La república de la eficiencia // Lucas Paulinovich


El shock necesita fisonomías, imágenes que mostrar, fotogramas para lucir. Crisis y expectativa fusionado en una doctrina más ortodoxa en los aspectos técnicos específicos que en las modalidades de aplicación: campañas de imagen de las consultoras, la numerología de las encuestas sembrando hipótesis, la manija mediática fortaleciendo un entramado de aceptación del nuevo gobierno. Legitimidad y acuerdo generalizado para las detenciones arbitrarias, el estigma de la identidad, la averiguación de antecedentes, el hostigamiento, la emergencia ampliada. Guiones con rasgos homogéneos que siempre dan por sentado la necesidad de aplicar un régimen de cuarteles a cielo abierto, pedido por sus propias víctimas.

Ese deseo normalizador tiene como fundamento la necesidad de tranquilidad. Si la inseguridad es la principal problemática percibida por la población, la tranquilidad es su base programática necesaria. El 2001 vuelve a aparecer como síndrome de urgencia por la paz, la estabilización, que algo se detenga, se haga más lento. El otro lado del “que se vayan todos”. Pero la restauración liberal no es una simple imitación de las recetas noventistas. No aparenta tanto ser un intento de desmembrar el estado, reducirlo a su mínima potencia, sino que da por hecha la “recuperación del Estado” para reconfigurar por completo su sentido. Lo que antes fue la privatización de lo público, ahora asume su marcha contraria, “publicitación” de lo privado, gobierno secundado por publicistas y apologistas, dadores de recetas.  

El Estado se libera de su ocupación, es el momento de la eficiencia, de ponerlo en forma, modernizarlo, adelgazarlo, sacarle la grasa, sanitarismo político. Esa limpieza de la administración pública no persigue un fin unilateral de achicamiento. Cambiemos también contrata y monta sus fábricas de pastas, ya no ñoquis de domingo al mediodía, sino algún spaghetti bien combinado de noche de restó gourmet. 

El Estado para el que lo merece

La formación de una mayoría silenciosa como sujeto político depende de ese privilegio de la calidad, siempre condicionada por el acceso a los recursos y, por lo tanto, elitista. El derecho a lo político también se adquiere, es una transacción más del mercado financiero. El encumbramiento de los expertos, los que saben, conlleva una apuesta ejemplificadora.

El afán encarnado en la creación del Ministerio de Modernización, encabezado por Andrés Ibarra, con pasado en la gestión de la Ciudad de Buenos Aires, tiene un principio indudable: la tecnología siempre puede hacer las cosas de forma más sencilla y eficaz. El objetivo consiste en armonizar calidad, eficiencia y profesionalismo, reducir gastos. La mano de obra tiende a eliminarse, ser reemplazada, automatizada. Robot electrónico o que respira, lo mismo da, mientras cumpla con su trabajo. Hay que sacarle el máximo de potencia al recurso con un costo mínimo.

Ese minimalismo tecnicista elimina todo lo que genere un exceso, los bultos inhábiles, los funcionarios que vienen de la política para hacer política. Cerrar las instituciones, hacer lo imposible para que nadie entre, ingreso limitado, exclusividad para los invitados. El Estado, la cosa pública, es para los que saben, adultos y racionales, zona VIP. Los círculos de influencia se estrechan, se suman las condiciones, se restringen los medios de acceso, las mayorías quedan marginadas de los ámbitos donde se discuten y producen los saberes autorizados y se definen las políticas, confirmación de cenáculos. Aislados y callados, clientes de la industria del entretenimiento. Hay que estar alegre, al fin y al cabo.

