CÚMULOS / Lucas Pisano / 2016
(IMPREGNACIÓN DE
GRASA SOBRE PAPEL)
espacio 704oficina de arte
FLORIDA 336 7° PISO
de miercoles a viernes de 16 a 19hs.
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LO INDISCERNIBLE COMO PREMISA
Texto de Patricio Diego Suárez
En la obra de Lucas Pisano hay una insistencia y
una toma de posición vinculada a los materiales. Como si los materiales, lejos
de ser inertes, otorgaran la información virtual necesaria como para ir
organizando tensiones y construir concepto en torno a la imagen. El ejercicio
de una inteligencia que se articula entre cuerpo actuante y materia, zona
magmática de la que surgen los indicios de un lenguaje. Estrategia compositiva
que nos acerca la idea baconiana de accidente:
ese acontecimiento singular que irrumpe en el proceso creativo y genera un tipo de precisión
involuntaria al nivel de la imagen que desde la voluntad subjetiva sería
imposible de alcanzar.
En el caso de Pisano, lo accidental se convirtió
con los años de actividad en una premisa de trabajo. Componer sin boceto
previo, entender que las marcas de temporalidad de la obra tienen que
conservarse, seguir sólo vectores. Procedimientos de agregación, barrido,
limpieza: generar un cuerpo-masa para luego aplastarlo, cortarlo, agredirlo.
Mover el cuerpo-materia que tiende a la imagen, hacerle incisiones, hasta
borrarlo casi completamente para alcanzar el gesto, la huella. Y que la huella
quede como evidencia de un proceso temporal sobre un juego impredecible de
variaciones. La relación entre deseo,
imaginario pictórico y materia. Parafraseando a Lamborghini: paciencia, culo y
error.
MANCHA Y FIGURA
Cúmulos sondea obsesivamente el límite entre la mancha y
lo figurativo. La ilusión figurativa es conquistada pero desde una precariedad
de la imagen que es resultado directo del propio material: la grasa con sus
límites difusos conserva una ambigüedad sugestiva y de resonancias asociativas
que no se cierran en un sentido totalizador. El ojo queda preso de un
movimiento pendular, una vibración de onda que viaja rebotando entre un
territorio estable de ilusión óptica a una zona indiscernible de disolución
representativa.
Los elementos que sirven como marco de acción son
algunas ideas básicas de estructura: el soporte del papel afectado por la
pátina de grasa, el fondo rayado, la textura del papel, tela o madera. Un plano
de consistencia, un ring, como condición de posibilidad de esa línea de acción
a descubrir. Luego, el trabajo minucioso con la materia, de acción y reacción,
ataque y defensa. Una minería microscópica de la cual emerge el gesto como
signo abierto, información indiscernible que excede la organización óptica de
la imagen, y provoca un juego de resonancias entre lo reconocible y lo no
reconocible: un cuerpo-figura que en sus fronteras parece definido, pero que
hacia su adentro es multitud.
Pisano va directo a las fuerzas: es en los
pliegues de la textura del papel donde aparece el retorcimiento físico del
cuerpo. No hay humanización representativa del papel, la tela o la madera, es
en la violencia de los quiebres donde aparece el retorcimiento orgánico, el
movimiento intestinal, por el mismo peso del material que resiste su
aplanamiento. Y es también en las irregularidades de la textura de la tela o el
papel por donde asoma el indicio figurativo del cuerpo humano: un cuerpo-tela,
un cuerpo-papel, un cuerpo-imagen. En síntesis, el desarrollo de una operación
pictórica que consigue sostener dos o más niveles sensibles y de lectura visual
en un movimiento simultáneo.
Dicho de otro modo, lo que acontece al nivel
concreto de la materia con sus resistencias, se conserva en el nivel formal de
la imagen. En el mismo momento en que somos espectadores de una montaña de
madera, la pupila da un giro repentino por acercamiento y la imagen recupera la
literalidad de la materia, revela el artificio, los planos se independizan de
la composición, la grasa se impone para embarrar la cancha.
Gracias a este procedimiento la actividad del ojo
se amplía, la construcción narrativa queda como trabajo del espectador sobre
una imagen que a pesar de poseer rasgos figurativos ostensibles, no se
consolida como imagen cerrada. Esa zona de indiscernibilidad es el anzuelo que
tiende la imagen para activar discursos históricos, de sensibilidad moral o
clasista en el espectador: mendigos, basurales, pobreza y precariedad. Sin
embargo, ese campo narrativo no deja de ser una recreación asociativa del
observador. Lo único que tenemos a la vista son sólo indicios en la frontera de
lo figurativo y lo no figurativo.
ÍCONO Y DERRUMBE
Hay una clara decisión de conservar esta
ambigüedad que va más allá de la resistencia particular de la grasa y entra en
un nivel conceptual que discute directamente con el modo voraz, veloz y apático
desde el cual nos vinculamos con las imágenes en la actualidad. O al contrario,
los mecanismos subjetivos propiciados por las redes sociales y la lógica de la
visibilidad, donde la imagen de nosotros mismos se postula como único índice de
existencia.
