La educación de la sensibilidad militante // Diego Sztulwark
1. Semana
Santa como coyuntura
Los militares argentinos, formados en una compresión
católica integrista de la patria, concibieron su acción represiva como un acto
de soberanía nacional orientado a normalizar situaciones anómalas: indios,
gauchos, anarquistas, comunistas, judíos, peronistas, subversivos, negros,
piqueteros, putos y putas fueron alternativamente construidos como enemigos
internos de quienes había que salvar a la Nación. La obra de exterminio que coronó
en el terrorismo de Estado vinculado a la última dictadura no se explica sin
los militares, pero tampoco se explica sólo por ellos. La influencia rectora y
pedagógica de la Iglesia argentina sobre las Fuerzas Armadas fue absolutamente
determinante. Tampoco es posible comprender el papel de los militares durante
la década de los años setenta sin estudiar, además, la coyuntura mundial de la
guerra fría y la emergencia del neoliberalismo en Inglaterra y en los Estados
Unidos. Aunque el hecho más determinante
haya sido, quizás, la decisión del gran capital de resolver la intensificación recurrente
de la lucha de clases por la vía del terror. La guerra de Malvinas, lejos de
retomar la tradición de liberación del ejército de los Andes, consagró una
concepción militar elaborada a partir de la racionalidad del terrorismo de Estado:
la destrucción de cuerpos disidentes (ESMA) y la entronización de una idea de soberanía
nacional que no partía de la movilización de las fuerzas populares –principio sólo
expresado por las Madres de Plaza de Mayo durante la dictadura- sino de una
idea espiritualiza, blindada y desvalorizante de toda experiencia de poder democrático
colectivo.
La victoria de Alfonsín sobre el peronismo de Luder y Lorenzo
Miguel de 1983 no se entiende sin el movimiento de reconfiguración del espacio
político, en términos de un antagonismo entre democracia y dictadura. Los
juicios a la Junta Militar y la imposibilidad de replantear la estructura de la
dependencia –expresada en el mecanismo del endeudamiento externo- determinó el proceso
de la llamada “transición a la democracia”. Según el periodista Horacio
Verbitsky, los juicios a la cúpula de las Fuerzas Armadas fueron pactados en un
almuerzo con los llamados “capitanes de la industria”, quienes condicionaron su
apoyo a cambio de imponer al nuevo gobierno los lineamientos de una “economía
de guerra”. Pero ¿aceptarían las Fuerzas Armadas, que habían derrotado a las
organizaciones revolucionarias y populares y transformado en un sentido
reaccionario al país, ser sacrificadas en nombre de un tiempo de buenos
negocios y de una ilusoria paz social fundada en el recitado de la Constitución
Nacional?
El alfonsinismo fue un fenómeno “hegemónico” (como dicen
los lectores de Laclau): teñía el significante democrático cuyo contenido
esencial era la derrota popular. De modo que su idea de democracia apenas
desbordaba los límites de una concepción parlamentaria de la forma de gobierno.
Fueron años de “cretinismo parlamentario” (como dicen los lectores de Lenin). El
radicalismo había sido uno de los partidos políticos -no el único, ni mucho
menos- que más cuadros había aportado a la dictadura. “Democracia”, durante los
años ochenta, quería decir ausencia de violencia o de conflicto. Parecían
convencidos de que la sociedad entera aceptaría cerrar sus antagonismos y
cuestionamientos en un clamor por el equilibro y la moderación generalizada. Su
célebre teoría de los dos demonios racionalizaba esa concepción aplicada a
concebir un mundo sin lucha de clases ni horizonte alguno de transformación
social. El alfonsinismo fue el primer intento fracasado de constituir un ultracentrismo
político por la vía de exclusión de todo actor considerado inadecuado para el
espacio procedimental de república (el peronismo y los sindicatos, los
militares y la derecha católica, las izquierdas y las organizaciones sociales).
La consigna “democracia o dictadura” permitía ligar el repudio al terrorismo de
Estado con un disciplinamiento de todo desborde social, pasivo de ser acusado
de desestabilizador. Esa racionalidad política, que se acodaba en una idea
resignada y defensiva de la democracia, fue la que preparó y viabilizó las
políticas de impunidad a los genocidas y las políticas de ajuste apoyadas en la
legitimidad de las urnas, experimento que el menemismo luego extremó con un
sentido único de la perversión.
