Economías violentas del lazo // Juan Pablo Hudson
En los últimos años Rosario apareció como el epicentro del narcotráfico,
las situaciones de violencia se abarrotaron en los principales medios de
comunicación. Ni la derecha más reaccionaria ni la izquierda progresista pudo
con el avance destructor de un negocio que se montó sobre la sociedad
neoliberal de los 90 y continúa expandiéndose hasta nuestros días,
interviniendo el territorio y erosionando las relaciones comunitarias de los
barrios periféricos. ¿Cómo es el día a día en las periferias de una ciudad
donde el negocio no hace más que expandirse?
Luego de la crisis que
abrió a patadas este nuevo siglo, las periferias iniciaron un proceso de
mutación: ya no sólo concentran pobreza e indigencia sino también negocios
rentísticos que generan una fabulosa tasa de ganancias. Ninguna geografía puede
quedar excluida allí cuando la ciudad toda deviene en el escenario crucial de
la explotación financiera contemporánea.
La
especulación inmobiliaria fue la punta de lanza en ciudades como Rosario para
una neovalorización mercantil de tierras antes únicamente destinadas a
migrantes expulsados de áreas rurales del nordeste argentino. El feroz
crecimiento de la exportación de soja y sus derivados industriales motorizó una
alianza entre el Estado, los winners del
agronegocio, y los desarrolladores inmobiliarios para ocupar los despreciados
(y depreciados) bordes urbanos.
En esta línea se
inscribe la creciente financiarización de los sectores populares. Los créditos
a sola firma para el consumo hasta antes de la devaluación macrista eran moneda corriente en los barrios.
Con sólo presentar el recibo de cobro de la AUH o el Progresar. El carácter
usurario de esos préstamos no invalida la clara ampliación de las fronteras del
negocio financiero hacia territorios inéditos.
El avance
del narcotráfico parecería ser parte de esta transformación histórica. No
porque no existiera en décadas anteriores sino por un punto de inflexión
reciente: se impone como una autoridad territorial con capacidad para regular
los principales flujos barriales. Lo aclaramos desde ahora: esa autoridad no es
absoluta. Al menos en Rosario no logra desprender zonas para gobernarlas con
total autonomía. Marcelo Saín advierte sobre el creciente avance de los narcos
sobre las fuerzas de seguridad conseguido en la provincia de Santa Fe pero
aclara que todavía “estos grupos criminales no detentan una capacidad de
cooptación o control directo o indirecto de parte del sistema institucional de
persecución penal –fiscales, jueces y policías”, ni cuentan con capacidad
operacional suficiente para sostener una contestación armada contra el Estado.
Por otra parte, hace años que sacuden pero aún no destierran a las referencias
comunitarias que encarnan las organizaciones sociales.
Una diferencia con la
especulación inmobiliaria, que requiere a los pobladores de la periferia cómo
mano de obra intensiva y luego los expulsa, es que este mercado ilegal (que
también se desarrolla a nivel lumpen) requiere de esos mismos pobladores como
un segmento específico de consumo. De allí el imperativo de regulación social.
Eso significa acumular información y, con las armas como recurso principal,
tener poder de incidencia sobre los movimientos cotidianos de aquellos que
viven en las inmediaciones de cada punto de venta. En Rosario, por
ejemplo, los transeros nunca permitieron la venta de paco por temor a que
los efectos excesivos en los consumidores propiciaran bardos permanentes
en los barrios.
La expansión del
narcotráfico -como negocio y principio de autoridad- no puede leerse como un
elemento exógeno respecto a dinámicas sociales gestadas a finales del siglo XX
e inicios del actual. Se trata de una máquina capaz de montarse sobre
subjetividades, imaginarios, y lógicas (pre)existentes: consumismo como
sinónimo de felicidad, disyunción entre trabajo e identidad, precariedad
generalizada (laboral, identitaria, afectiva, familiar, educativa),
desdibujamiento de la figura del semejante, exaltación del éxito individual, el
hedonismo y la propia imagen, fin de la concepción fordista del futuro,
extensión del racismo y el resentimiento social, y la mediatización de la vida.
Parece tranquilizador
considerar que este negocio viene a quebrar sólidos lazos comunitarios. Sin
embargo, Ignacio Lewkowicz, supo detectar como principal saldo del neoliberalismo
de los noventa una desligadura de lo social y el ingreso en una fase de
amontonamientos entre fragmentos dispersos. La pata territorial de la larga
cadena narco surge desde las entrañas de esa gran transformación social y
subjetiva para capitalizarla e intensificarla a través de metodologías y un
lenguaje cruel que va codificando y configurando las relaciones sociales.
Las mediaciones
comunitarias e institucionales han perdido eficacia frente a los conflictos
cotidianos. En este contexto, con la propagación de economías delictivas, los
barrios suelen estallar por las luchas territoriales. Pero una barriada hoy
también se quiebra por otros tipos de enfrentamientos -más o menos banales-
entre banditas de pibes o familias no ligadas necesariamente al negocio.