En el caso de Lucas Pisano, el trabajo conciente
sobre lo indiscernible y su gesto picaresco de conducirlo al lugar de lo
icónico, puede leerse como una toma de posición frente a esta problemática.
¿Qué preguntas irradia el cúmulo que se entrona siempre en el centro de las
composiciones estableciendo una especie de tiro al blanco, un es acá? Ese montón de materia organizada
deviene ícono, pero en el lugar donde estamos habituados a leer la
referencialidad neta del producto, nos topamos con una zona de derrumbe
figurativo. No se abre un paisaje del desecho y el basural, hay síntesis
pictórica que hace del desecho un ícono barroco, un tótem burbujeante, un
símbolo religioso en descomposición.
El carácter icónico deriva también de la estética
fotográfica de la serie, propiciada por el blanco y negro y el tratamiento de
la profundidad. Sin forzar demasiado la imaginación, podrían tratarse de
fotografías de archivo de posguerra o de alguna civilización ya inexistente.
Sin embargo, lo fotográfico no surge de una imagen pulida donde desaparece el
gesto pictórico, sino al contrario, se compone a partir de la profundidad que
genera el palimpsesto de planos que conservan la acumulación de materia. Otro
guiño. Lo que hace fotográfico al trabajo no es el procedimiento de perfección
ilustrativa, sino el imaginario de la cultura fotográfica, la educación visual
de la fotografía que funciona como lente a través del cual el espectador se
enfrenta al cuadro.
Podríamos intuir en esta obra el sobrevuelo de
una impresión histórica de catástrofe, la evidencia de una superproducción
hacia la nada y la ruina como hallazgo estético. Cúmulos conduce el desecho al nivel de lo áurico, presenta aquello
que supuestamente no tiene lugar como foco del espacio o la escena. Montón de
mugre que se vuelve centro de gravedad y adquiere el carácter de efigie
publicitaria.
En el podio del objeto consumible somos
espectadores de un cúmulo indiscernible que expele su estética de demolición,
contaminación y precariedad. Y esto,
¿con qué se come?
***
La
potencia perturbadora del material
Texto
de Sol Fantin
En la serie de trabajos que componen la obra Cúmulos, hay
un sutil sentido del humor. Humor negro, está claro. Ahí donde una misma, como
espectadora, cree estar segura de lo que está viendo, hay un defasaje, un
equívoco, un error, que revela hasta qué punto la mirada proyecta lo que decide
proyectar sobre una superficie material (aunque lo decida sin darse cuenta).
Cada una de las piezas de la serie muestra un cúmulo de
materiales de descarte, de basura, un acumulamiento de desperdicios en
forma de pirámide, en el centro de una escena que no remite a nada fuera de sí
misma: es el no-espacio desde el cual se exhiben los productos para su consumo.
En varios de estos trabajos, en el cúmulo de basura (maderas o telas o papeles
de diarios) se vislumbra la forma agazapada, retorcida, enrevesada de un
cuerpo. ¿Cuerpo viviente o cadáver? Imposible de saber, pero sin dudas: cuerpo
de descarte, como el propio material de descarte que lo cubre.
Visión obscena (literalmente: lo que debería estar fuera de
escena) que sin embargo es exhibida en cualquier esquina de una gran
ciudad: el cuerpo humano reducido a desperdicio. Pero el cuerpo en sí no se ve.
¿Está desnudo? ¿Está masturbándose? ¿Está llorando? ¿Está agonizando? ¿Está
riéndose? No se sabe. Cuando camino por la calle y veo ese cúmulo de basura que
sin embargo esconde un cuerpo semejante al mío, desvío la mirada: por
pudor, por miedo, por impotencia, por hábito. Cúmulos obliga a dirigir
la mirada directamente hacia ese punto de oscuridad, hacia la contundencia de
la cosa que está ahí, y que quizás no sea sólo cosa. Pero en el caso de Cúmulos,
se trata de una imagen, no hay nadie allí: podemos mirar sin el riesgo de ser
interpelados por lo viviente. Sin sentir culpa por lo que podríamos hacer y no
estamos haciendo, sin el peso de la decisión de ser indiferentes o no. Podemos
mirar como un voyeur, que quizás mira como buscándose en un espejo.
El impacto viene dado, en gran medida, por la apariencia
fotográfica de los trabajos. La fotografía es un género plástico que abusa de
la verosimilitud, del afán de mímesis, de la fantasmagoría de la presencia
imposible de aquello que está representado. Aquel mito de que los buenos
salvajes (roussonianamente hablando) temían que se les robara el alma al
ser fotografiados no revela más que nuestro arcaico terror a los fantasmas. A
los que vuelven de algún más allá a reclamar lo que les corresponde. Por eso la
tremenda inquietud ante eso que parece la fotografía de un cuerpo
sepultado debajo de los diarios o de las telas sucias. Ese cuerpo y yo no
estamos compartiendo mundo ahora, pero podríamos haberlo compartido. Ese cuerpo
sepultado en basura fue real.