El Estado se retrae de los espacios surgidos para promover la construcción colectiva de conocimientos, democratizar saberes. Hay que borrar las otras posibilidades, unicato del desarrollo tecnológico centrado en la productividad, cuadros de multinacionales. La representación en manos del que sabe, el país como un jugador más de la partida internacional, ministros de PokerStar. Hay que ingresar al mundo, es necesario hacer buen papel, reconquistar capitales, obedecer los organismos internacionales, recibir la autorización, felicitación del jefe, aumento de sueldo. El saber privatizado, la vida cotidiana tecnificada. Se reduce la capacidad de maniobra, se evitan las resistencias: el shock paraliza, desconcierta. Para lo que excede esos controles están los palos, las balas y los carros hidrantes, las fuerzas de seguridad bien distribuidas. El Estado se reúne con los especialistas y decide, para eso están, para eso se les paga. Estamos ante la emergencia del papel de contribuyente como actor político de la escena nacional.  

El mito sin origen

¿Cuánto tardará el factor económico en romper el consenso manodurista -represión a pibes chorros, pobres, ñoquis, militantes, mantenidos? La política de shock inyectada estos primeros meses permite compensar el desgaste con el impulso de novedad. Ya hubo aumentos de precios, tarifazos, despidos masivos, baja intensidad institucional, desprecio por las minorías, emergencias y estados de excepción, represión a la organización social –no reducido a la protesta, para toda forma de reunión/comunión amenazante-, criminalización de la protesta social –el encarcelamiento de Milagro Sala ejecuta algo que venía germinando y que ahora estalla con el aval directo del poder Ejecutivo-, llamado a paritarias “enmarcadas”, nuevo endeudamiento y subordinación transnacional, reemplazo de la militancia por el hombre neoliberal, ejecutivo, con buen rendimiento y competitividad. En el ánimo social la agitación de la militancia se contrapone con la concesión resignada del “darles tiempo”.   

Ese mito del Estado eficiente no tiene origen, es pura novedad. Recoge las líneas de la herencia histórica, va al siglo XIX, vuelve al ’55, se embebe del Proceso, se nutre del ’83, se reconoce en los ’90 y explota en el 2001. Hasta ahí la historia antigua, esto es historia moderna. En eso anida su fe en la eficacia de los planes aplicados, el efecto de teoría. Como el dinero, su centro de irradiación, tiene un nacimiento absoluto, todo nuevo, por eso las manchas del pasado no lo afectan.  

Esa esperanza en que funcione la perfecta planificación se posa sobre un acuerdo común por el sacrificio: todos juntos contra lo que subvierte la tranquilidad. Llegado el caso, es imperioso resignar algunos beneficios económicos a cambio de las garantías para la vida en paz, sin riesgos, sin presencias merodeadoras.

Mantener el crédito del buen empresario, el hombre exitoso, es una necesidad para que el poder económico no se vea contagiado por la política, que se pierda la confianza, substrato elemental de cualquier jugada financiera. ¿Cuándo la exposición escandalosa del vínculo con el dinero deriva ya no en la expectación exaltadora, sino en un gesto de insumisión? ¿De qué modo se abrirán los tajos inevitables de ese consentimiento colectivo y brotará esa otra sensibilidad contenida, reprimida, perseguida?

La banalización del mal, exhibido como una consecuencia lógica del modelo de sociedad libre –alguien tiene que perder-, no funcionaría sin la prepotencia de los mejores, la épica de la imposición y el dominio. Hay que humillar al otro, hacer sentir la inferioridad. En eso consisten las relaciones financieras, de absoluto extractivismo. No hay ayuda, la caridad es esperar que el otro alcance el máximo de necesidad, se reduzca al mínimo grado de humanidad, sea rescatado, intercambio de dependencias. 

El factor radical

Hay una clave generacional para leer la transición entre el kirchnerismo y el gobierno de Cambiemos. Llegaron al poder los hijos de la dictadura, criados con esa concepción aterrada, conservadora, de moderación y lejanía respecto a la política. Están los vástagos que aprendieron de los que promovieron, sostuvieron y, llegado el caso, sustituyeron dictadores; niños prodigios o herederos hábiles de los cómplices civiles que montaron un Estado al servicio de sus negocios. Pero su ascenso en el poder político no puede desligarse de los otros rasgos generacionales, la timidez, el silencio, el rechazo del conflicto, el terror.  

