.
El  horizonte cubierto, formado por tres capas horizontales, desde el negro intenso del mar,  donde se aplican manchas blancas que semejan el oleaje – lo único que denuncia algún  movimiento en el cuadro–, hasta una masa que se va aclarando hasta permear un gris casi claro, blanquea más arriba, sin perder su aire amenazador: en el margen superior, a la derecha del espectador, el gris retoma su inquieto vínculo con el negro.
¿Dónde ubicar aquí la mirada si la ausencia de perspectiva aplasta al espectador?
Heinrich von Kleist escribió en el mismo año de la exhibición, un año antes de su suicidio, una nota sorprendente. Dice que es hermoso avizorar, bajo un cielo turbio, al desierto marino, pero que ante el cuadro, esto es imposible. “Lo que yo debía encontrar en el cuadro – escribe – lo encontraba entre mí y el cuadro.” Lo que debía mirar, el mar, no estaba allí. “Nada puede ser más triste y más precario que esta posición en el mundo: una única chispa de vida en el imperio de la muerte, el solitario punto medio del círculo solo.” Y agrega algo que quiero subrayar, más allá de las asociaciones sibilinas y desasosegantes con los pensamientos nocturnos de Young y el Apocalipsis, “… este cuadro carece  de otro primer término distinto al del marco: cuando se mira es como si a uno le arrancasen los párpados.”
Si el primer término no se diferencia del marco, es por una única y poderosa razón: la mirada no tiene lugar donde descansar. La mirada, cuando sostiene la visión del espectador, evita la pesadilla del ojo sin párpado. En cualquier caso, el parpadeo, involuntario, sostiene la voluntad de imaginar, de percibir, de entrever. von Kleist, confundido con el supuesto monje, se identifica con la chispa de vida alojada en el imperio de la muerte.
En las palabras finales reconoce la dolorosa escisión entre un sentimiento desolado y una inteligencia cuyo poder analítico, lejos de proteger al individuo, lo devuelve a una soledad sin redención.
“Mis propios sentimientos acerca de esta maravillosa pintura – asevera – son, de todos modos, demasiado confusos, por eso, antes de formularlos por completo, me he propuesto dejarme instruir por las expresiones de aquellos que, en pareja, pasan ante ella de la mañana a la tarde.”
¿Se dejó instruir o el paso de las parejas lo dejó en ese estado de oscuro ensimismamiento de quien se toma una taza de café negro, bien cargado, antes de irse a dormir, solo?
No lo sabemos; pero sí sabemos que el infinito romántico que supo imaginar Friedrich,  no es sólo ni fundamentalmente una alianza del anhelo con la angustia – es también inmovilidad, suspensión, inminencia de la catástrofe que acontece cuando la chispa de vida se extingue en el imperio de la muerte.
(fuente: https://entrelazosblog.wordpress.com)