Entonces la vida para un adolescente se reduce a una manzana, o a dos cuadras,
para después extenderse y volver a angostarse al compás de las confictividades.
En estas geografías parece un exceso seguir hablando de barrios. El colectivo
Juguetes Perdidos plantea que “cualquier micro-quilombo barrial pone en
evidencia la precariedad no solo de las instituciones que intentan regular
nuestras vidas, sino también la del lazo y las redes cotidianas”.
El
departamento de Rosario pasó de tener una tasa de homicidios dolosos de 12
asesinatos cada 100 mil habitantes en 2003 a 22 en 2013. Desde entonces, por
izquierda y derecha, el narcotráfico se convirtió en la explicación monocausal
de este dramático crecimiento, ubicándose como una de las tres ciudades más
violentas de la Argentina (junto con Santa Fe y Comodoro Rivadavia). El límite
de esta mirada es menos una sobreestimación del fenómeno (aunque eso ocurra)
que su aislamiento respecto a otras lógicas letales y represivas con las que se
ensambla: los mencionados estallidos entre vecinos, crisis intrafamiliares,
linchamientos de pibes por vecinos autoorganizados contra “la inseguridad”, la
violencia institucional, y otros negocios ilegales. Existe un trasfondo social
sobre el que se asienta toda una economía violenta allá abajo.
Lo mismo ocurrió a
nivel país con la llegada del macrismo al poder: reducción de la inseguridad al
tráfico de drogas y la reapertura de un nuevo ciclo de relaciones carnales con
la DEA y la agenda global contra las drogas y el terrorismo. Pero volvamos al
barrio, en donde los transeros y soldaditos son amigos, hermanos, cuñados,
madres o tías, y no personajes de historietas que excitan a televidentes
enceguecidos por las pantallas LED; ni tampoco ejércitos con un poder de fuego
más imaginario que real que permite aplicar corrompidas políticas en materia de
(in)seguridad.
Hasta hace dos años el
narcotráfico explicaba, a pesar de las opiniones mediáticas, una porción menor
de los homicidios en comparación con otros conflictos. Desde el 2014 ese
porcentaje creció fuertemente pero no es la principal causa. De nuevo: la
violencia letal más que responder a un proceso único, se inscribe sobre
dinámicas y subjetividades capilares que fueron consolidándose en aparente
silencio mientras la sociedad, incluidos los sectores populares, ahora
escandalizada y con exigencias represivas, dejaba atrás una gravísima crisis de
décadas y se arrojaba a un postergado consumo para todos.
A su vez, si se
suspenden las miradas morales, se detecta en este mercado ilegal una fuente de
dinamismo en las periferias. No sólo porque fomenta una importante economía
popular (ínfima al interior del negocio global) sino porque es capaz de generar
expectativas y reconocimientos en sujetos que suelen padecer el desprecio en
sus propios barrios y el resto de la ciudad: colegios, centros de atención
estatales, laburos, boliches, la vía pública, comisarías. Existe allí un vitalismo
popular -riesgoso y temerario- que entremezcla nuevas formas de explotación,
incluida la neoesclavitud en los búnkeres, con una voluntad de crecimiento,
reconocimiento, y superación más allá de las formas de sumisión impuestas
socialmente.
El triunfo
del PRO abre serios interrogantes en torno a cómo se (re)configurarán estas
dinámicas barriales. El nuevo gobierno, con su brutal recorte de la capacidad
de consumo popular, subestima esta explosiva conflictividad. Parece confiar en
los deseos represivos y de restauración meritocrática que comparten clases
medias y “bajas”. Jock Young afirma que la modernidad tardía “conduce a grandes
sectores de la población de la parte inferior y media de la estructura de
clases a experimentar lo que Nietzsche llamaba resentimiento, un
sentimiento de ira, amargura e impotencia que busca culpables y moviliza las
diferencias”. Las clases medias, sometidas a agotadoras jornadas de trabajo
para sostener su crecimiento económico y presas del mercado terapéutico para
transitar su fragilidad ontológica, deplora a una clase “baja” que entiende que
vivía de subsidios financiados con “sus impuestos”; los sectores populares,
quienes padecen con mayor intensidad esas mismas vidas asfixiantes, claman por
orden y disciplina en barrios regados de balas, microdelitos y asesinatos.
Nada indica que esta
nueva derecha pueda conseguir esa implorada tranquilidad. La militarización y
la represión directa generarán expectativas hasta que demuestren, una vez más,
su ineficacia para imponer ordenes mínimos. ¿Qué pasará entonces cuando las
economías violentas sigan vigentes pero ya sin consumo para todos?
Fuente: http://www.revistaturba.com.ar/
Fuente: http://www.revistaturba.com.ar/
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(Tinta Limón Ediciones - 2015)