El pragmatismo liberal del equipo de gobierno se constituye en ese plano sensible, articulado en torno a un elemento central: el dinero y su reproducción infinita. Lo que no da plata no sirve, hay que salvarse, hacer la vida propia, buscar dinero. Siempre proyección, destello tras destello. El pesimismo político es común a ese entusiasmo del dinero: todo está podrido, nada es realizable por esa vía. Como la política fracasó, es la oportunidad para los empresarios, teóricos del mercado, intelectuales de las finanzas. 

De ahí se deriva el régimen fuertemente autoritario organizado con la predilección por el mercado de acciones. Genera dependencia y sometimiento, y se desdobla en desprecio por lo propio, consecuencia de la situación asimétrica, el subdesarrollo. Algo falta, hay que comprárselo a los que lo tienen. Pero nada más antidemocrático que el mercado, que tiende a concentrarse y monopolizarse. Tienen que buscar los fundamentos de su republicanismo en otros terrenos, recuperar las tradiciones que lo solidifican como frente político.

El factor radical es imprescindible para el buen funcionamiento de ese artefacto. Además de la extensión del armado territorial –legados feudales, tradicionalismo conservadores, retazos del vaciamiento del interior-, con sus caudillismos regionales que le facilitaron la victoria en distintos distritos del país y la gobernación en algunas provincias, aporta una narrativa de sus fuentes de republicanismo y pasión democrática, un afán que se remonta al principio memorable de la organización nacional y se reinaugura en la recuperación democrática, la gesta del ’83, hecho triunfal de ciudadanos comprometidos, negadores de la violencia.

Haciendo eje en las libertades civiles, individuales, ese institucionalismo gira alrededor de una pregunta siempre postergada, en un estado de permanente debate –en eso puede interrogarse su amor declamativo a la libre opinión-, las comisiones discurren siempre dentro de los límites y condicionamientos demarcados para ejercer esa libertad, siempre de expresión, nunca de actos, siempre formal, nunca material. No se nombra la cosa, se da vueltas y vueltas alrededor de la fogata, el fuego quema. Ese componente de hipocresía embrionario de la democracia es un complemento cardinal del cinismo Pro, el gobierno de Cambiemos son los Ceo’s montados sobre el radicalismo de derecha, el pejotismo menemista y algunas partes de las derivaciones lopereguistas que fueron subsistiendo. Esa composición lleva a indagar sobre sus implicancias, más allá de las políticas.    

Con esas capas de gobierno contactan los lenguajes viejos, a destiempo, la lengua que no puede nombrar lo que sucede, que ante cada golpe, pregunta qué pasa, esa piel sensible aterrada con la marginalidad de esas vidas que se despliegan alrededor, fantasmas que salen de los barrios e irrumpen en el centro, que arrancan de un manotazo toda pátina y cobertura y muestran la realidad superadora, pinchan la incertidumbre. 

Esa insurgencia básica, la mera contrariedad, es imperdonable, están siempre del otro lado, sobre ellos hay que actuar, de ellos dependen los problemas, ellos portan el conflicto. Cinismo e hipocresía se unen para sostener ese acuerdo represivo. Por eso la respuesta no puede evitar el autoritarismo. Son las soluciones concretas ante el desorden, una reacción defensiva, alarmando por el riesgo de la normalidad; y una ofensiva, buscando los enemigos y atacándolos, apagar lo vivo.

La política gerencial

La gerencia política, la adultez juvenil de jefe canchero, establece su relación con la novedad como principio de toda práctica, pragmatismo de lo mejor (funcional-eficiencia). El rechazo a los antiquismos del pasado es parte del proceso de deshistorización. La fe tecnológica es posible quitando toda historicidad al trabajo. La automatización, paraíso de la logística. El poder recae sobre los dueños de las patentes, la propiedad del elemento. La inteligencia artificial es el sueño del capital, universo financiero, sin fuerza humana. Desmaterialización, todo fluido sin rozamientos, logística administrativa.