Los carapintadas constituyeron un desafío a la hegemonía
alfonsinista proveniente de un actor disminuido en el bloque de poder. La
humillación de Malvinas, el juicio a las Juntas Militares, la ruptura de las
cadenas de mando inherente al Estado terrorista y el desprestigio en que habían
caído unas Fuerzas Armadas a las que Alfonsín quería fuera del juego político,
alimentaron un movimiento de rebelión castrense ante el que Alfonsín se
conmovió al llamarlos “héroes de Malvinas” (esa misma incapacidad de
sobreponerse a la prepotencia de las Fuerzas Armadas volvió a hacerse presente
de modo trágico durante la toma del regimiento militar de La Tablada). Pero no
se trató solo de Alfonsín. Con Cafiero y
Menem, la renovación peronista -agotada cuando el segundo venció en una interna
al primero en 1988- asumía los elementos básicos de la narración alfonsinista y
solo los organismos de derechos humanos y un puñado de corrientes de izquierda asumieron
sin claudicación el programa elaborado durante años de lucha por la verdad, la
memoria y la justicia. Esa derecha “revolucionaria” no logró influenciar
seriamente al peronismo. Recuerdo haber asistido a la expulsión una columna de
carapintadas por parte de militantes sindicales peronistas en una movilización –¿año 90, 91?- gigantezca de la
CGT de Ubaldini
2. Semana
Santa como aprendizaje
La crisis de Semana Santa –¿esa santidad habrá
estimulado a los cruzados del Crislam?- marcó el retorno de los militares a la
acción política reivindicando lo actuado durante el terrorismo de Estado, pero
también la fuerza de una enorme reacción popular que trascendió por mucho la
legitimidad de las conducciones políticas de los principales partidos
políticos. Esto forma parte de los primeros recuerdos internos de la vida
política de muchos de los que hoy tenemos cierta edad. Los canales de
televisión, todos bajo gestión estatal, trasmitían en cadena nacional consignas
en defensa de la democracia. Los militares parecían haberse dividido en dos:
“rebeldes” (carapintadas) y “leales” (dispuestos a responder la orden de
represión del gobierno civil). Las plazas (la de Mayo y la de los Dos
Congresos) reunían a todos aquellos dispuestos a rechazar en la calle el
retorno del terrorismo de Estado, pero la idea de “defender la democracia” empezaba
a fallar, puesto que muchos de los que allí la cuestionábamos por estrecha,
abatida y formalista, aun así la preferíamos –porque en su marco podríamos
disputar en mejores términos su contenido- antes que cualquier rebrote de poder
genocida que temíamos y creíamos todavía posible. Marchábamos –como lo hicimos
siempre después- contra la pervivencia del terrorismo de Estado y al mismo
tiempo contra una democracia diseñada sobre fondo de ese poder genocida. Ese
modo de estar en la plaza fue corporizado por las Madres de Plaza de Mayo con
su consigna “no hay rebeldes, no hay leales, los milicos son todos criminales”.
Esa disposición a decir la verdad, a no claudicar, esa decisión de abrir un
espacio político no violento pero activo e insumiso fue un gesto decisivo en la
formación de la sensibilidad política de parte de una generación.
Las Madres de Plaza de Mayo representaron el reverso de
la dictadura, pero también de la democracia de la derrota. Su negativa radical
a aceptar una normalidad fundada en la desaparición de aquellos a quienes el Estado
se llevó vivos coronaba en una exigencia excepcional: no habrá legalidad legítima hasta que no aparezcan con
vida. Es decir: no hay transacción
posible con la herencia del terrorismo de Estado. Esa sigue siendo la principal
enseñanza de la generación de los padres de los desaparecidos. Como luego lo
explicó el filósofo León Rozitchner, el terrorismo de Estado sobrevive en la concentración
de la propiedad privada y en la
destrucción de los cuerpos indóciles. En torno a las luchas por los derechos
humanos –abuelas, madres, sobrevivientes, luego hijos-, se formó el único
contrapoder capaz de ligar luchas sociales en torno a un programa que apuntaba
a invertir esta fusión perversa entre terror y represión. Esa lección, el
legado imperecedero de las Madres, tuvo un capítulo central en aquel fin de
semana largo de 1987. Y en su nombre hemos gritado que el ascenso de Milano
–ahora detenido por causas de lesa humanidad- era el correlato de la renuncia a
avanzar sobre los pilares de la concentración del capital. En nombre de ese
legado sabemos que se precisa hoy de nuevos organismos de derechos humanos,
ligados estrechamente a la violencia en los territorios, y al salvajismo que
introduce la dinámica financiera y rentística de la acumulación de
capital.
La Semana Santa activó un sistema de alertas en las
militancias. El retorno del terrorismo de Estado hubiese sido un fracaso
completo para los movimientos populares y la muerte segura para muchos cuadros
y militantes que buscaron reaccionar ante la mediocre respuesta del sistema
político (la famosa Ley de Obediencia de Vida). El posterior disciplinamiento
de las Fuerzas Armadas vino de la mano de Menem y de su alineamiento con el
gobierno de la familia Bush. Por lo que en la década de los años noventa, las
Fuerzas Armadas dejaron de ser la expresión de una amenaza real y el aparato
del orden y la represión interna transmutó. La hegemonía neoliberal de aquellos
años implicó una modificación micropolítica de la sociedad que incluyó la
generalización de la tarjeta de crédito y la socialización de las prácticas de
control. Las instituciones políticas que surgieron de estas articulaciones
colectivas se aliaron con prácticas difundidas de racismo, patriarcalismo y
clasismo, sobreviviendo la racionalidad del genocidio más en la economía y en
el filamento de los vínculos que en la retórica de la seguridad sublimada. Y
aunque el alineamiento de los organismos de derechos humanos con el gobierno de
los Kirchner restó vigencia al sistema de resonancias entre derechos humanos y
luchas sociales que se había cristalizado en 2001 mientras eclosionaba el
sistema político, hubo de su parte un intento (que es preciso evaluar en su
complejidad, porque hizo convivir avances institucionales con barbarie policial
y empresarial) de llevar esos discursos al propio Estado. Aquella sensibilidad
militante gestada en aquella Semana Santa sigue siendo el capital más
importante con que cuentan los sectores populares para desanudar la
perpetuación de la fusión neoliberal de Propiedad y Terror (entre deuda y
criminalización que estudia hoy día el historiador Bruno Napoli), a condición
de volver a invertirla en la articulación de nuevas luchas sociales cuyos
lenguajes son otros. La lección de la Semana Santa de 1987 es el rechazo a una
concepción estrecha de la democracia.