Cúmulos recuerda la
fotografía de los años cuarenta, o incluso anterior. Los primeros registros
documentales de lo humano en su dimensión más abyecta: las pilas de cadáveres
de los campos de exterminio, por ejemplo. El cuerpo humano reducido a material
que se acumula. Lo que se ve en Cúmulos
es, irónicamente, el reverso del producto de consumo: el desperdicio que
debería estar al margen, pero entronizado en el centro de la escena. ¿El
dispositivo museístico o la institución-arte hacen de esta imagen un nuevo
producto de consumo, reintroduciéndolo en el mercado mediante una especie de
estética de la crueldad? La espectadora es interpelada por esta pregunta y
corroída por sus resonancias, todas incómodas.
Y sin embargo, la experiencia estética está en sus preliminares.
Los motores están calientes, ahora sí estamos listas para lo que sigue:
advertir y aceptar que no hay fotografía. Ni siquiera hay dibujo ni pintura en
sentido tradicional. El diseño del montículo de desperdicio que trasluce, por
debajo, un cuerpo es un efecto producido por la distribución de grasas
industriales sobre una superficie porosa. Un material que no pertenece al
repertorio de materiales consagrados artísticamente, manipulado mediante peines
y otros objetos, ha producido el efecto visual de aquello que creí ver, que me
molestó ver, que acepté como cosa ahí, sin darme cuenta de que era yo
quien lo proyectaba.
La grasa engorda: su visibilidad en un cuerpo lo hacen
precisamente obsceno, en el sentido de que lo exilian al territorio del tabú,
de lo que no debe ser visto. Un buen cuerpo no tiene grasa visible. La grasa
ensucia, embadurna, arruina. Y sin embargo es necesaria. La grasa es un
material del mundo del trabajo, no del mundo del ocio. La grasa no es fina, no
es bonita, no es comme-il-faut. La grasa es groncha, es suburbial, es la
que engrasa la crencha de Carlos De la Púa, porque ojo: la poética de la grasa
tiene su encumbrada tradición. Lucas Pisano es un gran lector de Perlongher (me
consta, vi su ejemplar de obras completas ajado de tanto leído): la grasa es
como el barro del neobarroso, y una grasa que sugiere un cadáver es una grasa
que está diciendo que hay cadáveres.
No hay foto, no hay dibujo, no hay un soporte límpido sobre el
cual un trazo intenta reproducir una imagen de la realidad. Hay enchastre de
grasa manipulada con peines sobre una superficie porosa, y hay una imagen en mi
cerebro de espectadora que se proyecta allí y que ve lo que está habituada a
ver, quizás lo que en el fondo desea ver, porque la prohibición de mirar de
frente lo abyecto genera ese deseo culpógeno que proyecta el fantasma: ese
cuerpo devenido basura, reverso del objeto de consumo, que bien puedo ser yo
misma. Bien puedo ser yo misma, qué desastre.
Entonces un montón de grasa manchando un papel rugoso es un
espejo. Acá está el humor negro, y acá está la potencia crítica de Cúmulos,
en el punto donde yo, espectadora, me pregunto, cerrando un círculo (una vuelta
de la espiral): ¿Acaso no son todas las imágenes espejos donde proyecto mis
terrores, mis máscaras favoritas, el revés de mi conciencia o sus tótems? ¿La
imagen publicitaria, la periodística, la intimidad pública de mis fotos en la
red social, la imagen documental y la imagen artística, todas esas imágenes,
todas confundidas en un espacio común regido cada vez más por la lógica del
espectáculo, no son acaso producidas por mi propia mirada, que se alimenta de
ellas pero también las crea, en una simbiosis de la que sólo se puede salir por
medio de una pregunta? ¿Y cuál es esa pregunta?
La pretensión de omnipresencia de las imágenes en nuestras vidas
urbanas contemporáneas, junto a su gran sofisticación, no debe hacernos creer
que la naturaleza de las imágenes ha dejado de ser problemática. Quizás lo sea
más que nunca. Ontológicamente, la pregunta sería qué tipo de ser entre los
seres es una imagen: qué es mi foto de perfil, qué es la imagen pública de un
gobernante, qué es lo que veo por el noticiero en la televisión; y
epistemológicamente, la pregunta sería qué tipo de información puedo extraer de
la imagen, y cuánto de esa información aporto yo misma, está en mi propia
mirada y (como decíamos antes) me espeja.
Creo que uno de los méritos de Cúmulos es instalar de
manera contundente esta perturbación inherente a las imágenes. En un contexto
cultural ávido de precipitarse hacia una descorporalización cada vez más
salvaje, Cúmulos es una obra molesta. La imagen horrenda está a medio
camino entre la superficie material de la obra y mi propia mirada. Está entre
los cuerpos, como un espectro que recorre el mundo mientras todo se pudre. O
mientras se pudre todo.