Su ideario tiene su centro en la pasión –refuerzo del autoestima-. Es un paso del apotegma del “tiempo es dinero” a “mi vida es mi vida”. La suplantación de la ética del trabajo por la del dinero subyace la tiranía de las patentes, el intento de fijar cánones de uso, la apropiación absoluta, que alcanza a los elementos vivos, patrimonio común. La avanzada sobre las semillas, germen del agronegocio extractivo, es el registro que copó el Estado y se derrama sobre todas las instancias vitales. Cadenas productivas fuertes, con mando centralizado, experto, dueño de la tecnología.

Ese regreso de lo privado por intermedio de lo público puede ser entendido como uno de los efectos del consumo ya no como forma de inclusión, sino como mezcla material para construir derechos: la nueva derecha se reconstruye sobre esa ampliación. El anverso trágico del estallido social, el asco por la corrupción –desviación humana- para ofrecer un modelo de gestión computarizada.

No hay derechos de antemano, lo humano es un recurso que se valúa. Por lo tanto, los derechos se consiguen. Deben ser ganados y para eso se implementa una regla de la sumisión. Disciplina y humillación, par que sirve para preguntarse sobre cuarteles a cielo abierto, el servicio militarizado en las calles, los pedidos seguritistas. Las reglas del mercado rigen en la vida diaria, es una puja financiera, de extracción de beneficios y merecimientos. 

El goce permitido

Esa función de la ganancia permite pensar en un nuevo estatuto de ciudadano: la irrupción del contribuyente, una forma de clientelismo invertido. Un estado meritocrático ligado a la disposición anímica. Ese vacío teórico es ocupado por la autoayuda, espiritualismo de shopping-disco-zen, lo new age, la búsqueda entregada del equilibrio emocional, formulaciones aforísticas que terminaron por dar lugar a una especie de nietzcheanismo del orden, un conjunto de frases y repertorios prácticos para evitar los huecos de la angustia. La gran clase media extendida, una clase que se desconoce, no reconoce su propio origen, no se pregunta por sí misma. Un mantra colectivo sugestionado por la alegría cínica –policial- de los ganadores, adaptarse y crecer. 

El impuesto, el acto de contribución, es visto como un sacrificio: en eso recala la disparidad entre el ciudadano y el bastardo. El Estado que exige responsabilidad, que pone en común, es reemplazado por una agencia que atiende a sus socios. El subsidio es una consignación al bastardismo, dilapidación, antifinanciero. Esa acentuación de las desigualdades generadas por la estructura económica se reproduce en la asistencia al humillado que acepta su condición.

Hay en eso un reparto del derecho al goce. El privilegio es del propietario, el que tiene las cartas de acceso a los objetos de goce, lo concreto desmaterializado. La compra como concretización esporádica y fugaz del dinero. No hay hechos en sí, sino destellos. No importa tanto la cosa como la capacidad del sujeto financiero para participar de su circulación, también su fluidez.

En ese escenario aparecen los ganadores llamando al sacrificio colectivo: se muestran como gente común entre comunes, adoptan gestos, maneras, jergas, evidencian lo posible. Es la ley de atracción, desear para tener, que se expresa en un aplanamiento de las diferencias, la homogeneización de las clientelas. Hay que deslomarse para gozar. Genera tirria el goce de los que no lo merecen, los que acceden sin permiso, los colados. Otra de las reacciones al consumo para todos. La ampliación de derechos, su reconocimiento, justifica la respuesta represiva al goce no autorizado, descontrolado, fuera de los límites fijados. La competitividad se institucionaliza: hay que ratificar la pertenencia al mercado dador de autoridad. El goce silvestre, riesgoso, amenazante, genera inestabilidad, rompe el campo de permisividad. La alegría espiritualista resulta contenedora de los excesos –las fugas-. La crítica es resentimiento, hay que agachar la cabeza y buscar el objetivo.